Investigación Teatral. Revista de artes escénicas y perfomatvidad
Documento
Vol. 16, núm. 27, abril-septiembre 2025
Centro de Estudios, Creación y Documentación de las Artes, Universidad Veracruzana, México
ISSN: impreso 1665-8728 ׀׀ electrónico 2594-0953
La espera
The waiting
*Artista independiente, México, e-mail: laleonconchi@gmail.com, 0009-0005-6285-7629
Resumen:
Texto dramático de teatro testimonial que relata la historia de cuatro hombres que estuvieron en la prisión de Santa Martha Acatitla, Ciudad de México, dos de ellos por más de veinte años. Para escribir la obra, la creadora yucateca Conchi León trabajó con personas privadas de su libertad en dicha prisión y, a partir de ello, reunió historias de violencia que experimentaron antes, durante y después de la experiencia carcelaria. Este texto narra una historia de libertad, de espera y de esperanza, en un juego escénico que oscila entre la realidad y la ficción. La espera estrenó el 5 de julio de 2018 en el Foro La Gruta del Centro Cultural Helénico de la Ciudad de México, bajo la dirección de Conchi León, con la actuación de integrantes de la Compañía de Teatro Penitenciario Foro Shakespeare: Javier Cruz, Ismael Corona, Héctor Maldonado y Feliciano Mares.
Abstract:
The following is a dramatic text of testimonial theater that tells the story of four men who were imprisoned in Santa Martha Acatitla prison of Mexico City. Two of these inmates spent more than twenty years in prison. To create the play, Yucatecan playwright Conchi León worked with inmates at the Santa Martha Acatitla prison, to gather their stories of violent incidents that happened before, during, and after the prison experience. The waiting is a story of freedom and hope that plays with the borders between reality and fiction. The play opened on July 5th, 2018 in the La Gruta theatre of Mexico City, under the direction of Conchi León and with the performances of four members of the Penitentiary Theatre Company: Javier Cruz, Ismael Corona, Héctor Maldonado and Feliciano Mares.
Recibido: 18 de enero de 2023 ׀׀ Aceptado: 20 de julio de 2023
Los actores entran a escena, lanzan trompos, los miran girar
FRANCISCO: La vida gira. A veces nos toca estar abajo, a veces arriba, a veces solo giramos sin pensar a dónde vamos a ir a parar, a caer, a quedar, a morir, a matar. La vida gira y nosotros giramos con ella…
ISMAEL: Pero la vida a veces puede darse la vuelta completamente en un segundo.
MARES: En el filo de una puñalada.
HÉCTOR: En la boca del soplón.
FRANCISCO: En la injusticia.
ISMAEL: La vida gira y nos pone de cabeza cuando pone a la mesa nuestros recuerdos. Recuerdo a mi abuela enseñándome a sembrar frijol.
MARES: Recuerdo las balas de 9 milímetros de mi abuelo.
HÉCTOR: Recuerdo la primera pelea que tuve con mi hermano mayor y cómo por ese hecho abandoné mi pueblo y vine a la gran ciudad.
FRANCISCO: Recuerdo a mi padre cuando lo vi por última vez.
ISMAEL: Recuerdo cuando mi abuelo fue por nosotros, porque mis papás se divorciaron y nuestra vida cambió para siempre.
FRANCISCO: Recuerdo cuando mi hijo llegaba corriendo, gritándome “¡papá!” y me abrazaba. Daría todo por volver a estar así, al menos un minuto.
HÉCTOR: Recuerdo que cuando me agarraron no entendí por qué me llevaban preso.
MARES: Recuerdo que me agarraron por pendejo. Yo mismo abrí la puerta a los policías. Me tiraron al piso y me pusieron la bota en la cara.
MARES: Recuerdo que cuando me agarraron sentí mucha paz; pensé: “Ya está, se acabó”.
FRANCISCO: Recuerdo que los policías ya me estaban dejando ir, pero uno de mi equipo se quebró, soltó toda la sopa y me esposaron.
ISMAEL: Recuerdo cuando salí de la cárcel, mi mamá me abrió la puerta de la casa y tenía una máscara de oxígeno.
HÉCTOR: Recuerdo que cuando salí de la cárcel iba en el metro con la sensación de que todos me iban a atacar.
MARES: Recuerdo que cuando salí no tenía a dónde ir: mis padres y mis hermanos ya estaban muertos.
HÉCTOR: Recuerdo que lo mejor de salir era la certeza de que alguien me esperaba afuera.
Una pared negra con medidas como las que se usan para tomar fotografías a los detenidos. Los cuatro personajes están pegados a la pared; se toman la foto de frente, de perfil. El flash de la cámara parece golpearlos. Francisco se desprende de la imagen.
FRANCISCO: Esto es así en las películas; en el teatro, a veces. Pero en la vida real, no. En la vida, llegas bien madreado, te arraigan para partirte la madre y les confieses lo que quieran. Nosotros somos actores, casi tan buenos como Kevin Spacey, pero hubiéramos estado mejor que él en Sospechosos comunes. Nosotros cuatro también éramos sospechosos:
ISMAEL: De homicidio calificado.
MARES: De robo.
HÉCTOR: Se los dejo de tarea.
FRANCISCO: De robo de autos. Nosotros también tenemos algo en común: todos estuvimos en la cárcel.
ISMAEL: Cinco años.
MARES: Veinte años.
HÉCTOR: ¿En total? Veinticinco años.
FRANCISCO: Yo estuve por veinte años. En esos veinte años conocí mucha gente. El que más me impresionaba era un ruquito que había estado cincuenta años en la cárcel. Cuando salió libre, ya no tenía familia, no tenía nada, ni donde dormir. Entonces pedía chance allá. Todas las mañanas salía a su libertad y regresaba a dormir. Tenía un bultito de ropa que le servía de almohada y ahí regresaba a dormir. A la mañana siguiente, muy tempranito, se levantaba, acomodaba el bultito en un rincón y se iba, a la noche otra vez y así. A todo se acostumbra uno, hasta a querer a su prisión. Yo veía al ruquito regresar en la noche y pensaba: “Chale, si yo saliera de aquí, nunca volvería a entrar. Cuando salga de aquí voy a hacer muchas cosas…” Y nel, cuando salí de Santa Martha Acatitla me dediqué a estar echado en un colchón, quemando mota.
MARES: Yo estuve veinte años en Santa Martha. Ahora que soy viejo puedo ver la vida hacia atrás, mi infancia acompañando a mi abuelo a cazar; él cazaba un pájaro con su escopeta, me decía: “hijo, desplúmalo y clávale este palito”. Yo lo hacía, mientras él encendía el fuego, después le dábamos vueltas y vueltas para que se fuera cociendo. La grasa escurría en cada vuelta del ave recién cazada. Después nos la comíamos en silencio. Era una vida buena en mi pueblo… si me hubiera quedado allá, nunca hubiera pisado la cárcel. Cuando llegué a la gran ciudad me acogió una familia. Yo estaba muy agradecido con ellos, y a modo de agradecimiento les regalaba cosas, apoyaba mucho en la casa, pero ellos empezaron a exigirme. Lo que empezó como un gusto se volvió una obligación, luego una humillación constante… y pues, de algún lugar tenía que salir el dinero. Ahora que soy viejo, me doy cuenta de cómo las decisiones que tomé me fueron llevando a Santa Martha Acatitla. Es como si ante mí, se hubieran abierto muchos caminos y yo elegí los peores, yo solito me puse mi celda y su cadena. Pero a todo se acostumbra uno. Me acostumbré tanto a la cárcel que, cuando salí, quería regresar; era el camino que conocía, en el que había estado tanto tiempo. ¿A dónde ir? A donde había estado veinte años… regresé muchas veces. Pero al penal femenil. Es que ahí tenía a una amiga a la que nadie iba a ver. Yo sé lo que es eso: esperar inútilmente una visita y quedarte ahí nomás, esperando… esperando y ni un alma viene a verte. Yo en la prisión encontré varias cosas: encontré que no tenía amigos verdaderos, y que la soledad no es tan jodida como algunos piensan. Regresé muchas veces a ver a mi amiga. Ella tenía otra amiga, me la presentó, nos caímos bien, platicábamos mucho, teníamos cosas en común. De entrada, los dos habíamos estado presos por muchos años. Los dos estábamos solos; bueno, para ese momento ya nos teníamos el uno al otro. Me empecé a enamorar de ella y un día, pues que me “psicoseo” bien, me consigo unas flores, entro a la visita y le canto:
“Necesito una compañera, que me ame y que en verdad me quiera, que no tenga maldad, que en su alma tenga humanidad, que me sepa querer, sin temor a perder. Necesito una compañera, que me ame y que en verdad me quiera que me ayude a vivir, y que nunca, nunca sepa mentir, que conozca el dolor, que valore el amor. Porque ya he sufrido tanto, tanto que hoy no puedo detener mi llanto y no puedo callar mi soledad. ¡Ay, qué soledad! La felicidad ¿donde está? Yo la quiero encontrar”.1
“Oye… ¿te quieres casar conmigo?” Ella me dijo que sí. Nos casamos en el reclusorio. Ahora yo tengo que esperar a que ella salga. La espera es como un dulce con pedacitos de amargo, a veces es fácil darle la vuelta en la boca, en el pensamiento. Yo no pinto rayitas en las paredes para contar los días que faltan, aunque hay días que francamente me sobran. Pienso en cómo serán las cosas cuando la espera termine, pienso que la espera es una mujer con un vestido que trae una cola muy larga, y que corro tras de ella para verle la cara y pedirle que se detenga. La espera, para el que sabe esperar, puede estar llena de alegría. Yo esperé 20 años para tener mi libertad, por eso no me importa esperar lo que sea necesario para tener conmigo a mi amor. ¿Les dije que en la prisión encontré muchas cosas? Una de ellas es el amor. ¿Algún poeta ya dijo que el amor se encuentra en los lugares más inesperados? Estoy seguro de que ningún poeta ha encontrado el amor en la cárcel. Yo no soy un poeta, soy un hombre común que estuvo 20 años privado de su libertad. Ahora soy un hombre libre al que nadie puede privarle del amor. Por eso estoy dispuesto a esperarlo los años que sean necesarios; 10, 20, no importa, yo esperaré por ella con el mismo amor que una madre espera conocer el rostro de su hijo recién nacido. El amor también es un lugar a dónde llegar y todos siempre acabamos llegando a donde nos esperan.
Modelo 1973
Carritos a control remoto entran a escena
FRANCISCO: La marca es “Francisco”. Tipo de manejo: palanca al piso. Fecha de fabricación: abril del ‘73. Sus creadores no aguantaron la cuarentena o el primer año de servicio. En sus primeros diez años sus dueños no tenían dinero. ¿Pos cómo? Uno andaba en otra onda, y la otra echando pata con varios. Eso sí, tenía buena gasolina, buenas vestiduras. Este carro fue a dar a otros dueños con todo y papeles. Esos dueños lo corrían a más no poder. Al carro le gustó la velocidad y se voló todos los semáforos en rojo. Pero un día el carro se estrelló y lo metieron al corralón por 20 años. Se volvió chatarra… estuvo ahogado sin que nadie lo arreglara; un buen coche que se quedó estacionado, arrumbado, sin que nadie lo encendiera. Cuando el vehículo regresó a su lugar de origen ya era obsoleto. Su destino era ser vendido como chatarra… (Las luces de los cochecitos lo alumbran, como si fuera alumbrado con lámparas de interrogación). Sí, mi nombre es Francisco, soy el jefe de la banda de robo de autos; mi cómplice se llama Fredy, es un oaxaco con muy buenos contactos para comprar carros robados. Me involucré en la compra y venta de carros robados, las ganancias eran muy buenas. Como no sabía qué hacer con el dinero, y no confiaba en los bancos, se lo daba a mi mamá para que los guardara debajo del colchón. “Tenga jefa”.
MAMÁ: ¿Y ahora de dónde, Francisco?
FRANCISCO: De la tanda.
MAMÁ: ¿Y esto de qué es?
FRANCISCO: Me pagaron mis vacaciones.
MAMÁ: ¿Y el carro amarillo?
FRANCISCO: Es que vendí unas cosas… Y así me involucré más. No era ostentoso, lo más que hacía era ir frente al mar a fumar marihuana. Yo a la gente le hablaba bonito; les decía: “mira, dame las llaves de tu carro y no va a haber pedo; ahora, si te pones loco, yo me pongo más loco que tú”. La mayoría me entregaba las llaves, sin hacérmela de pedo. Yo veía un carro y decía: ¡éste! Y me sentaba a esperar, podía esperar desde la mañana hasta ya entrada la noche, me dirigía al dueño del auto y le pedía las llaves del carro, así nomás. En cambio, el Oaxaco sí se ponía bien loco; teníamos que lavar los carros, porque los traía manchados de sangre. Le valía madre si era mujer o lo que fuera, les pegaba unas putizas. Yo le decía: “cabrón, no hay necesidad”. Pero pues él así trabajaba.
Cuando me agarró la policía, mi hijo iba a cumplir tres años. Ahí aprendí a amar a Dios en tierra ajena, ya que sus métodos eran muy interesantes: desde una cachetada hasta meter un cotonete en el pene, eso no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Fui a dar al penal de Oaxaca. Ahí estuve cuatro meses. Pagué mucho dinero por todos los que estábamos metidos en el problema, pero fue inútil. Días después salí libre, pero de traslado a Barrientos, después de sobornar a toda autoridad que me presentaban: licenciados mentirosos y gente que te roba, me quedé con poco dinero. Todos sabemos que cuando se hunde el barco las ratas son las primeras en huir. Comenzaba a enfrentar las consecuencias de la cárcel, lo primero: quedarme solo. Cuando caí, mi esposa venía a verme cada fin de semana; de pronto, empezó a faltar. Le llamé a la casa y mi suegra me respondió: “Hijo, ya se fue para allá”. Que le digo: “No, ella hace semanas que no viene”, “¡Cómo, si cada fin de semana se va a verte, se arregla, agarra a tu hijo y se van!”, “No pos, ¡qué cree?, ¡que ya no ha venido!”.
A la semana siguiente se apareció y me dijo:
–Ya no voy a venir, ya estoy saliendo con otra persona.
FRANCISCO: ¡Como me dices eso, no seas así!
–¡No te voy a esperar treinta y tres años!
FRANCISCO: Le lloré, rogué, me le hinqué, hasta le dije: “te voy a dar en tu puta madre, ¡te voy a matar! ¡Cuando salga de aquí, te voy a matar!”. Enloquecí. La agarré del cuello. El comandante que estaba de guardia nada más se me quedaba viendo, como esperando que le diera el madrazo, un comandante que se parecía a Chespirito, con unas bototas. El comandante Vallejos, le decíamos el comandante Pellejos. Me acababan de sentenciar, me dieron treinta y tres años. Y mi mujer me dice que “no me iba a esperar”. No, me puse bien loco. “¡Te voy a matar, te voy a matar!”. Para colmo, unos cabrones me querían quitar mis tenis y uno de ellos me picó acá, yo lo piqué a él. Aprender a vivir sin apoyo no fue fácil, pero de eso aprendes y mucho. Después de ser un huésped distinguido del castigo por mi mal comportamiento, me solicitan en el reclusorio Oriente, en donde conocí las dos caras de la moneda: la chida y la culera. Después de pasar de ser cocinero en el comedor del director, pasé a ser cabo de limpieza, de esos que someten a los nuevos para que den dinero. Llegué a tener el cargo que cualquier preso puede tener: ser coordinador de un dormitorio, la mamá, el jefe, el que decide. En ese lapso tuve todo lo que un interno puede tener: Tv a colores, Super Nintendo, alguien que te atienda… Me tropecé con la piedra, no con la de la canción, con la que se fuma. Ese vicio cambió mi vida en un dos por tres. Después de consumir todo un año, ya no tenía nada, había perdido todo: el respeto, la dignidad, la confianza y a mi familia. Recuerdo que un custodio me dijo:
HÉCTOR: Güero, cámbiate de dormitorio o te van a matar. Nadie te quiere. Todos los que están aquí tú los recibiste, y no muy bien, mejor cámbiate antes que te maten.
FRANCISCO: Me cambié al dormitorio cinco. Por fortuna, o por desgracia, era la celda del mayor distribuidor de droga en el reclusorio. Sufrí algo, solo lo normal; tenía la consigna de ya no drogarme y la llevé a cabo para mi bien. Como por arte de magia, todos en esa celda se fueron libres, nos quedamos tres... y claro, con la tienda de vicio. Subimos como la espuma. Así pase mis dos últimos años en el reclusorio Oriente. Pero llegó el día de pagar esa buena vida. Me trasladaron a la penitenciaría de Santa Martha Acatitla. Con los huevos en la garganta, solo esperaba qué me prepararía el destino. Me asignaron una celda, en la que vivía Marcos, el carpintero general de la peni, y muy amigo del director y comandante. Eso facilitó un poco mi estancia en ese lugar, claro que tenía que pasar por lo que pasa un nuevo. Pero la suerte estaba de mi lado: conocí a un señor, el tío Vidal, el cual sin conocerme me ayudó, me regaló una plancha para trabajar planchando ropa. Me costó trabajo aprender, pero lo logré. Tenía mi negocio de planchaduría y, lo más genial, trabajaba para mí, así pasé diez años; trabajando con visita, después sin visitas, ya que la mamá de mis hijos regresó, y al año se volvió a ir con el mismo pretexto que la vez primera: “ya ando con otro y no voy a venir más”.
Fue mejor, así ya no tenía que esperar a nadie. Mi única espera era para salir de Santa Martha. Cuando salí intenté recuperar a mi hijo, y sólo conseguí que me buscara por lo poco que le podía dar. ¿Qué otra cosa podía esperar? No le di nada en 20 años. Fui a hablar con él: (Le habla a un coche pequeño.) “Mi orgullo lo dejé allá afuera, sé que no me ves como a tu papá. Cometí el error de querer darte una mejor vida más rápido, sé que te dijeron que soy un delincuente, un ratero, un vicioso, un deshonesto, un infiel, y te podría sacar una lista. Pero no lo voy a hacer, porque todos tenemos un poco de eso. Cuando caí a la cárcel apenas ibas a cumplir tres años. Ahora salgo y ya vas a cumplir veintitrés, yo sé que te pusieron en mi contra, nadie te quiso llevar a verme y esas son las consecuencias de delinquir: perder lo que quieres, y perder lo que tienes. Te lo digo así de seco, porque las cosas así son, yo no te voy a adornar las palabras. Me duele, sí me duele un chingo. El que me odies, el que no me hables, el que no me dejes ver a mi nieta, el que no me hayas invitado al bautizo, es como un putazo. Duele más que un putazo. ¿Qué puedo ofrecerte? Soy un exconvicto. La neta se siente de la chingada que te busquen por dinero, porque eso es lo que haces: me buscas por dinero y yo no compro amor. Te hablo así porque estás chavo y porque eres mi hijo, y porque pienso que puedes ser mi amigo, pero si no lo quieres, allá tú. Yo no voy a seguir cargando esto. Me duele un chingo, pero no me voy a tirar al vicio. Un día vas a comprender el porqué como padre tomas las decisiones, sean buenas o malas. Todo tiene consecuencia. Pero sí quiero recordarte… cuando tu esposa iba a dar a luz, ¿quién estuvo en el hospital? Yo. Yo, sin ninguna necesidad de desvelarme, y no fue una, sino tres veces. Después de que nació la niña, la llevamos al doctor y de ahí no me volviste a marcar. No supe nada de ti. ¿Por qué? Porque tenías resuelto todo. Porque el viejo ya no te sirvió para nada. Tengo que decírtelo, no lo voy a seguir cargando; si no te voy a volver a ver, pues ni modo. Me va a llevar muchos años, porque uno siempre recuerda que es padre, pero te voy a olvidar. Yo te quiero un chingo, aunque ahora me cuesta tanto darte la mano o abrazarte. Si, así como tú me has contestado, yo le hubiera contestado a mi papá, hoy no tendría dientes. Pero un día tú vas a recibir los putazos, es la ley de la vida: “todo lo que sube baja, y todo lo que baja sube”. Un día te va a tocar a ti, y yo voy a estar viendo y te vas a acordar de mí. Es cuestión de tiempo: todos nos estrellamos contra la pared algún día, todos somos coches que un día nos volamos el semáforo amarillo. No te lo deseo, pero es ley de vida; te va a tocar, y si algo aprendí yo en la vida, es a esperar. Cuídate.
Historia de un Rolex
Un reloj neón se enciende al fondo del escenario
HÉCTOR: Estar encerrado no es fácil, y menos cuando tu consciencia está encerrada contigo diciendo: te mereces estar aquí, la cagaste en grande. No es doloroso estar en la prisión. Lo doloroso es hacer el recuento de las irresponsabilidades que me trajeron aquí y me separan de mi familia. Aquí el tiempo, la vida, se puede resumir a un segundo y un segundo puede durar toda una vida. El tiempo que estuve encerrado, mi esposa fue mi carcelera, mi guardián, mi custodio. Ella también estuvo encerrada conmigo, no físicamente, estuvo encerrada porque la hice cómplice de mi encierro, de mi dolor y mi frustración. Ella sabe todo lo que pasé ahí y de alguna manera fue prisionera conmigo. Ya saben, no necesitas estar preso para ser prisionero. La diferencia es que afuera, en libertad, cada quien elige su celda y el nombre que quiere ponerle. Yo no sufrí violencia, pero la vi, y verla es como vivirla. Vi cómo empalaron a un cabrón y eso no es fácil de olvidar. La noche en que lo vi no pude dormir. ¿Quién puede dormir con una imagen así en la cabeza? Espero que un día se me olvide y yo pueda llenar mi cabeza de otros paisajes. Hay golpes de la vida que no se pueden olvidar, por muchas amnesias que dejen los golpes o los cuchillos. A mí me han cortado tres veces: dos en la cabeza y una allá abajo. El tiempo me ha pasado por todas partes y tengo en el cuerpo sus cicatrices. La primera vez que fui consciente del tiempo fue porque mi hermano me mandó un Rolex de Estados Unidos. Me lo mandó con hartos dólares. Yo tenía 17 años. Me fui a una cantina. Usted sabe que con dinero baila el perro y al cantinero no le importó que yo fuera menor de edad. Bebí hasta sentirme muy feliz, a cada rato me arremangaba la camisa para mirar la hora en el Rolex, le hacía así (gesto). Luego me fui caminando. Me salieron en el camino unos tipos. Ya era tarde. Me atacaron, me amarraron a las vías del tren y me dejaron ahí. Pasó un señor y me desamarró. Yo estaba tomado, seguí mi camino. No me di cuenta bien a bien de lo que pasó. Traía unas botas. Me di cuenta que algo no estaba bien porque dentro de las botas chacualeaba algo… me quito la bota, le hago así y sale un chorro de sangre, me empiezo a desabrochar y… me asusté. Me quedé así dos días, tenía miedo; no le quería decir a nadie, me dolía un montón, no quería ni mirarme ahí abajo. Al final no me aguanté. Le platiqué a mi cuñado y a mi hermana, me dijeron: “a ver, bájate los pantalones”. Se quedaron pálidos de verme, me llevaron al doctor, me cosieron… se los dejo de tarea, solo mi mujer y yo sabemos lo que hacemos, si ella es el hombre y yo la mujer. Una vez cuando iba al conyugal me gritaron: “¡Y a qué vas a la íntima, si tú no tienes eso!” Pues… se los dejo en suspenso… siempre se puede tener intimidad, ¿no? A veces pienso que, de no haber sido por el reloj, eso no me hubiera pasado. A veces me pregunto cómo algo tan bueno de pronto puede convertirse en una historia de horror, de no haber sido por el reloj… o los dólares, o mi hermano, eso no hubiera pasado. En Santa Martha Acatitla fui pisoteado, fui humillado, me hicieron como ellos quisieron. Nunca puse resistencia. A las personas que llegaban después de mí, siempre les decía que tuvieran cuidado. Mi señora me llevó una vez unos tenis bien caros, ella quería que yo me sintiera contento con los tenis, pero lo que sentí fue cómo me agarraron cuatro cabrones para quitármelos. En la cárcel te matan por una cajetilla de cigarros o un par de tenis. Igual que afuera, que te matan por un celular o cien pesos. Me acostumbré a los tenis baratos, ellos y yo sabemos la historia. Mi historia en Santa Martha Acatitla. Pasé veinticinco años ahí; la primera vez estuve trece años, la segunda, doce. Ustedes dirán que hay que ser muy tonto para volver a caer, pero a veces la necesidad es muy grande, y yo tenía de esa necesidad, esa que llaman grande. La segunda vez que caí me acababa de encontrar un perro, estaba bien chiquito cuando lo encontré, ni había abierto los ojitos. Lo llevé a mi casa, lo pusimos en una caja de cartón y le dábamos leche. Cuando caí, el perro ya tenía como seis meses. Lo adoraba. Era un perro bien noble. Lo extrañé mucho cuando caí en la prisión. Pero algo que aprendes aquí es que olvidas o te lleva la chingada, te haces fuerte o te lleva la chingada, aquí por todo te lleva la chingada. Pero aprendí a sobrevivir, a esperar hasta que la libertad estuviera de vuelta, trece años después. Cuando salí, tenía cincuenta pesos. Ya iba saliendo de mi celda cuando otro interno estiró la mano y me dijo: “Toma esta tarjeta de teléfono, tiene diez pesos”. La agarré, tomé un taxi y me iba fijando en el taxímetro; cuando llegó a cuarenta y nueve pesos, me bajé. Caminé hasta que hallé un teléfono público, metí la tarjeta, marqué el número de mi casa. Contestó mi mujer y le dije: “Soy Héctor, ya estoy afuera; no tengo nada, ni para el taxi: estoy en la esquina tal, junto a un teléfono público. Te voy a esperar un rato. Si no llegas, entenderé que ya no quieres nada conmigo. No es lo mismo quererme encerrado que con todos mis demonios libres”. Esperé como tres horas, hasta que vi una silueta… y pues, uno siempre reconoce la silueta de la persona que ama… pero era una silueta que traía algo en los brazos… era mi mujer, venía con mi perro. Antes de que ellos llegaran yo ya estaba llorando. Nos fuimos caminando a la casa. A los dos días, me fui por las tortillas con mi perro. De pronto se detuvo, lo abracé, me dio dos lengüetazos y murió en mis brazos. Yo creo que el perro también me estaba esperando para morirse. Lo bueno que me dejó la cárcel es saber que había una persona que me amaba y me esperaba, lo mejor de salir fue que yo sabía que alguien me estaba esperando. Por eso le di un sentido a la vida, a la libertad, porque alguien me esperaba y uno siempre acaba llegando al lugar donde lo esperan.
El color del diablo
ISMAEL: Un frenón, caemos al piso como puercos, intento mirar a dónde nos traen. Llegamos a San Fernando. Me bajan de una camioneta, me agarran de las alas, me las cortan, me dicen:
HÉCTOR: Bienvenido al paraíso. Para entrar, nada más te vamos a hacer una pregunta, quiero que me respondas con la verdad… ¿De qué color es el diablo?
ISMAEL: No sé qué contestar.
FRANCISCO: ¿De qué color es el diablo?
ISMAEL: No sé qué contestar.
FRANCISCO: ¿De qué color es el diablo?, Piojito, ¿cómo te dicen?, ¿cómo te llamas?, ¿por qué delito vienes?
ISMAEL: Homicidio calificado.
FRANCISCO: Dame tu dirección.
ISMAEL: ¿Para qué es esa información? Si ya la di en el juzgado.
FRANCISCO: Te estoy haciendo tu perfil. ¿Con quiénes vivías?
ISMAEL: Con mis papás.
FRANCISCO: ¿Dónde vivías?
ISMAEL: Tal.
FRANCISCO: Pues yo creo que tú estás mal, porque tu perfil dice esto:
ISMAEL: Y me enseñaba un dibujo donde estaba empinado metiéndose un palo en el culo.
FRANCISCO: ¿Ya viste? Este es tu perfil.
ISMAEL: Era el perfil de todos los nuevos que llegaban, no valíamos nada.
FRANCISCO: Aquí todos son perros y, el que no, es perra y, si no, lo volvemos. ¿De qué color es el diablo?
ISMAEL: No sabía qué responder y me empecé a reír.
FRANCISCO: ¡Ah...! ¿Te da risa? Bien, bien. El color del diablo es el negro porque es el color de nuestro uniforme. Eres muy risueño. ¿Por qué te ríes tanto?
ISMAEL: Porque me voy a quedar y me voy a desquitar de todo lo que me hacen, porque yo voy a agarrar la sección después. Ese era el consuelo de tener las costillas moradas, de no poder llorar, porque si lloraba era puto. Me acordaba de cómo cazar un hurón, de mi mamá, de ser limpio, yo que nunca agarré un trapeador, que nunca cepillé el piso, ni lavé la ropa porque en mi familia eso no lo hacían los hombres.
FRANCISCO: Aquí no hay débiles, aquí hay de gladiadores, pequeños, pero gladiadores.
HÉCTOR: ¡Quítate la ropa!
ISMAEL: Me empecé a psicosear, pensé: me van a violar. Empecé a esperar que me violaran, aunque yo no llegué por violación, llegué por homicidio con una sentencia de cinco años, la máxima para menores. Empiezo a escuchar los gritos de recibimiento:
HÉCTOR: “Te vas a morir”, “bienvenido al paraíso”, “llegaron las chichas”, “aunque se aferren, acá están los guerreros”.
ISMAEL: Los reingresos estaban más espantados que yo, eso sí me perturbaba. En el traslado llegué con tres homicidas, un violador y dos por robo a transporte federal. A todos nos madrearon, ya era costumbre, menos al violador. A este carnal le penetraron terror psicológico con un “toma hot”, pequeño palo de escoba; lo encueraron e hicieron que lo tomara, lo embarrara de crema y se lo metiera despacito, se aferró el tipo a lágrimas, besando botas y nosotros viendo, aprendiendo, esperando y soportando una posición corporal cansada.
En mi primera visita, mi mamá me abrazaba con tanto amor que hasta las costillas se me ponían de color negro y trataba de aguantar el dolor, tenía cansancio mental de tanto pensar y no poder hacer nada. Mi papá me veía y me cuestionaba por qué estaba yo ahí. Los dos se veían flacos. Siempre fui franco con ellos, menos cuando tenía que pagar por existir ahí, solo me reía, sabía que todo iba a girar. Yo sólo tenía que esperar y esperar me daba esperanza. Mi mamá no sabía que en la correccional yo había aprendido a trapear, a lavar mi ropa, los trastes, los baños. Mi abuelo siempre decía:
MARES: No te quiero ver cortando cebolla, no te quiero ver agarrando una escoba, no te quiero ver secando un plato.
ISMAEL: Pero dentro de la correccional esas reglas no funcionan; al contrario, el que hacía esas cosas era el mejor.
“Todos quieren ir al cielo, nadie deja de pecar, todos quieren tener dinero; nadie quiere trabajar. Todo tiene una razón, todo tiene un porqué; esta vida dios te la prestó y se la vas a devolver. El dolor lo da la pena, la alegría la libertad, la mujer es un poema, y el hombre su creador”.
¿La mujer es un poema? A mí me enseñaron que hay que deshacerse de las hembras. Recuerdo a los seis años mi cara de felicidad cuando me mandaban a deshacerme de las perras cachorras. Ellas me seguían y yo las aventaba al canal, y si lograban cruzar, caminaba hasta un puente, cruzándolo para después verlas cómo se inflaban al ahogarse por completo. En una ocasión lo vio Irving, mi hermano. Le causó impacto y dijo que yo era cruel, pero yo solo seguía las instrucciones de mis padres: “Desaparece a las perras o regálalas, quédate con los perros”. En tiempos de lluvia, los renacuajos salían a evolucionar en los charcos de agua, si es que yo no me aparecía para explorarlos internamente. Mi hiperactividad me llevó a un centro donde me ponían hacer ejercicios con semillas, estambre y el alocado Resistol. Si los ejercicios los hacía sucios, mi mamá se dedicaba a enseñarme a hacerlos limpios, a su desquitada forma. Quería salir corriendo a la calle con el Daniel, a jugar con la llanta y arrastrarla con mi cintura, el entrenamiento. En esas estábamos cuando escuché un escándalo: mi abuelo se cayó de un árbol y se quebró las costillas, quedó todo reventado por dentro. Se lo llevaron al hospital y días después, al ver que colocaban una gran lona, mesas blancas y sillas, pensé que era la fiesta de regreso del abuelo. Y sí, regresó, pero regresó en una caja: era su velorio, había fallecido en el hospital, desconocía la mirada de mamá, terminé aprendiéndome los rezos y se los recitaba, les tomé cierto rencor porque la hacían llorar. (El abuelo tendido en una mesa cubierto por una sábana blanca). Yo miraba a mi abuelo tendido…
HÉCTOR: No lo destapes o en la noche va a venir a jalarte los pies.
ISMAEL: Pero yo quería ver su cara. Estaba bien pinche sonriente el viejo, hasta me acordé que una vez me pidió un deseo:
MARES: Hijo, cuando yo muera, quiero que me quemen y mis cenizas se las avienten a las putas.
ISMAEL: Cuando cremaron al abuelo pensé en robarme un poco de sus cenizas e ir a tirarlas a Sullivan. Me imaginaba las caras de las putas con ceniza de muerto, mentándome la madre, gritándome: “¡Pendejo!”. Pero las cenizas desaparecieron, y ya no le pude cumplir el deseo al viejo. Cuando viajábamos al panteón a visitar al abuelo, memorizaba el camino, para después ir con el Chino en las bicis a tomar los dulces y juguetes de los adornos de las tumbas de los niños que les dejaban sus familiares, por eso de los cumpleaños o treinta de abril. De regreso nos esperaban con el cinturón en la mano por desaparecernos todo el medio día, pero siempre valía la pena velar a tus difuntos el dos de noviembre, los olores, pidiendo calaverita, la flor cerebro, las calacas blancas como los champiñones que me enseñaba a encontrar la abuela en el llano cerca de los árboles de eucalipto. Aquí también me enseñó mi papá a atrapar hurones y dejarlos ir; hacía réplicas a mis once años con amiguitos de la primaria los llegué a grabar con una videocámara de mi papá, conservo ese recuerdo. A los doce, conocí al Roy, un nuevo vecino, a la Clika Sureños locos, donde fui integrándome más y más hasta tatuarme las iniciales de ésta, “SXL 13”, en mis manos a los dieciséis años. En ese momento me encontraba estudiando por segunda ocasión tercero de secundaria, trabajando medio tiempo con mi papá de su chalán de albañilería; a veces me iba con él en vacaciones, desde los once años. Con él era trabajo y más trabajo, es una máquina construida por el abuelo Pastor desde su infancia. Yo tuve todas las oportunidades para estudiar y las rechacé, me conformé con los nueves en mis boletas de primaria. Obtuve todo con mi familia, me dieron libertad, y la convertí en libertinaje. A los diecisiete, la malicia me fue jalando genéticamente. No era tan consiente de dónde podría llegar, solo mi cuerpo se dejaba llevar por el resentimiento hacia las primeras reglas de cómo apagar un cuerpo. Lo había visto con los dos abuelos, la abuela Matilde, mi tío mayor paterno, los dos secuestrados, con el tiro de gracia cerca de la casa, el señor que se ahogaba con su sangre por un lineazo y fibra de vidrio, debía el tipo, y pagó consumiendo más de la cuenta. La Chofis de la calle 18, viendo cómo se consumía por la piedra. La variedad de animales que consumíamos, y mi hoy occiso, quien me ha dejado un acertado camino. Me gustaba una puta porque se parecía a mi mamá; nunca la toqué, solamente la veía. Me gustaba su sonrisa. Una vez la invitamos a Cuernavaca. Robábamos cables de la luz, las coladeras, con eso conseguíamos dinero y comprábamos balas, nos íbamos a disparar al aire, a los árboles. Ese día no hubo variedad, no hubo putas, hubo alcohol, cigarros, marihuana. Al ver que no habría “variedad” nos dirigimos a una vecindad, nos llevamos a algunas “amigas”. En mi cabeza pasaba la madrugada muy cálida, pero el alcohol, los tabacos y la mota ya estaban por terminarse; algunos decidieron ir a generar más. Yo solo quería esperar. Veía mi alrededor y todo estaba en orden. Una pareja teniendo relaciones, otros vomitando, sentí un presentimiento, algo no cuadraba. Con otros dos sujetos, decidimos ir por los que habían ido a la vinatería cerca del panteón de mi infancia. Al llegar, sigo viendo esa imagen de varios sujetos pelones, Cholos, empezaban una riña entre amigos, se descontroló y cada quien bailó con su chambelán. A mí me tocó la mejor pieza al quitarle la vida al Oso con una navaja, los intestinos se le salían poco a poco, burbujas blancas con rojo, sus ojos me miraban fijamente. En cuestión de segundos, un conocido se acercó a quererlo golpear en el piso o quitarme, no lo sé; a éste sin medida le piqué los dedos de los pies. Todos alcoholes ni sentíamos dolor, me subí al auto de la Susana, novia de mi traidor, mi “causa” y otros dos, nos dirigimos a la casa del que le había picado el pie. “¡Tengo una panochota en mis dedos!”, decía. Se enjuagó. Yo también quitaba los cueritos y sangre de mi navaja, quitaba de mis tenis los puntitos rojos del Oso. Anduve como turista unas tres horas hasta que el novio de la Susana nos señalaba con sus nuevos amigos, los judiciales, nos disparaban así nomás, mi traidor había hablado. Ya en los separos el Roy, yo, Susana y su novio estábamos esperando a ser procesados por homicidio calificado, dos al consejo tutelar y dos al reclusorio. Me declaré confeso, sabía que agonizaba el Oso y yo solo quería dormir, no quería escuchar esas quejas y lamentos de estos chillones. Solo el Roy se mantuvo callado. Al llegar al consejo, mi primera putiza con calentura, me estaba forjando para recibirme después la correccional, sabía que el novio se iría, no lo quería a mi lado por puto, Susana en Turquesa, salieron a los dos meses. El Roy sigue en el reclusorio Sur. Amanece, voy a recepción, jabón en polvo y medio bote de agua para asearte, así que “bienvenido y sé feliz”, decía el Orejas, un custodio. Ya en el dormitorio me dieron un caluroso recibimiento, se metía en mi sistema linfático el “Código canero”. Los candados, las marchas a las seis de la mañana, la variedad de pago, porque ahí no hay dinero, los correcaminos, los bombones, los perros tontos, los patitos, los Frankenstein, la chicha, ponerte a pensar, pastasos, de quinta, charrascas en las plantas de los pies, gárgolas, siempre aguantando, si no, existía un “embutido”, zona de protección para los niños protegidos o proteínos, deseabas aguantar ya que esa zona era vulnerable para que media población te hiciera volar.
FRANCISCO: ¿Ves estos dos cuadritos? Ten una cobija, a esas cobijas se les llama “monstruos”, las vas a cortar de cuarta por cuarta. Quítate la ropa.
ISMAEL: Encuerado me echaban agua fría, caía todo el agua fría, bajaban los cables de la luz y me daban unos Frankesteins.
FRANCISCO: Con esto vas a revivir, aquí vas a llenarte de energía. Con esto despiertas y te aplicas.
ISMAEL: Si las paredes de ese lugar hablaran, dirían: “Ya no más”. Todo lo que han visto esas paredes, tantos golpes… Pero cuando te preguntan: “¿Te duele?”, respondía: “No, pegas como ruca”. Me acordaba de lo que decía mi papá: “Al trabajo y a los putazos pocos le entran”. En la primera sección el estatus era muy notable, las chichas trapean encuerados con un pedacito de cobija sin dignificación humana, eres “un perro”, cepillo lo mismo, pero sin la chicha y un cepillo de escoba, jalador aquí era que lo bueno se aproximaba tenías ya el palo del jalador y podías estar parado al hacer aseo, empezaba la dignificación después de seis o siete meses en formarle. A menos que pagaras con la mamá, la hermana, o que alguien te metiera un huevo de mota vaginal, extorsión o depósitos muy elevados para la familia. Tenía a MI cargo el aseo de los baños: ¡exageradamente limpios! A los nuevos les podrías cobrar para hacer lo que a ellos les tocaba. Aquí eres responsable de todo el aseo diario en la sección, baños y patio. “Bien a la línea” se te otorga el poder de extorsionar o de poderte drogar, desformado eres el segundo poder en la sección. Y, por último, los encargados de las secciones “padrinos, mamás”, toda una escuelita federal. Súmenle que yo sentía que traía a mi muerto cargando; hasta en la correccional sentía que lo traía en la espalda. Le dije: “Güey, ¿qué quieres? Ya estoy aquí, ya me jodieron mucho por ti. ¿Qué quieres?, ¡déjame en paz!”. El día de muertos que pusimos los altares, yo hice un graffiti de él, hasta le puse una manzana; al día siguiente cuando fui a ver, y la manzana ya estaba completamente seca, pensé, “alguien me hizo una broma”, empecé a buscar quién era y ahí en la ventana estaba un búho mirándome con sus ojotes. Me acerqué y se fue volando, después de eso era común ver al búho en esa ventana. Le preguntaba: “¿Qué quieres?”, y de nuevo se iba. Ahí tenía que andarme con mucho cuidado…
HÉCTOR: ¿Eres homicida?
ISMAEL: Sí.
HÉCTOR: ¿Mataste a sentones o cómo?
ISMAEL: Con arma blanca.
HÉCTOR: ¿Cuántos has matado?
ISMAEL: Uno.
HÉCTOR: ¿Uno?
ISMAEL: Sí, uno.
HÉCTOR: ¡Ja! Yo también soy homicida, pero he matado a muchos. Desde morrito he matado. ¿Te sientes más chingón que yo? Vamos a matarnos. Dale la navaja, vamos a matarnos…
ISMAEL: Empecé a sembrar frijol, lechuga, mariguana y después la vendía. Pero era mucha la competencia, descubrieron la mariguana y me madrearon. Mi papá tenía miedo de que volviera a matar, de que se me volviera a salir el diablo. Pero yo aprendí a reconocer ese diablo, lo dibujé, lo moldeé en yeso y después apareció otro diablito y otro y otro. Pedí un careo con el juez y le dije que ya me quería ir, porque ya me sentía libre de todos mis diablos. “La verdad te hace libre”, decía una de mis tías, pero, ¿por qué esa tía no dijo la verdad, cuando le pedí que admitiera delante de mi mamá que mi tía me tocaba? Tengo flashazos de mi infancia:
Mi abuela poniéndome frijoles en una mano y mi abuelo poniéndome balas en la otra.
Subiéndome al ropero para encontrar las balas de mi abuelo.
Mi abuela explicándome cómo cosechar champiñones.
Mi abuelo enseñándome a cargar la pistola.
Mi abuela mostrándome cómo crecían los frijolitos. Mi abuelo enseñándome a disparar.
Mi abuela mostrándome cómo se cuartea la tierra cuando ya va a brotar un champiñón.
Yo revisando los cajones en busca de las balas: los calzones de la abuela, los calzones del abuelo, fotografías de cómo era Oaxaca en esos tiempos, fotos de personas que no conocía, fotos de mamá cuando era niña… las balas de 38, 9 milímetros, calibre 50. Pero nunca encontré el arma… lo que sí encontré es otra forma de matar, mi abuelo me la enseñó matando a un cerdo:
MARES: No lo asustes, acarícialo, háblale bonito, mientras en una mano llevas el cuchillo y la otra le buscas el palpitar del corazón y se lo clavas.
ISMAEL: Siempre tuve la vida en una mano y la muerte en la otra, siempre dejé ganar la mano donde se asentaba la muerte. Cuando salí de la correccional, mi papá me vigilaba, tenía miedo de que volviera a matar. Pero yo no quería regresar a ese lugar. Además, yo ya había elegido la vida. Un bebé estaba por nacer, mi hijo, no había sorpresa, era un varón, cuando lo tuve en mis brazos abrió los ojos: eran tan grandes, como los del búho que veía en la correccional. Ahora sé que el búho, sus ojos, sus alas no eran señal de mal augurio, eran promesa de libertad. Ahora solo espero que mi hijo crezca para enseñarle a sembrar frijolitos, mostrarle cómo la tierra se parte para dejar salir un champiñón, así cómo se parte una mujer en dos para dejar salir al hijo de su vientre. Ahora mi espera es que mi niño empiece a caminar, a hablar. Un día tomaré sus dos manos, pondré frijolitos en ellas y le enseñaré a mirar crecer la enredadera que tendrá sus frutos. Sé que mi hijo trae parte de mi historia en sus genes, pero yo le enseñaré a traicionarlos, llenaré sus dos manos de vida, aunque eso no garantice nada, pero la vida, la vida que germina siempre es una buena espera.
FRANCISCO: Yo diré lo que sea, pero seguiré esperando la voz de mi hijo al otro lado del teléfono.
MARES: Yo seguiré esperando –sin desesperar– la libertad de mi amor.
HÉCTOR: Yo espero el deterioro de los cuerpos que viene de manera natural, y sé que mi esposa sabe que yo estaré ahí con ella, cuidándola hasta el último minuto.
FRANCISCO: Esperar una llamada.
MARES: Una sonrisa.
ISMAEL: Un frijolito que crece.
HÉCTOR: Una silueta a contraluz.
FRANCISCO: Eso es la vida: la dulce espera de quien habrá de iluminarnos, de incendiarnos, de mostrarnos sus frutos o morir a nuestro lado.
1 Fragmento adaptado de la canción “Necesito una compañera” de Los Bukis (N. del ed.)