Investigación Teatral. Revista de artes escénicas y perfomatvidad
Artículo
Vol. 16, núm. 27, abril-septiembre 2025
Centro de Estudios, Creación y Documentación de las Artes, Universidad Veracruzana, México
ISSN: impreso 1665-8728 ׀׀ electrónico 2594-0953
Escribir desde el encierro: un acto poético y de resistencia
Writing from confinement: an Act of Poetry and Resistance
Denise Anzures*
*Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Teatral “Rodolfo Usigli”, Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, México, e-mail: d.anzures.citru@inba.edu.mx, 0009-0003-8106-7468
Resumen:
A través de los años, mujeres y hombres en espacios de privación de la libertad han encontrado en la dramaturgia penitenciaria un camino que los ha devuelto hacia ellos mismos. Los talleres de escritura teatral les han abierto una puerta que parecía clausurada, porque a través de la dramaturgia, las personas reclusas pueden redescubrir su capacidad de imaginar, de ser presencias. El artículo concluye con la reseña de tres textos dramáticos recientes que forman parte de las obras ganadoras del Concurso Nacional de Teatro Penitenciario en México.
Palabras clave: Teatro penitenciario; dramaturgia; reclusión; escritura; kátharsis; México.
Abstract:
Women and men in Mexico who live in prisons have found in playwriting a path that has brought them back to themselves. Their theatre writing workshops have opened a door that seemed closed because, through playwriting, prisoners can rediscover their ability to imagine, to be presences. The article closes with the review of three recent plays that won the National Contest of Penitentiary Theatre in Mexico.
Keywords: Prison theater; playwriting; confinement; katharsis; Mexico.
Recibido: 14 de noviembre de 2024 ׀׀ Aceptado: 05 de febrero de 2025
Escribir desde el encierro no es un ejercicio escritural para el entretenimiento. Nada tiene que ver con el cumplimiento de algunos proyectos institucionales que han tenido la mala fortuna de ser llamados en México “programas de rehabilitación social”. La escritura en reclusión surge de la introspección, de cuerpos que han sido vulnerados y violentados por el modelo social en que vivimos.
¿Qué significa escribir bajo la premisa de que quien empuña el lápiz es visto por sus lectores como una extraña, una alineada, una clase completamente distinta de ser humano, una persona presa en un penal, una culpable? ¿Qué implica leer a ese Otro, a esa Otra, y descubrir nuestra humanidad en sus líneas? (Villegas, 2021, p.15).
La lectura de textos escritos en cautiverio permite reconocer la intensa vida interior de las personas reclusas. El ejercicio de las letras es un oficio de libertad, aunque quienes lo ejercen desde prisión lo hacen bajo vigilancia. Esta contradicción revela, en la práctica, el castigo a partir del uso de la tecnología coercitiva sobre los cuerpos, un procedimiento que Foucault (2005) denominó “panoptismo”:
Las disciplinas reales y corporales han constituido el subsuelo de las libertades formales y jurídicas. El contrato podía bien ser imaginado como fundamento ideal del derecho y del poder político; el panoptismo constituía el procedimiento técnico, universalmente difundido, de la coerción. No ha cesado de trabajar en profundidad las estructuras jurídicas de la sociedad para hacer funcionar los mecanismos efectivos del poder en oposición a los marcos formales que se habían procurado. Las Luces, que han descubierto las libertades, inventaron también las disciplinas (p. 225).
¿Qué fuerza interna ha impulsado a las y los prisioneros a sacar las palabras de los muros de concreto? Sin duda, más que un arte panfletario, la escritura en prisión constituye una herramienta de denuncia y de sobrevivencia. Ante el castigo social, la creatividad se convierte en un mecanismo vital y la palabra se torna irreverente, dinámica y poderosa.
Impulsado en México por la Secretaría de Gobernación y el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, el Programa Nacional de Teatro Penitenciario ha funcionado, desde hace más de tres décadas, como un estímulo a la creación artística por parte de los internos. A lo largo de estos años han producido cientos de textos dramáticos, resultado de un esfuerzo serio de aproximación al teatro y su escritura. No obstante, la mayor parte de este repertorio se ha quedado sin ver la luz, pues ha permanecido recluido, ya no en una celda, pero sí en cajas de cartón que decoran las bodegas de las instituciones. Tal vez, ahí, archivadas, existan algunas señales útiles para transitar estos momentos en que la realidad se empeña en mostrarse cada vez más mezquina y hostil: es una pregunta válida para afrontar un tiempo oscuro y recuperar, más allá o más acá de la teoría estética o los nuevos paradigmas teatrales, lo realmente humano. En el libro Crítica y clínica, Gilles Deleuze (1996, p.16) afirma lo siguiente:
El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles. De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? Pues la salud pequeñita de Spinoza, hasta donde llegara, dando fe hasta el final de una nueva visión a la cual se va abriendo al pasar.
Los profesionales del teatro en México nos hemos preguntado una y otra vez en foros y coloquios si aún hacemos un teatro que pueda rescatarnos del caos, de la vorágine capitalista que se ha incrustado en todos los rincones de la convivencia social, en la producción y gestión del teatro mexicano, un sistema que por décadas ha abonado a la degradación social y que ha adquirido múltiples tipos de violencia. La respuesta, hoy, es cosa de supervivencia. ¿Qué tan lejos estamos de lo humano? A todo esto, ¿no importaría escuchar con atención a quienes han habitado la parte oscura de nosotros mismos?
Escribir en la cárcel es más que un tema de investigación. Es parte de la historia, de los trabajos y los días de quienes, desde prisión, han encontrado en la escritura una manera sencilla de mirarse atentamente y encontrarse con ellas misma: ser presencia, y que así afirman como lo hizo Alejandra Pizarnik en sus Diarios (2013, p. 713): “si no me escribo, soy una ausencia”.
Uno de los autores más influyentes de la modernidad Occidental pasó cerca de 27 años en prisión. Como es bien sabido, el Marqués de Sade fue encarcelado por todos los regímenes políticos de su tiempo: desde el reinado de Luis XVI hasta el Primer Imperio francés, pasando por la Asamblea Revolucionaria y el Consulado. Pocas obras en la historia han resultado tan perturbadoras, reveladoras y libertarias como la suya. La conciencia de la sexualidad humana, así como su estrecha relación con el dolor y el placer, transformaron definitivamente nuestra noción de quiénes somos. Freud sería impensable sin Sade, como también los poetas malditos y los surrealistas. Lo oscuro también puede iluminar.
Primero preso en la cárcel de Argel, al norte de África, y más tarde en la de Sevilla, Miguel de Cervantes comenzaría a escribir en prisión una de las mayores obras literarias de todos los tiempos: Don Quijote de la Mancha (2004). Como muestra de su propia experiencia, registrada en la segunda parte del libro, valga el siguiente pasaje:
La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres (pp.984-985).
De Óscar Wilde a Alexander Solyenitzyn, de Jean Genet a José Revueltas, de Henri Charrière a Miguel Hernández, el legado humano creado desde la privación de libertad resulta cuantioso y enormemente significativo.
El teatro conoce el dilema de la libertad humana desde sus orígenes, y lo ha hecho su tema en obras ahora indispensables como Edipo rey, La vida es sueño, Hamlet o Esperando a Godot. Preso en su torre, Segismundo en La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca (2011) se cuestiona:
Qué delito cometí,
contra vosotros, naciendo.
Aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido:
bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor;
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
Sólo quisiera saber,
para apurar mis desvelos
(dejando á una parte, cielos,
del delito de nacer),
¿Qué más os pude ofender
para castigarme más?
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron,
que yo no gocé jamás?
Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas,
corta con velocidad,
negándose á la piedad
del nido, que deja en calma:
¿Y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad? (pp. 18-19).
Adelantándose varios siglos a su publicación, La vida es sueño excede las profecías orwellianas de un mundo regido por el Big brother. En el cosmos de Calderón se es culpable sin cometer delito alguno, porque el delito es ser uno mismo. El proceso de Franz Kafka y el genocidio sionista en Gazacomparten plenamente esta creencia. Ninguna reflexión sobre el papel de la prisión como centro de control social y político, y de algún modo como pilar del ejercicio moderno del poder, resulta tan certera como la de Michel Foucault en Vigilar y castigar. El Estado moderno, sin importar su lugar en el espectro político, aunque sí con matices, tiende a convertirse en una gran prisión en la que cada individuo es al tiempo un recluso y un celador; el sistema se multiplica ante, en y por nuestros ojos. Opera lo mismo en el partido comunista checo de La broma, en Milán Kundera, que en la dictadura bananera de El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez: somos el sistema. Reproducimos sus valores. Reproducimos sus prácticas persecutorias y punitivas mientras somos vigilados y castigados, de muy diversas y hasta sutiles maneras, por otros y por nosotros mismos.
En la novela Salvar el fuego de Guillermo Arriaga se ejemplifica la pérdida de toda privacidad, de la paradoja que implica la existencia invadida. Cito el texto de Jonathan Martin Olivo, reo No. 35554-2, sentenciado a 10 años por fraude agravado, que recoge Arriaga (2022):
En la cárcel dejas de estar a solas hasta cuando estás a solas. Todo es ruido y miradas. En la cárcel hay cámaras por todos lados. Es asfixiante que te vean hacer todo lo que haces. Cuando salga de aquí no sé qué voy a hacer sin los ruidos y las miradas de los otros. No sé si podré dormir cuando el cuarto esté asilenciado. Me imagino que me voy a despertar en la madrugada en espera de que alguien grite. O voy a gritar yo mismo por la ausencia de gritos. Cuando tu vida es así, a nunca dejar de escuchar ruidos y de que otros te miren, sientes que ya nada es tuyo. Ni tú mismo eres tuyo (p. 84).
Si bien hemos transitado de la sociedad de vigilancia a la sociedad de control, ahí nos encontramos. Lo cierto es que la privacidad en ambas sociedades es la moneda de cambio, el precio a pagar al poder.
No es una mera imagen. Ahora mismo asume, entre muchos otros, nombres aparentemente tan inofensivos como Twitter o Facebook. Pero el reclusorio es el modo simbólico, y más definitivo, que adopta el sistema: ser siempre castigado, siempre vigilado. Vivir así.
El ejercicio de la violencia legítima es monopolio del Estado. Hoy, en México, ese monopolio desgastado por el abuso y la corrupción, entre otras bellezas, compite contra corporativos de violencia ilegal cada vez más robustos y bárbaros. Una dinámica que va dejando miles de muertos, familias desmembradas, una geografía poblada de fosas clandestinas y mucha gente en prisión. La desigualdad tampoco ayuda, como no lo hacen la impunidad y la ineficiencia del aparato de justicia. Puestos ahí, ¿acaso no resulta indispensable escuchar a los que han vivido todo el tránsito del sistema y su descomposición? ¿Acaso no apremia entender sus vivencias y sus reflexiones? ¿No tendrán ellos, acostumbrados a tanta oscuridad, algo de luz para nuestra medianoche?
Los testimonios de personas que escriben en prisión son un ejercicio de interrogación interior al que tratan de escuchar. Prestar oídos a tal experiencia es un trabajo profundamente complejo, pero que los lleva a un espacio donde las palabras son comprendidas. Es un modo, quizá el único posible, de escuchar lo no dicho. Es en estas periferias, en los territorios de la marginalidad, que, sin mayores pretensiones estilísticas, pero alimentados por la vitalidad de su propia experiencia, hombres y mujeres practican una sencilla y renovadora idea: el teatro, si es teatro, atañe a lo humano y por eso nos atañe a todos. Es, bien mirada, una urgente convocatoria a compartir la experiencia humana que lleva implícito un muy eficaz argumento para disolver cualquier forma de exclusión social. Nos invita, en suma, a ejercer la apropiación de nuestra herencia colectiva. Porque pathos tenemos todos, dirían los griegos.
Hasta hace muy poco, hablar de teatro penitenciario era infrecuente. Si acaso alcanzaba, como motivo de mea culpa en los discursosde las autoridades culturales del país, una “deuda pendiente” del Estado mexicano, de esas tantas a las que se les abona siempre muy poco. A pesar de su desatención, y para fortuna de muchos, el teatro penitenciario ha venido creciendo silenciosamente: cada vez existen más voces que, desde la reclusión, intentan abrir un espacio a la libertad del espíritu para recuperar lo humano. ¿De qué hablan estas mujeres y estos hombres en sus ficciones? Mayormente del dolor, el horror y la desesperanza, en el sentido muy teatral de que su sublimación acarrea liberación y puede convertirse en hecho estético:
El teatro es quizá el espacio real y poético en el que las ficciones, los cantos y los relatos de nuestras cuitas alcanzan su poder más sorprendente porque más allá del impacto y la conmoción, dichas ficciones a la luz del teatro, demuestran también su poder transformador: hacen de la bestia una persona, separan el instinto de la inteligencia para integrarlos nuevamente, con brillo renovado, en la conducta de los individuos (Chías, 2017, p. 11).
En la escritura y la representación teatral, los internos encuentran una vía para la reflexión personal y colectiva. Compartir, dar, estar fuera de ellos mismos. En esa gran enseñanza del teatro en las prisiones resuena Piedra de sol:
[...]nunca la vida es nuestra, es de los otros, / la vida no es de nadie, todos somos / la vida, -pan de sol para los otros, los otros todos que nosotros somos-, / soy otro cuando soy, los actos míos / son más míos si son también de todos, / para que pueda ser he de ser otro, / salir de mí, buscarme entre los otros, / los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia (Paz, 2008, p. 19).
Lejos de pretender mitificar a las y los reclusos, sus productos creativos o su circunstancia de privación de libertad, resulta necesario y oportuno visibilizar un fenómeno que, en tanto práctica teatral vigente, válida, y en su sentido más amplio, liberadora y vital, exige ser objeto de la investigación académica. La dramaturgia penitenciaria ha venido construyendo una tradición, referentes para el análisis y antecedentes que explican el impacto que ha generado en las nuevas teatralidades. La experiencia escritural ha sido capaz de resignificar comunidades al interior de los centros penitenciarios y de distinguir que el dolor propio, y el de los otros también, es un ejercicio de reconocimiento. Por ello, es necesario que la escritura en reclusión no sea una ausencia en los estudios actuales, porque el silencio en torno al dolor es una forma de aumentar la violencia. Es tiempo de echar luz sobre las sombras.
No existe un dato preciso sobre la fecha de su inicio en México; sin embargo, su existencia está documentada en las penumbras de la cárcel de Lecumberri en la Ciudad de México. El teatro en las prisiones era denominado durante el siglo pasado como “teatro canero” y por años su desarrollo se limitó a servir como programa de rehabilitación social sin mayores alcances. Su impacto y su fuerza han ido abriendo brecha y ha pasado de las prisiones de máxima seguridad a los teatros más importantes; ejemplo de ello fue la presentación de Ricardo III de la Compañía de Teatro de Santa Martha Acatitla en el Teatro Esperanza Iris de la Ciudad México, con motivo de la inauguración de la 39 Muestra Nacional de Teatro en 2018.
La obra Tierra libre o Tlamaquitiliztli, que se presentó en el Teatro Helénico en 2019, fue resultado de un proceso de trabajo al interior del Reclusorio Varonil Norte. Lo mismo ocurre con la obra de teatro Casa Calabaza de María Elena Moreno, interna en el penal de Santa Martha Acatitla, que se estrenó en 2016 en el Centro Cultural Carretera 45, y que la Asociación Nacional de Críticos de Teatro premió como una de las mejores puestas en escena de 2017.
Diversas compañías de teatro independiente se han dado a la tarea de consolidar la vigencia artística y social del teatro penitenciario. Trabajan con hombres y mujeres que ejercen el teatro en espacios de privación de la libertad con el único propósito de construir sentido de comunidad. Las peculiaridades y texturas del teatro penitenciario merecen ser conocidas a fondo y miradas con plena atención artística, como un fenómeno de investigación, no como meras vías de expiación. Tal vez ahora, más que nunca, debemos encontrar, en los excluidos, referencias sobre nosotros y nuestra convivencia; asimismo, entender la diversidad de lo humano desde perspectivas más amplias y generosas. El teatro, sin duda, puede ayudarnos a intentarlo.
Si bien ahora la prisión está ligada a proyectos de transformación del individuo, esto no siempre fue así. Una breve revisión histórica del sistema penitenciario deja claro que, hasta los años 1970, el propósito de los penales en México se concentró en la punición y el aislamiento social. El suplicio forma, además, parte de un ritual. Es un elemento en la liturgia punitiva. Tiene por función «purgar» el delito. No reconcilia. Traza en torno, o mejor dicho sobre el cuerpo mismo del condenado, unos signos que no deben borrarse. La memoria de los hombres, en todo caso, conservará el recuerdo de la exposición, de la picota, de la tortura y del sufrimiento debidamente comprobados.
Y por parte de la justicia que lo impone, el suplicio debe ser resonante, y debe ser comprobado por todos, en cierto modo como su triunfo. El mismo exceso de las violencias infligidas es uno de los elementos de su gloria: el hecho de que el culpable gima y grite bajo los golpes, no es un accidente vergonzoso, es el ceremonial mismo de la justicia manifestándose en su fuerza (Foucault, 2005, p. 40).
Los proyectos de reinserción nunca han sido plenamente asumidos por el sistema. De hecho, en México, desde el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012), la subrogación de los penales convirtió a los presos en una mercancía redituable y a las cárceles en grandes depósitos humanos muy rentables para empresas de seguridad vinculadas a políticos corruptos, o por lo menos de reputación dudosa. La reintegración social no es parte de ese negocio.
Lejos de transformar a los criminales en personas honradas y generosas, han fabricado más delincuentes. Es una situación compleja a la que por fortuna ya se trata de dar respuesta. No sólo está en juego la naturaleza del Estado en tanto poseedor del monopolio del castigo legal y, por supuesto, de su obligación como responsable y garante del bienestar social y los derechos humanos, sino que a esta contradicción se suman intereses económicos y grupos delictivos con influencia política. El Estado mexicano enfrenta esa dicotomía, pero la fuerte presencia del crimen organizado agudiza el conflicto de origen.
El crimen opera también en y desde la prisión, donde se replica y se potencia la desigualdad social, la impunidad y la corrupción que han permeado al país. Por supuesto, no todos los presos se benefician de esta dinámica; por el contrario, sus derechos en la prisión se ven limitados por el Estado, por sistemas jerárquicos y de poder generados dentro de los mismos penales. A pesar de este oscuro panorama, la readaptación social es posible.
Existen innumerables casos, múltiples historias personales de hombres y mujeres que han demostrado una auténtica capacidad de reconstrucción a partir de experimentar la privación de su libertad a través del ejercicio escritural. No son únicamente muestras de esfuerzos personales aislados sino, en buena medida, el resultado de acciones colectivas, de prácticas solidarias entre iguales que son capaces de encontrar respuestas para su necesidad común: rehabilitarse.
Rehabilitación puede significar muchas cosas, pero en el sentido concreto que adquiere en los espacios de privación de la libertad es sinónimo de liberación, como lo propone Paulo Freire (1970) en Pedagogía del oprimido:
El gran problema radica en cómo podrán los oprimidos, como seres duales, inauténticos, que “alojan” al opresor en sí, participar de la elaboración de la pedagogía para su liberación. Sólo en la medida en que se descubran “alojando” al opresor podrán contribuir a la construcción de su pedagogía liberadora. Mientras vivan la dualidad en la cual ser es parecer y parecer es parecerse con el opresor, es imposible hacerlo. La pedagogía del oprimido, que no puede ser elaborada por los opresores, es un instrumento para este descubrimiento crítico: el de los oprimidos por sí mismos y el de los opresores por los oprimidos, como manifestación de la deshumanización (p. 34).
La liberación supone un intento, desde un saber sensible al sufrimiento, de tomarse muy en serio la voz silenciada de los excluidos y de incorporarlos como protagonistas de su propia educación y de la cultura, en un esfuerzo por humanizarse. En esas coordenadas, en las que convergen liberación, saberes, apropiación de la palabra y humanización, se encuentra, justo, el Teatro. El Teatro es memoria y reconocimiento, pero, sobre todo, es un trabajo colectivo que demanda los saberes y experiencias de cada uno para compartirlas con todos, un esfuerzo grupal de apropiación verbal, un universo imaginario que desde el texto propone un mundo liberado por la ficción, un espacio humanizado.
El teatro penitenciario en sus obras
A continuación ofrezco una breve muestra de esas nuevas teatralidades a partir de la reseña de tres textos dramáticos recientes que forman parte de las obras ganadoras del Concurso Nacional de Teatro Penitenciario: Diálogos con un perro callejero de Antonio de Jesús Maldonado, Casa Calabaza de María Elena Moreno Márquez y Vino con sabor a sangre deDiego de Jesús Torres Rosas. Los dos primeros fueron publicados en el número 67 de la revista Paso de Gato.
Diálogo con un perro callejero, de Antonio de Jesús Maldonado
Argos, el fiel perro de Ulises, es el protagonista de uno de los momentos más conmovedores de la Odisea. Es el único capaz de reconocer al rey de Ítaca que se presenta disfrazado de mendigo en la isla luego de 20 años de ausencia. Ha compartido el destino de su amo y ya no tiene lugar en el palacio, por lo que Argos es un paria viejo y enfermo.
La lealtad es una virtud ampliamente asociada al mundo canino. Usamos expresiones como “el perro es el mejor amigo del hombre”, “ser fiel como un perro” o “tener una lealtad perruna”. Es un símbolo acuñado y aún vigente. Los perros acompañan nuestras vidas, comparten nuestra buena o mala fortuna y son, también, nuestros testigos. De estas fuentes, a sabiendas o no, es heredero el texto de Antonio de Jesús Maldonado, Diálogo con un perro callejero (2016), que fue premiado en el Séptimo Concurso Nacional de Teatro Penitenciario. El texto, en resumen, es el relato de la vida del Canelo, un mastín napolitano que habita las calles de la Ciudad de México, y que para el presente del texto es el mandamás en un modesto territorio que incluye una carnicería. El carnicero, Juan, ha adoptado al Canelo en su negocio y lo provee de un hueso cada mañana. Un cliente, Luis, pregunta al carnicero sobre el perro, extrañado por la buena estampa del animal y lo poco que se corresponde con su entorno. El carnicero no sabe gran cosa: apenas que el perro apareció hace unos meses y que es un auténtico guardián y un eficaz asesino de otros perros. Da como evidencia al propio Canelo que ha perdido parte de una oreja, una marca visible de su ánimo peleonero.
EL CARNICERO: Es de buena raza. A pesar de que le falta una oreja no pierde su estilo. Tiene la mirada muy fija, sus ojos reflejan mucho odio (Maldonado, 2016, p. 96).
A partir de ese momento, el texto nos propone un pacto: Luis y el Canelo establecerán un diálogo para que, una vez puestos al día sobre el Canelo y su pasado, Luis pueda darle una nueva casa. El espectador debe aceptar también esta propuesta para continuar con un monólogo del Canelo en el que narra su vida como el perro de un hombre acaudalado (más adelante, el relato nos hará saber que era un gobernador que termina siendo perseguido y atrapado por corrupción y tráfico de drogas), su caída en desgracia y su lucha por sobrevivir en las hostiles calles de la ciudad hasta llegar a la carnicería para hacerla su refugio.
CANELO: [...] Pero la vida se ponía más cabrona y cuando encontraba perros callejeros corría muy asustado. Había días en que no comía nada de nada. Un buen día entré a un mercado y en un bote encontré un enorme hueso; [...] Ya casi a la salida me topé con dos perros callejeros [...] y en esa ocasión me defendí. [...] Tomé a uno y lo empecé a azotar contra la pared del mercado hasta que ya no se movió; el otro quiso correr y lo tomé del cuello y lo apreté con mucho coraje (Maldonado, p. 97).
En el medio, la obra alcanza un retrato muy próximo de los tiempos violentos, llenos de excesos y corrupción que marcan el México del siglo XX y el inicio del XXI. El Canelo, leal a su condición de perro fiel, añora a su antiguo dueño; no se permite una crítica, es la mano que le ha dado de comer, una mano que no se muerde. Y los perros, todo el mundo lo sabe, no hablan. Hay una cierta ética básica, pero absolutamente retorcida: el apego de los criminales a un código primario de lealtad a toda prueba.
CANELO: [...] Estaba escuchando la conversación del señor del estanquillo de periódico y me entró mucha alegría, pero mucha tristeza por mi amo. Se decía que estaba en una prisión de máxima seguridad [...] luego me levanté del estanquillo y caminé rumbo a los mercados. Y ahí empecé a matar a los perros que se metían conmigo (Maldonado, p. 98).
Es una nueva versión de Argos, sí, sólo que el tiempo transformó a los héroes en narcos, y el Canelo ya no espera lealmente en un monte de estiércol en Ítaca y ahora está odiando en algún mercado citadino. Se ha adueñado de una carnicería y está dispuesto a esperar a su nuevo Odiseo ya sin virtud y sin nobleza. “Este soy yo, ¿y qué?, ¿cómo la ves?”, parece decir. Una afrenta en un mundo en el que sólo valen las garras, las tarascadas y la violencia para sobrevivir. Gana el más fuerte porque es más fuerte y no hay más. Como confesión descarnada y sin mayores reticencias morales (acaso algún arrepentimiento por un par de inocentes perros asesinados), el texto tiene una fuerza oscura y es quizás en su cinismo donde se encuentra su mayor acierto: su afirmación implícita que nos enfrenta: “Este soy yo ¿Y tú, qué?”.
CANELO: [...] Es por eso que al perro que veo que se acerca le pego una golpiza que lo dejo medio pendejo, y ya si vienen tres o cuatro tengo que matar de menos a uno para que me respeten. Y así es mi vida. ¿Cómo la ves de ahí? (Maldonado, p. 98).
Somos víctimas de víctimas. El sistema reproduce, en su mecanismo de acción, la necesidad del siguiente abuso, de una deformación moral, de una oreja mutilada, la próxima dentellada, de un nuevo odio, de otra muerte. El Canelo es victimario pero también es víctima y lo sabe. La moral del artista la crea el propio artista, diría Oscar Wilde. Una obra honesta sigue su curso, es fiel a sí misma y no puede responder a criterios impuestos por la corrección política o la crítica en Twitter. Diálogo con un perro callejero es tan válida como Justine de Sade porque es descripción y reflejo crítico de su tiempo y es tan actual como lo fue en su momento el Coloquio de los perros de Cervantes.
Casa Calabaza, de María Elena Moreno
La familia es un nido de perversiones
(Simone de Beauvoir).
María Elena Moreno escribe para dejar testimonio de lo que significa el encierro en una cárcel mexicana. Aún más asombroso resulta que sus obras, en especial Casa Calabaza, sean un manifiesto íntimo para sobreponerse a la hoguera que la envuelve. No es casualidad que Edgar Allan Poe sea uno de sus escritores predilectos. Antes de ser una pieza teatral, fue un cuento de cinco cuartillas que ganó el Concurso Nacional de Cuento Penitenciario. Meses después y dado que el texto era una revelación poética, le sugerí que elaborara un texto dramático a partir del cuento. Dos años más tarde, en 2014, la obra ganó el Concurso Nacional de Teatro Penitenciario. Sin duda, el texto había logrado una narrativa poderosa que nos evoca con angustia La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe.
Casa Calabaza está plena de diversas y riquísimas similitudes literarias con la casa de Roderick Usher. La pieza teatral es el espacio imaginario y poético en el que la autora recrea pasajes de su vida con un realismo lúgubre y crudo, pero más importante es, sin duda, la capacidad de generar atmósferas mentales. En La caída de la casa Usher, Allan Poe nos hace sentir y respirar dolor, un aire de profunda melancolía. De igual modo, María Elena Moreno describe cómo su casa fue contaminada por algún tipo de bacteria que se extendió por todas partes, produciendo en las paredes una decoloración parecida al color de la calabaza, como alegoría de la decadencia familiar.
La casa es un personaje en sí mismo. El espacio escénico está diseñado para introducir al espectador en un comedor que parece tener vida propia. En la obra de Allan Poe, una grieta atraviesa la estructura; en el texto de María Elena Moreno, las paredes se llenan de humedad, describiendo constantemente una fisura estructural como símbolo de la caída de la familia. La fractura de la Casa Usher evoca a la muerte y a la enfermedad; en Casa Calabaza, en los personajes se revelan ciertas conductas de trastorno de la personalidad.
La dimensión psicológica de los personajes de la obra teatral bien podría servir de estudio a cualquier estudiante de psicología sobre aspectos de la psique humana. Así, la madre es un personaje elaborado con un perfil psicológico de profunda agudeza y uno de los ejes literarios más profundos en la dramaturgia de esta autora. En ambos relatos, además, se perfila un posible incesto. Allan Poe nos incita a imaginar el posible amorío de los hermanos Roderick y Madeline; en la obra de María Elena Moreno, lo apreciamos veladamente entre el padre y su hija.
Resulta fascinante el resultado de la puesta en escena, donde convergen factores poco vistos en el teatro: un impulso colectivo por generar un fenómeno de hermanamiento con la autora y un ímpetu de verdadera vocación humana por indagar en otros territorios, para la escena que evoca un pasaje bíblico que dice: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a sí mismo” (Reina-Valera 1960, Filipenses, pp. 2-3).
No lo sé de cierto, pero intuyo que el éxito de Casa Calabaza (Moreno, 2016) se debe a su naturaleza filosófica, que es hablar de lo que duele desde territorios verdaderamente genuinos:
HILDA: Yo lo cubrí. Me cansé de vernos como idiotas mientras comemos.
MAYE: Creo que todos estábamos ahí reflejados, tan cerca. Sorprendidos en torcidas posturas, con gestos que sentíamos ajenos a nosotros. Las caras en el espejo eran más tristes que las nuestras y eso nos desconcertaba (Moreno, 2016, p. 113).
Los espejos en Casa Calabaza son un tropo terrible que señala, por un lado, la corrección pulcra del padre y, por el otro, la culpa eterna de la madre que ve en la hija un reflejo del pecado propio. El personaje de la hija, nombrada Maye, es la imagen misma de lo que destruyó la vida de la madre, la imagen del arrepentimiento y el dolor de una mala decisión que la formó para siempre, definió su amargura y la llevó a criar con violencia a su hija.
El teatro, decía Bernard-Marie Koltés, es un lugar de fuga, un lugar del que todos quieren escapar. Un escenario es la tensión permanente entre lo que entra y lo que sale. Está siempre condenado a quedarse vacío, habitado solo por momentos.
Con una sentencia de más de 28 años por homicidio en relación de parentesco, María Elena Moreno ha logrado escribir desde prisión más de diez obras de teatro, entre las que destacan Bar Coco (2009), Estoy (2010), Vigilia con velas (2012) y Casa Calabaza (2016). En 2023 salió de la cárcel y un año después se le otorgó el apoyo como miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte (2024-2026). En una entrevista que le realicé en 2015, señaló:
Aquí convives con mujeres que lo han perdido todo, mujeres que han sido víctimas del ultraje, mujeres que han asesinado o servido de mulas en el traslado de droga y estás tan cerca de ellas que llegas a entender la miseria humana. Estar en prisión es un espejo que inevitablemente te conmociona (María Elena Moreno en entrevista personal, aún no publicada, con Denise Anzures en Santa Martha Acatitla, 6 de agosto de 2015).
La obra de María Elena Moreno me llevó a releer las obras de la dramaturga inglesa Sarah Kane, en especial Crave y Psicosis 4:48 (2005), porque constaté que, a través de su lenguaje escénico, logra subvertir esquemas y transformar el escenario en un gran paisaje psíquico, mostrándonos las perversiones del subconsciente. ¿Cuál es, entonces, la relación entre Moreno y Kane? Los críticos de los años 1990 clasificaron el teatro de Kane dentro de la corriente in-yer-face theater, traducido al español es “teatro en la jeta”. Un teatro que, sin duda, Moreno nos pone de frente y “en la jeta” con una voz feroz, sí, pero también de una aguda inteligencia.
La vida me la acabo a sorbos o Vino con sabor a sangre, de Diego de Jesús Torres Rosas
El thriller no ha sido un género canónico de la literatura mexicana. Tal vez porque vivir en un país donde la policía colabora estrechamente con la delincuencia ha logrado que los lectores mexicanos jamás hayan creído que los homicidios puedan resolverse por medio de una investigación. En cuanto a los creadores, por mucho tiempo se dio por asumido que la novela policíaca era una especie de crucigrama sin valor literario. Pero existen unas pocas y excelentes obras mexicanas que se inscriben plenamente en la estética del género: Ensayo de un crimen de Rodolfo Usigli (1944), Los albañiles de Vicente Leñero (1964), El complot mongol de Rafael Bernal (1968) y Dos crímenes de Jorge Ibargüengoitia (1979). También, por supuesto, la saga policiaca del detective Belascoarán de Paco Ignacio Taibo II.
En el cine mexicano de las décadas 1940 y 1950 también se pueden encontrar, de manera aislada, ejemplos de películas oscuras en su guion y de tono expresionista en su fotografía, aunque siempre fueron minoritarias en el conjunto de la producción nacional. Por eso resulta sorprendente y estimulante encontrar una obra reciente que responda a esta tradición tan poco frecuentada por los creadores nacionales y que tiene como origen el Concurso Nacional de Teatro Penitenciario.
Vino con sabor a sangre (2011), de Diego de Jesús Torres Rosas, comparte la estética sombría y sofisticada del último período del film noir norteamericano en la que la pesquisa policíaca es mucho menos relevante que la lógica del asesino, sus procedimientos y su historia. Son narraciones que tienen como telón de fondo la corrupción de la moral y los crímenes de la ciudad, la pérdida del honor público, de las convenciones heroicas, de la integridad personal y de la estabilidad psíquica. Nocturna y siniestra, esta obra cuenta con su inevitable femme fatale, así como con su indispensable asesino serial, tan elegante como desequilibrado: Pierre Basset, un productor y catador de vinos.
El hilo conductor es la obsesión psicópata de Basset: elaborar vino mezclado con sangre humana para preservar el sabor del ánima de sus víctimas y así poder beberlo como un placer que se dice secreto, ancestral y exquisito. Como sucede en El silencio de los inocentes (1991) y El perfume (2006), la muerte de las víctimas no es un fin, sino apenas un paso para la obtención de un bien mayor, un arte que permite, entre sorbos, acceder a un sabor sublime: el ánima, la esencia, un inapreciable sustrato de vitalidad.
En su búsqueda de placeres por degustar, Basset conoce a Dora de Valle. Ella se convertirá en su aprendiz y agregará una buena dosis de sus resentimientos a su formación como asesina bon vivant. Sin mucho esfuerzo se puede imaginar a Dora de Valle en blanco y negro entre las sombras que acentúan su gesto y su mirada enfundada en vestidos satinados que insinúan su definitiva belleza criminal. Un clásico del eterno femenino y el film noir.
No hay posibilidad de un final feliz (entre las sombras eso no existe), pero Vino con sabor a sangre ofrece una historia que fluye sin dificultad, una atmósfera estética consistente, un sabroso suspenso (a pesar de algunas ingenuidades) y escenas que alcanzan momentos de auténtico valor dramático. En suma, en la obra de Torres Rosas se pueden reconocer la voluntad creativa, la intuición artística, el ánimo audaz y agradecer su apuesta en un género fundamental de la cultura moderna.
Esta rápida mirada a ejemplos de obras recientes escritas en reclusión en el país es también muestra de profundos procesos de transformación. Como afirma Johana Bahamón (2016, p. 32): “El arte transforma; es la resocialización a través de la cultura. [...] el reconocimiento de la sociedad civil a una población vulnerable que aboga por el respeto de su dignidad y sus derechos humanos”.
A manera de conclusión
¿Qué puede aportar el teatro penitenciario a la tradición teatral en México? La respuesta invita a pensar en este teatro como un afluente que enriquece la tradición y que puede –y ya lo hace– imprimir su carácter de práctica liberadora y vivencial: un ejercicio de kátharsis, un regreso al origen del teatro. Kátharsis también posee un sentido psíquico, relativo al alma. Así lo acuñó Aristóteles en su Poética para definir la cualidad indispensable de la tragedia y que luego retomaron Josef Breuer y Sigmund Freud para designar la operación psiquiátrica que consiste en traer a la conciencia una idea o un recuerdo cuya represión es el origen de toda neurosis y liberar al sujeto: purgar las pasiones del alma para curarla de sus dolencias.
El teatro penitenciario es, fundamentalmente, un ejercicio de kátharsis. Es una práctica que, de primera mano, posee el conocimiento de lo trágico de la vida, lo espantoso de la existencia y es capaz de transmitir este conocimiento al espectador y llevarlo a la pérdida del principio de individuación: hacerlo otro, mirarse en los otros, para mostrarle su compartida, humana y trágica existencia. Espanto y compasión.
Nietzsche (2010), en El crepúsculo de los ídolos, le otorga un sentido aún más amplio a la kátharsis aristotélica, ya no sólo como aceptación de la condición humana sino como afirmación de la vida y todas sus aristas:
El decir sí a la vida incluso en sus problemas más extraños y duros: la voluntad de vida, regocijándose de su propia inagotabilidad al sacrificar a sus tipos más altos, a eso fue a lo que yo llamé dionisíaco, eso fue lo que yo adiviné como puente que lleva a la psicología del poeta trágico. No para desembarazarse del espanto y la compasión, no para purificarse de un afecto peligroso mediante una vehemente descarga de ese efecto –así lo entendió Aristóteles–: sino para, más allá del espanto y la compasión, ser nosotros mismos el eterno placer del devenir, ese placer que incluye en sí también el placer del destruir (pp. 144-145).
El placer del destruir, que es también el de liberarse, purgarse si se quiere, de los valores impuestos que hacen, en términos de Freire, al oprimido ser lo que es, negándole su verdadero ser: un ser libre. La dramaturgia penitenciaria muestra al espectador verdaderos precipicios al sueño y la pesadilla: el gusto por el crimen, por las obsesiones eróticas, por el salvajismo, por las quimeras y el sentido utópico por la vida y, dirá Artaud, hasta su canibalismo, que desembocan en un plano menos artificioso que interior.
Escribir desde prisión es un desafío para quienes buscan relatar sus experiencias y sus ficciones. A pesar de las muchas formas de restricción que viven día a día, han sabido enfrentar en sus textos tabúes ancestrales, algunas oscuras verdades personales y sociales que ponen de manifiesto el perpetuo conflicto del devenir humano –eros y thanatos, en términos de Freud, lo Apolíneo y lo Dionisíaco, para Nietzsche–, su ciega pulsión, inevitable, obstinada, poderosa y vital.
Puestos aquí, basta con mirar la cantidad de textos que recibe anualmente la Coordinación Nacional de Teatro del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) para reconocer la necesidad de crear programas interdisciplinarios dotados con docencia, investigación y trabajo de profesionales y activistas con experiencia y militancia intramuros, para estructurar una pedagogía de la escritura y la producción teatral en cautiverio. Hasta ahora, sus manifestaciones han venido de la mano de programas dispersos vinculados a organizaciones de la sociedad civil y a colectivos artísticos independientes, que han posibilitado la construcción de redes, ampliando su campo de acción a nuevos territorios, pero hace falta reflexión sobre las metodologías pedagógicas que asistan a los colectivos de artistas en el trabajo en reclusión.
En suma, el teatro penitenciario constituye una alternativa que ha enriquecido la escena mexicana de los últimos años desplazando nuestra lectura hacia nuevas estéticas, hacia otros modos de relacionarnos con nuestro quehacer artístico desde el umbral del pensamiento crítico. Las particularidades del teatro penitenciario merecen conocerse a fondo y una atención decidida en la construcción de un marco teórico y metodológico (aún inexistente en nuestro país), que fortalezca y dé cuenta de las especificidades de esta dramaturgia emergente.
Referencias
Arriaga, Guillermo. (2022). Salvar el fuego. Alfaguara.
Bahamón, Johana. (2016). Fundación Teatro Interno. Revista Paso de Gato, (67), 32-33.
Calderón de la Barca, Pedro. (1905). La vida es sueño. J. H. E. Heitz (Heitz & Mündel). (Obra original publicada en 1635).
Cervantes, Miguel De. (2004). Don Quijote de la Mancha. Real Academia Española y Alfaguara. (Obra original publicada en 1605-1615).
Chías, Édgar. (2017). Libertad entre muros. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Instituto Nacional de Bellas Artes.
Deleuze, Gilles. (1996). Crítica y clínica. Anagrama.
Foucault, Michel. (2002). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Siglo XXI Editores.
Freire, Paulo. (1970). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores.
Maldonado, Antonio de Jesús. (2016). Diálogo con un perro callejero. Revista Paso de Gato, (67), 95-98.
Moreno, María Elena. (2016).Casa Calabaza. Paso de Gato, (67), 99-116.
Nietzsche, Friedrich. (2010). Crepúsculo de los ídolos. Alianza Editorial.
Paz, Octavio. (2008). Piedra de sol. Universidad Nacional Autónoma de México. (Obra original publicada en 1957).
Pizarnik, Alejandra. (2013). Diarios. Lumen.
Reina-Valera. (1960). Sociedades Bíblicas Unidas. Bible Gateaway. https://www.biblegateway.com/passage/?search=Filipenses%202%3A3&version=RVR1960
Villegas, Camila. (2021). Palabras cautivas: Antología de textos del taller de escritura dramática. Colectivo Escénico El Arce.