Investigación Teatral. Revista de artes escénicas y perfomatvidad

DOI: 10.25009it.v15i25.2762

Sección Artículos

Vol. 15, núm. 25, abril-septiembre 2024

Centro de Estudios, Creación y Documentación de las Artes, Universidad Veracruzana, México

ISSN: impreso 1665-8728 ׀׀ electrónico 2594-0953

Muerte y vida en la dramaturgia de Emilio Carballido

Death and Life in the Dramaturgy of Emilio Carballido

Lisset Cárdenas Talamantes*

* Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, México. 0000-0003-3056-175X, e-mail: lisset.cardenas@uacj.mx

Resumen:

El presente artículo examina los conceptos de la muerte y la vida que de forma complementaria que emergen de algunas obras de Emilio Carballido. Se discuten en particular los textos La hebra de oro, El amor muerto, El glaciar y Difuntos de fin de siglo, con el objetivo de evidenciar las alusiones que evocan costumbres de la época precolombina en torno a la relación entre la muerte y la vida, tomando en cuenta las ceremonias y festividades vinculadas con los rituales mortuorios.

Palabras clave: teatro mexicano; cosmovisión; texto dramático; ritual prehispánico; México.

Abstract:

This article addresses how the complementary concepts of death and life emerge in some of Emilio Carballido’s plays. We specifically discuss the dramatic texts El amor muerto (Dead Love), El glaciar (The Glacier), and Difuntos de fin de siglo (The End of Century Dead) to reveal the allusions that evoke pre-Columbian customs around the relationship between death and life, considering the ceremonies and festivities related to mortuary rituals.

Keywords: Mexican drama; worldview; dramatic text; pre-hispanic ritual; Mexico

Recibido: 23 de agosto 2023   ׀׀    Aceptado: 29 de noviembre de 2023

La muerte prehispánica

De acuerdo con el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma, “la base para entender el México prehispánico [es] el concepto de dualidad vida-muerte” (La muerte al filo 14). Esto es importante no sólo para la comprensión de las culturas antiguas, sino también para crear un examen en cuanto a nuestra percepción actual de la muerte. Al conocer la estructura y prácticas del pasado, se crea un panorama de crecimiento para el individuo contemporáneo desde la perspectiva cultural, social e individual, pues el entorno y la cotidianidad cobran un sentido mayor. Basta entender que la dualidad constituyente no es una contraposición de elementos, sino que, en este caso, la vida y la muerte se complementan, el sujeto cambia su forma de ver el mundo y se convierte en un individuo íntegro. Por ello, es primordial destacar el papel de este binomio existencial que ha creado una marca en México por generaciones y que, como se verá , también ha evolucionado. Cabe afirmar entonces que “ la muerte – siendo un hecho social total – es un fenómeno que abraza realidades tanto religiosas y simbólicas como políticas y económicas ” (Duchesne y Chacama 609). De ahí su importancia y el tipo de variaciones que ha sufrido la concepción de la muerte como hecho tanto existencial como material, los cuales siempre van unidos.

El carácter polisémico de la muerte y su acción simbólica –a través de los rituales– traslada su acción natural a una acción social, que permea el concepto cultural de salud y enfermedad y se fundamenta en la cosmogonía y cosmovisión particular de cada grupo humano. Estos rituales marcan la conexión simbólica entre la muerte y la vida (Moreno 15).

Se trata, pues, de una concepción significativa que tiene consecuencias espirituales para el ser humano y se materializa en la acción ritual, cuyos resultados se relacionan directamente con los procesos biológicos que afectan en la vida social, es decir, según Matos Moctezuma, con “los conceptos de nacimiento y muerte, que en la humanidad prehispánica se dieron como unidad indisoluble y a su vez como causa-efecto uno del otro” (La muerte al filo 15). De manera que dicha relación se encuentra en todos los estratos de la existencia humana.

En este vínculo complementario de conceptos, el hecho de la resurrección es importante para mantener el ritmo y la armonía: “Los mexicas concebían la idea de la resurrección, gracias a ella se lograba dar continuidad al orden cósmico, el tipo de resurrección dependía de acuerdo con la manera de morir en cada persona, los cargos y atribuciones que se tenían en vida se transmigraban a la siguiente fase” (Haase Martínez 29). En la ideología prehispánica, la muerte es primordial por sobre la vida, puesto que era de mayor importancia la manera de morir, independientemente del modo de vida que se desarrollara; por otro lado, en la visión cristiana, la muerte constituye una pausa de la vida, y el ser es juzgado a partir de su estancia en la tierra. Los indígenas la concebían como un hecho cíclico que debía cumplirse de manera equitativa, en el que el destino de los vivos era el mismo que el de los muertos: “Es algo común que la sociedad de los muertos sea percibida como un reflejo de la de los vivos y se estima a menudo que la jerarquía social se refleja en la muerte y en el más allá” (Duchesne y Chacama 609). En otras palabras, las funciones que el individuo desempeñaba en la sociedad no cambiaban al momento de fallecer, pues los seres arrojados al mundo adquirían un destino que dependía del día de su nacimiento, y con ello su manera de morir, lo cual también conllevaba al tipo de rituales y celebraciones que se le brindara.

La muerte para las culturas prehispánicas era la base de la vida humana; se practicaba “el sacrificio humano para perdurar la vida” (Matos, La muerte al filo 51). Se puede encontrar otro ejemplo de esta visión en la cultura maya dentro del Rabinal Achí, representación con un mensaje sobre el sacrificio como una cuestión de privilegio, pues gracias al ritual mortuorio el ser humano se conecta con la divinidad al servirle de ofrenda; por ello se presenta como un hecho metódico y primordial en la vida indígena.

Matos Moctezuma acude a Erich Fromm para asegurar que “matar en este sentido no es esencialmente amor a la muerte. Es afirmación y trascendencia de la vida en el nivel de la regresión más profunda” (Fromm citado en Matos, La muerte al filo 59). En los sacrificios se encuentra una “posibilidad de continuar a otra vida después de la muerte; se comprendía una dualidad entre el cuerpo y el alma en donde el cuerpo se perdía al morir y el alma era la que en esencia debía trascender” (Haase Martínez 19). Sin embargo, se sabe que el cuerpo como materia no carecía de importancia, pues como se mencionó, era una parte primordial de los rituales funerarios gracias al cual la madre tierra era alimentada.

La muerte en Carballido

Las relaciones duales de la existencia son parte de la tradición epistemológica que caracteriza a los mexicanos; aunque olvidadas, siguen fijas en el subconsciente del ser y determinan las formas de pensamiento actuales, de manera que nunca se rompe el vínculo entre el pasado y el presente. Así lo demuestra Emilio Carballido en algunos de sus textos dramáticos y una de las interpretaciones acerca de la metáfora principal de La hebra de oro, de acuerdo con Socorro Merlín: “Los poetas tanto prehispánicos como contemporáneos han sabido que la vida y la muerte está en nosotros y saben tirar de la hebra de oro para no perderse en lo inconmensurable del cosmos” (“Presencia de los rituales” 69).

Por su parte, Hugo Salcedo identifica cinco temáticas o trayectorias recurrentes en las obras breves del dramaturgo veracruzano, entre las que se encuentran la muerte, expresada “de manera festiva o como un asunto circunstancial o hasta trágico”, y el nacimiento a manera de “renacimiento corporal o anímico de los personajes” (222). Es así como el aspecto sobre la influencia prehispánica en el dramaturgo, a pesar de las breves menciones y la falta de dedicación hacia el tema, no ha pasado desapercibido: María Sten describe a Carballido como “un dramaturgo influido por las imágenes y los conceptos de la muerte –propios de la cultura prehispánica en la que la compleja visión del mundo, con sus no menos complejos dioses, ha mantenido su vigencia[–]” (119). Carballido es entonces un autor que contribuye a la vitalidad de las raíces mexicanas, pues actualiza de manera constante el pasado mediante sus obras desarrolladas en espacios actuales; pero ello es posible sólo si se lleva a cabo el pacto ficcional entre la acción y la recepción.

En su estudio “Presencia de los rituales antiguos en el teatro mexicano contemporáneo: los conjuros en La hebra de oro de Emilio Carballido”, Socorro Merlín está de acuerdo con Skinner, Dauster, Tovar y la crítica al calificar a La hebra de oro como una obra apocalíptica, caleidoscópica, empapada de fantasía y sueño; la describen como danza de la muerte con características realistas.

George O. Schanzer coloca tanto el auto sacramental como La hebra de oro dentro de “una serie de obras de autores conocidos –como Elena Garro, Álvaro Menén Desleal, José Jesús Martínez, Rafael Solana, etc.– [en las que] la acción se desarrolla entre muerte biológica de los protagonistas y la disposición definitiva en su destino, llámese o no ‘el juicio’” (5).

De acuerdo con Eugene Skinner “por medio de la muerte Carballido emplea elementos de las dos formas del ‘misterio’, por su valor emotivo y para reforzar su concepto del ser humano” (38). Aunque el autor se refiere a La zona intermedia: auto sacramental, esto también aplica para La hebra de oro, no por su relación con los dos tipos tradicionales de auto a los que se refiere el crítico, sino por el vínculo entre la presencia y el hecho de la muerte con los valores emotivos y metafísicos del ser humano que se perciben en dichas obras.

“En diversas partes de Mesoamérica los muertos, muy especialmente los infantes, estaban vinculados con los cultos de fertilidad agrícola, con los ciclos agrícolas, las estaciones, el clima y con todo el entorno” (Murillo 228), del mismo modo que la resurrección de Silvestre en el bebé de Sibila constituye una referencia en cuanto a esta relación entre niñas, niños y fertilidad. En este sentido, Eugene Skinner clasifica La hebra de oro como “un ‘misterio’ que se arraiga en el mito vegetativo –ligado a los ciclos regeneradores de la Naturaleza– de la continua muerte y resurrección de la vida” (38).

En dicha obra, Leonor pide, para el ritual que ella misma organiza, “[…] un brasero encendido. […] Y canela y azúcar, yerbabuena, copal, un poco de pelo de gata recién parida y dos telarañas en un papel rojo” (Carballido, La hebra de oro 39). Hay que recordar que en las fiestas y ritos funerarios de los antiguos:

Las ofrendas se acompañaban con aroma de las flores, inciensos, humo de tabaco, se obsequiaban las primicias de las cosechas y la sangre que reavivaba el fuego para que no cesara el curso del sol, la sucesión de la vida y de la muerte, creyendo tener de cierto modo el control del buen funcionamiento del mundo (Haase Martínez 29).

Entre los elementos para el conjuro se encuentran la presencia del fuego, yerbas y sustancias aromáticas, que funcionan como tributo, y el pelo de gato que, de alguna forma, por tratarse de la parte de un ser vivo, sustituiría la sangre. Simbólicamente, los elementos para el ritual son los mismos y la intención, equivalente. Gracias a estos componentes se crea un camino para el restablecimiento de la vida. En este caso, si no tiene el control del mundo en general, Leonor sí toma el control de la vida del nuevo Silvestre, quien, como se aludió más arriba, es símbolo de los rituales de renovación de la vida.

Una gran cantidad de los restos encontrados corresponden a muertes infantiles, “debido a enfermedades infecciosas, gastrointestinales y respiratorias, aunque algunos pudieron nacer con patologías que eran incompatibles con la vida” (Murillo 210), como las y los bebés de Sibila. Aquellos que morían a temprana a edad o antes de nacer se iban a un lugar especial para los bebés difuntos, según Matos Moctezuma, quien retoma las palabras de fray Bernardino de Sahagún en su Historia general de las cosas de la Nueva España; se trata del también llamado Chihihuacuauhco, distintivo por contener un árbol nodriza:

… y el que moría muy niñito y aún era una criatura que estaba en la cama se decía que no iba allá al mundo de los muertos, sólo iba allá al Xochatlapan. Dizque allí está erguido un árbol nodriza; maman de él los niñitos, bajo él están, haciendo ruido con sus bocas los niñitos, de sus bocas viene a estarse derramando la leche (citado en Matos, La muerte al filo 76).

De manera que las niñas y niños difuntos tenían la posibilidad de la reencarnación al conformar un grupo aparte de los y las adultas fallecidas, de ahí la fe de Leonor por reestablecer al pequeño Silvestre. Esto es importante, ya que, como se mencionó, tiene relación con los rituales agrarios que constituyen la actualización del mito del maíz sobre la creación del hombre. Además, no sólo concierne al surgimiento de vida y reencarnación de la muerte, sino también hacia una forma de resurrección del espíritu y toma de conciencia para el individuo, aspecto que es el ingrediente especial añadido por el dramaturgo veracruzano para la actualización de las prácticas antiguas a manera de representaciones teatrales.

Eugene Skinner menciona que la mayor parte de la obra, sobre todo en el acto segundo, aunado a la aparición del Hombre, “consta de un viaje fantástico a la realidad interior” (41). Es decir que con dichos componentes se percibe un llamado al subconsciente del público, lo cual incluye indicios sobre el mundo prehispánico mediante símbolos que el espectador debe descifrar: el ingrediente existencialista que se vislumbra en las obras de Carballido está fuertemente ligado al pasado precolombino. Las escenas sobre las regresiones que experimentan los personajes, dirigidas por el Hombre y su ayudante Mayala, indican un sentido de comprensión del presente a través del vínculo con el pasado mutuo, colectivo, cosmogónico. En este sentido, Skinner afirma que “con la existencia, las hebras del tiempo, lugar y materia el hombre crea su propia vida. La ‘hebra de oro’ es la ‘creación espiritual’ que nos liga con el prójimo y da sentido a nuestra vida” (42).

El amor muerto es la historia de Claudia, una joven que es buscada por su hermana Margarita después de su repentina huida. La mayor, acompañada por el prometido de la desaparecida, la encuentra en la vieja casa donde solían vivir. Tras persuadirla de volver con ellos para llevar a cabo la boda entre Claudia y el Joven, se percatan de que ella es un fantasma. Se representan situaciones como el incesto y la convivencia entre el universo de los vivos y de los muertos. Así, la trilogía dramática sugiere la presencia sobre los planos de la existencia: los binomios real/onírico y vida/muerte.1 La situación representada es un ejemplo de los distintos matices que constituyen la percepción de dicho fenómeno, pues “la muerte puede ser a la vez negación y reconocimiento con lo cual se forma un sentido de relación inquebrantable entre la vida y la existencia” (Moreno 15). La negativa es el resultado del miedo infundido hacia el fin de la vida que conocemos, ya que para quienes no aceptan los códigos de ética y las premisas que dicta el cristianismo la muerte es un castigo, una forma de terror, por eso muchos seres humanos se oponen a pensar en el término de las personas allegadas o de sí mismos, como sucede con Margarita, quien en ningún momento acepta la posibilidad de muerte de Claudia; se tranquiliza con la idea de que sólo está perdida. Ella es la prueba de cómo las personas, de manera paradójica, son capaces de admitir la locura y la enfermedad antes que la muerte, pues no la perciben como estadio de cambio ni plenitud.

En el caso de las culturas precolombinas, la muerte era concebida como un hecho transitorio y la negación se manifestaba en forma de tristeza –para la cual se dedicaban rituales especiales, separados de los mortuorios– debido a la fugacidad de la vida en la tierra y, más que el miedo, representaba una angustia hacia lo desconocido. El tema ha sido objeto para la mayoría de las creaciones artísticas y literarias de la época, como las flores y cantos –directamente relacionadas con las formas y pensamientos sociales– que destacan la futilidad de la vida comparada con la muerte. Existe un deseo de permanencia continua hacia los seres, por eso son constantes y actuales las prácticas que simulan su regreso; se busca su recuerdo y la comprensión de lo que les depara. Así se puede constatar en El amor muerto:

Claudia: (A él) Mira lo que me ha hecho. (Al joven) ¿Con qué derecho? ¿Por qué? Cada fragmento que pierdo de mi cuerpo es un poco de amor que se nos va. ¡Déjanos! Vienes a destruir nuestro infeliz amor que se nos pudre entre los dedos […]. Ustedes ya no importan. Esto es sueño que soñamos nosotros, pero se va volviendo cada vez más borroso. Nadie más tiene sitio en nuestro sueño (Carballido, La hebra de oro 125).

El amor se degrada junto a la vida como cualquier fenómeno natural, pero al igual que en el amor, es posible conservar la vida mediante el recuerdo y cuidado de los muertos. En todas las culturas, la construcción de la vida tras la muerte resulta un alivio contra el tormento sobre lo desconocido. El amor que muere es la vida que se va, con lo cual se crean nostalgias y melancolías; con la muerte, aumenta el aprecio por la naturaleza y el deseo de perdurar. Conservar el amor después de la muerte (y por la muerte) es demostrar amor hacia la vida, elementos que se condensan y trascienden sólo gracias a la literatura y a las artes para representar y resguardar todos estos elementos con los matices sensoriales que los constituyen.

Nadie puede evitar la naturaleza del estadio mortuorio; el único intento de propagación de la existencia es a través de la memoria y la creación; no se puede sufrir por algo tan común y vital como la muerte, sino aceptarla y alegrarse por la existencia, sea breve o no. Todo esto es parte del pensamiento heredado de los poetas prehispánicos que sigue permeando, si no de manera común en el pensamiento del mexicano, sí de forma simbólica y estética a través de las celebraciones para los muertos.

Desde la perspectiva cristiana, los fantasmas se conciben como almas en pena que al cometer un pecado son condenadas a vagar por la tierra –como en el caso de Claudia– por el incesto cometido con su padre y por la traición a su familia. En la cultura precolombina, esta idea tiene su raíz en el pensamiento de que los seres que no eran guiados ni sepultados de manera adecuada a sus virtudes, necesidades y formas de morir no podrían completar el camino hacia el lugar de los muertos, por ello se realizaban múltiples rituales, como se ha visto. La protagonista, al inicio de El amor muerto, comenta: “Antier me asomé a ver la fuente. Alguien había cortado flores. El agua está llena de flores. Me gustaría saber si están ahí todavía” (Carballido, La hebra de oro 114). Se sabe que en las prácticas cristianas primigenias para el tratamiento de los difuntos el espacio “se adornaba con guirnaldas y flores para simbolizar que el tránsito de la muerte se asemejaba a una primavera en la que se esperaba el fruto de los trabajos de la vida” (Lugo 78). Tanto antigua como actualmente, desde las prácticas prehispánicas hasta las cristianas, las velas y las flores son elementos importantes para el difunto, pues funcionan como ofrenda y como elementos de orientación para que logre recorrer el camino hacia el nuevo recinto, lo cual se conserva en el actual Día de Muertos. En Conmemorantes, obra en un acto parte de D.F. 52 obras en un acto, donde se evoca la tragedia del 68, Emilio Carballido presenta este tipo de elementos para recordar a quienes han fallecido: “[…] encienden sendas veladoras en el suelo, riegan flores amarillas. Única luz, las veladoras […] Todos riegan flores y hojas” (471) Aquí se ve cómo el propio difunto, el Joven de Gris, confirma que la luz y las flores, el calor y las ofrendas ayudan a guiar y honrar las almas de los asesinados, a quienes los familiares recuerdan. Dice: “Las luces. La conmemoración. Venimos muchos a calentarnos en las luces. Te has de acordar, siempre fue friolento” (471).

Por otro lado, la disposición y presencia de objetos en las obras también son símbolos que sugieren las formas mortuorias. El pañuelo funciona como vínculo entre los vivos (Margarita y el Joven) y los muertos (Claudia y Él). El espacio puede contener la significación entre los dos límites de la existencia a los que me he referido, como aquí en El amor muerto: “Sala de una gran casa. Las paredes, sucias, con falsas columnas neoclásicas están en blanco y azul y recuerdan las de una iglesia o las de una cripta[…]” (Carballido, La hebra de oro 113). Una casa que parece cripta revela desde la estructura imaginaria la relación entre vida y muerte por excelencia; la casa abandonada es una imagen colectiva, un símbolo común en la convivencia entre muertos y vivos, sobre todo si se trata de una casa vieja, aspecto de convergencia de tiempos, espacios y niveles. En cuanto a los colores que se indican, connotan y advierten, desde el inicio, la presencia de la muerte en la obra, pues cabe recordar que en los rituales antiguos el pigmento azul era uno de los más comunes, sobre todo para las personas sacrificadas y también como forma de tratamiento para quienes morían de alguna enfermedad vinculada con el agua:

Los individuos que morían tras padecer alguna patología relacionada con el agua eran preparados de una manera muy particular. Les introducían semillas de bledos en la boca, les aplicaban pigmento azul sobre el rostro, los ataviaban con papeles y en su mano les colocaban una vara, además los vestían con la indumentaria de Tláloc (Murillo 215).

Es notable la presencia de todo tipo de recursos que aluden a la temática del binomio existencial con objetos, acciones y espacios simbólicos, pero también mediante los personajes, como una forma de resaltar dichas connotaciones, sobre todo a través de parejas entre vivos y muertos.
Para añadir una obra más con las características referidas, se encuentra El glaciar, que recrea la situación de una pareja anciana que ha vuelto a la región donde años atrás falleciera el exesposo de Amelia durante un accidente al escalar una montaña. Los habitantes del lugar logran el rescate del cadáver, que se halla muy bien conservado por la congelación durante todos esos años. Mientras Humberto está junto a un reportero que sigue el acontecimiento muy de cerca, Amelia se encuentra con la fantasmal figura de su antiguo esposo, con quien logra consumar el matrimonio y vivir la vida conyugal en un corto lapso que ocurre entre el sueño y la realidad. La cópula entre la mujer viva y el joven muerto – al contrario de la obra anteriormente analizada – recuerda imágenes sobre la danza de la muerte. Cuando Rubén y Amelia se enlazan :

[…]De los rincones salen los danzantes […]. Las pieles de niño se levantan y empiezan a moverse. Son niños vivos ya, pero lentos y tristes. Como sonámbulos, torpemente, se unen a la danza. Las mujeres los enfloran y ellos juegan casi, sonríen, pero tropiezan siempre o quedan laxos, inmóviles, para luego seguir danzando. Después la música va apagándose (Carballido, La hebra de oro 141-142).

Se percibe la presencia de la vida, representada por Amelia, que es fecundada por la muerte, a la cual encarna Rubén. No obstante, desde otro punto de vista, Amelia, como señora mayor que se encuentra en la etapa de la vejez, juega un papel que simboliza la muerte embarazada, cuya imagen se refuerza en el final cuando hace alusión al término de la vida al tiempo que la gestación.

En otro punto de la escena aparece el siguiente diálogo en el que se refuerza la idea de conservación del cuerpo, por un lado, y el desarrollo del ser que muere a cada instante, por otro.

Rubén: Son pieles tuyas. Si ésta que aún tengo no se hubiera congelado, se habría consumido al fin y habría aparecido otra. Y otra debajo. Hasta una como ésa que tú usas, puesta directamente sobre los huesos.
Amelia: ¡Tantas!
Rubén: Todas las que no usaste. Ese día cambiaste muy bruscamente porque al caer me llevé varias pieles tuyas conmigo (Carballido, La hebra de oro 141).

Con la afirmación de Rubén se alude a las etapas del crecimiento humano, cuyos estadios destacan a través de las distintas capas de piel hasta llegar a la vejez y con ello acercarse al final. Tras la muerte del marido joven, al no ocurrir unión sexual, el orden de la existencia se perturba y continúa de forma anómala, incompleta, de manera que todas las pieles que no usó son aquellas vivencias que no experimentó, como la tierra mal fecunda que se torna árida antes de germinar. La mención de estas capas de piel como vivencias durante periodos distintos del crecimiento recuerda una de las manifestaciones escultóricas más portentosas de los mexicas: la escultura en barro de nombre “Tres rostros”. Esta máscara azteca muestra las tres etapas de la vida. El rostro central simboliza el nacimiento (Martínez s/p). El segundo rostro, el del medio, es el más importante, ya que personifica la etapa adulta, cuando la persona alcanza su capacidad máxima y sucede la mayor parte de las experiencias de la vida. La última, la cara externa, representa el final de la vida terrenal.

Sobre el suceso descrito, es peculiar y característico que, como en muchas otras obras, el espectador dude de si los acontecimientos ocurrieron en la realidad del drama o si fueron producto de un onirismo individual de las y los personajes; lo seguro es que, a partir de ese reencuentro, Amelia, a pesar de sus años, experimenta un renacimiento del espíritu, pues con la debida sepultura del cadáver da fin a una etapa y el fluir de su vida puede seguir de manera natural.

Acerca de lo que se ha estudiado sobre Difuntos de fin de siglo y su relación con la cosmovisión precolombina, Socorro Merlín menciona una constante, de carácter muy mexicano, en el acervo temático de Carballido: la vida y la muerte, presentes como objetivo central en obras como Vestíbulo y Difuntos de fin de siglo. Respecto a esta dualidad existencial, la investigadora recuerda: “Él solía decir que nosotros no sabemos bien a bien si estamos viviendo o estamos muriendo. La vida que lleva consigo la muerte –cara a los mexicanos– la trata Carballido en varias ocasiones, en donde la vida y la muerte se superponen o complementan […] y el tiempo tiene otra medida a la normal” (Merlín “Emilio Carballido, dramaturgo” 49). Dicha temática tiene relación directa con la mezcla –una vez más– de tiempos y niveles, recurso muy característico del autor; así, el dramaturgo permite vislumbrar dos momentos de México: Tenochtitlán y la contemporánea Ciudad de México. Por su parte, Hugo Salcedo refuerza esta perspectiva sobre la dramaturgia carballidiana cuando expresa lo siguiente acerca de los textos contenidos en D.F. 52 obras en un acto entre ellas la que aquí respecta:

como una obra monumental […] comparable sólo a las paredes prehispánicas de Cacaxtla por la gallardía y el colorido triunfo de sus guerreros revestidos con lanzas y cuchillos de obsidiana, donde el jaguar y las pinturas alusivas a la fertilidad de la tierra, el agua o la muerte son motivos cosmogónicos fundidos en una extraordinaria creación pictórica y de gran riqueza estética y heroica […] donde se conjugan capítulos importantes de la nación azteca mediante una técnica de composición insuperable (220).

La presencia de lo prehispánico en Carballido se muestra con una fuerza tal que se despliega y manifiesta a través de los distintos niveles artísticos, en un entramado de composiciones que integran la cosmovisión antigua esbozada en los dramas.

Difuntos de fin de siglo tiene lugar el día 2 de noviembre de 1999, con motivo de la celebración del Día de Muertos que actualmente se conoce: en ella “se mezclan los muertos con los vivos evocando un juego de luces y sombras que se asocia con la fiesta tradicional que se celebra ese día” (Rizk 52). Se sabe que una de las cualidades de esta fecha es la celebración por el regreso de los muertos al mundo de los vivos, por lo que esta obra como representación del Día de Muertos refleja una convergencia de tiempos –al presentar personajes de distintas épocas– y de espacios respecto a la vida y la muerte.

El cristianismo integró la celebración, llevada a cabo desde el pasado mexicano, con la propia, referente al día de los fieles difuntos, cuya fecha es la representada por Carballido en este drama. Así, “el 1 y 2 de noviembre de alguna manera sirvieron para recordar a los ancestros lejanos y cercanos, como para pedir perdón por los pecados, haciendo una reflexión sobre la fragilidad de la vida y la esperanza de resucitar” (Malvido 49). La esencia y la intención de la fiesta se redujeron con el cristianismo y se introdujo el pecado al tiempo que el perdón; no obstante, el germen sigue ahí: la armonía entre muertos y vivos, muy a pesar del miedo que surgió en torno a la posibilidad del castigo eterno después de la muerte para quienes no aceptaran la redención de Cristo.

Tanto en la celebración actual como en los ritos mortuorios prehispánicos de los cuales proviene, se realiza un pacto entre la comunidad para lograr la convivencia entre ambos planos.

La decisión de lo sagrado se apoya en el imaginario colectivo y con ello, se resuelve socialmente la dicotomía entre la vida y la muerte reviviéndose al muerto y proveyéndole comportamientos diferentes en cada etapa de su estado como cadáver, permitiendo finalmente que se incorpore el difunto al plano social mediante un reconocimiento cultural en términos de actitud social frente a la muerte (Moreno 17).

Es decir que existe una forma de revitalización de los muertos a través del ritual.

[…] en la tradición incaica cada momia mantenía sus deudos, esposas, servidores y posesiones […] En las fiestas principales cada uno de estos “bultos” (como los llamaban los españoles) vestido de gala y acompañado por un formidable cortejo “asistía y “participaba” junto con el resto de los nobles (vivos y muertos). Su presencia garantizaba la continuidad de sus privilegios y los de su familia (Millones 342).

Si los vivos conviven con los muertos de manera simbólica en el ámbito real, en la obra de Carballido lo hacen de modo literal en la realidad que condensa el tiempo, el espacio, lo físico y lo espiritual; tal es el caso de Caballero en el drama Difuntos de fin de siglo, a través del cual no sólo se resguarda la tradición y se refuerza la presencia de las virtudes primeras, sino que proporciona un conocimiento acerca de la muerte a las personas vivas, como la Dama, por medio de la convivencia. Esto es evidente en el siguiente diálogo:

Caballero: Mire, verá: me dejaron en mi nicho en una paz muy notable, muy… (Calla.)
Dama: ¿Celestial?
Caballero: Digamos… pacífica.
Dama: (Perpleja.) Aaah.
Caballero: Luego empecé a oír flautitas medio raras y… sonajas. Y pensé: qué curiosa música tocan los ángeles. Y era cada vez más fuerte… Ay, Doloritas, y que llega… Hasta pena me da contarle: un tremendo esqueleto, muy mandón, lleno de obsidianas. Casi me mata del susto. Digo, me mata por segunda vez. Y llega rodeado de indios, muy igualados, todos bailando. ¡Era Tezcatlipoca!
Dama: ¿Tezca… plo… toca?
Caballero: El Señor de Allá Abajo (Carballido, D.F. 52 obras 641).

Se percibe el alejamiento de la ideología cristiana, contraria a la visión escatológica entre ambas partes. Y esto es un llamado también al espectador, puesto que el dramaturgo invita a recordar sus ideas de origen, evidenciando que su fin será en las regiones subterráneas, pues lo cristiano no es suyo sino una imposición. En pocas palabras, se trata de un fin muy prehispánico: Carballido descarta la posibilidad del cielo cristiano después de la muerte, para afirmar que el viaje post mortem inicia en los caminos del inframundo indígena.

Como se aprecia, existe una conexión entre los acontecimientos que cuenta el Caballero y las prácticas indígenas, pues según el relato de Durán que cita Matos Moctezuma:

Luego que ponían esta comida tomaban el tambor los cantores y empezaban a cantar cantares de luto y de la suciedad quel luto y lágrimas traen consigo, y trayan los cantores vestidos unas mantas muy sucias y manchadas y unas cintas de cuero atadas a las caueças, muy llenas de mugre; llamauan a este cando tzocuicatl (Durán citado en Matos, La muerte al filo 70).

De tal modo, gracias a la anécdota, tanto la Dama como los receptores se dan cuenta de que todas las prácticas mortuorias son efectivas, pues conllevan a la alegría y la vitalidad en sincronía con la naturaleza. En cuanto al tratamiento de los muertos, con el relato del Caballero cuando describe su muerte, ya en el nicho, como algo muy celestial, se reafirma la intención de los rituales para traerles paz. Aquí nuevamente se ve la separación entre lo cristiano y lo prehispánico con la diferencia entre los adjetivos “celestial” y “pacífico” de los hechos, pues cabe recordar que antes de la conquista el sitio mortuorio era un lugar de reposo y plenitud. Siguiendo el diálogo de la Dama y el Caballero, se advierte, además de la diferencia espacial que ya se mencionó, el contraste cultural respecto a la visión de la muerte. Para la Dama, una mujer viva y con influencia cristiana, lo que le cuenta el Caballero le parece desconcertante y aterrador. En cambio, el Caballero, quien regresa a la raíz y acepta su morada en el inframundo, se siente ofendido ante el desprecio de su oyente.

Dama: ¡En ese infierno!
Caballero: (Ofendido.) ¡Oiga, tampoco! Sepa que es un paraíso. Nomás que uno espera… uno espera algo de otro modo. Hay pulque y… seguido bailamos, con sonajas… (Hace unos pasitos de conchero.) (Carballido, D.F. 52 obras 641).

Esto rememora las múltiples fiestas celebradas antiguamente en honor a quienes han muerto, cuyas características eran la presencia de comida y bebida para el disfrute de vivos y difuntos. En la mayoría de los festejos de estas culturas, las ofrendas a base de comida y pulque eran comunes, por ejemplo, en la fiesta grande de los muertos (Matos, La muerte al filo 86).

Así pues, una de las grandes aportaciones que realiza Carballido es el tratamiento de la muerte a través de distintas épocas, pero también de diversas expresiones artísticas. José Guadalupe Posada se distingue como una de las mayores influencias para ello en esta obra en un acto: “Entra un difunto muy fin de siglo XIX, como de Posada, con una dama que no es la Calavera Catrina famosa ni se le parece, pero es catrina y es calavera” (Carballido, D.F. 52 obras 640). Es posible que el espectador experimente el panorama de evolución sobre la percepción misma de la muerte y reaccione ante la pérdida de sus propias creencias. Esto no significa que se debe descartar todo el sincretismo que constituye la mexicanidad, sino que existe el mensaje de no despreciar el origen y apreciar las costumbres que, contrarias a otras culturas, tienen mucha raíz.
Se ha visto que las obras de Carballido, aunque de forma dispersa, contienen elementos que el receptor debe utilizar en forma de revelación como evocadores del pasado por medio de los diálogos y acciones, así como decorados, movimientos y vestuario. Aún en la actualidad existen comunidades cuya mentalidad es muy cercana a la prehispánica y que gracias a ciertas costumbres siguen alimentando y resguardando esta cosmovisión acerca de la vida y la muerte: “En grupos indígenas actuales existe la costumbre de que los rituales de iniciación o de tránsito están precedidos de una muerte ‘ritual’, simbólica, en la que el personaje va a renacer con un nuevo estado” (Matos, “Tlaltecuhtli, señor de la tierra” 32).

Se sabe que la idea, recepción y tratamiento de la muerte ha evolucionado a lo largo del tiempo. Las manifestaciones de su transformación se evidencian en diversos ámbitos artísticos como en la música, la pintura y la literatura:

El simbolismo de la muerte en México alcanza dilatados niveles de complejidad porque funciona con un sentido paradigmático; integra aluviones culturales de raíz milenaria y diversa procedencia. En el transcurso de más de cuatro centurias las cosmovisiones indias se transformaron al enfrentar el proceso colonial (Báez-Jorge 76).

Aunque después de la colonia el destino con relación a la muerte cambió –y, por tanto, la percepción del fenómeno–, en los rituales que persistieron aún se presenta la metaforización de ésta sin desligarla de su cualidad jocosa: burlarse y alegrarse de la muerte y con la muerte sigue siendo un rasgo característico en la actualidad mexicana.

Los conquistadores de hombres y espíritus (espada y cruz) trasladaron a la Nueva España su concepción de la muerte. Implantaron la festividad del Día de Muertos (o Fieles Difuntos) de origen monástico que, a partir del siglo XI, la cristianidad celebra el 2 de noviembre para propiciar el “eterno descanso de todas las almas”. Esta fecha se vincula al Día de Todos los Santos, que en la víspera recuerda a las legiones de “Santos Mártires” (canonizados o no) que integran la nómina del sacerdotal católico (Báez-Jorge 80).

Desde la figura sagrada, multiforme y un tanto monstruosa precolombina, pasando por la temible y terrible muerte del infierno cristiano, hasta llegar a la portentosa y bella Catrina: “La diosa de la muerte presentada en el siglo XX por Posada es una exquisita dama que por su elegancia y finura dista mucho de las representaciones de la muerte en las esculturas y los códices prehispánicos” (Sten 119). Aceptada o no, la muerte forma parte de la humanidad; ya sea que se perciba desde el punto de vista biológico, simbólico o ideológico, el ser humano no se aparta de ella: “la vida moderna aporta un sentido de muerte que se aleja completamente del designio del orden natural despojando a la muerte del carácter simbólico y ritual, llevándola al plano cotidiano e incidiendo en un desprendimiento del verdadero valor de la vida con respecto a la muerte” (Moreno 23). Con todo, en algunas comunidades indígenas, por ejemplo, de Oaxaca, Puebla y Tlaxcala, aún persiste esta visión ritual de la muerte:

En las comunidades nahuas de Tlaxcala y entre los totonacas de Puebla se forman caminos de flores de cempasúchil para “guiar a las ánimas” en su viaje hacia las casas. Los zapotecas de la Sierra de Oaxaca piensan que en las ruinas de Mitla viven las almas de sus antepasados y que desde ahí se desplazan a visitar a sus familiares (Báez-Jorge 87).

Se puede concluir que la concepción del teatro vinculada con el rito se amplía en cuanto a su naturaleza y desarrollo: “El juego, el ritual, la fiesta, el cine, el protocolo, etc., son y no son fenómenos teatrales” (Tordera 159); hasta el momento en que se incorpora en el drama estructural, simbólica, temática o metafóricamente, el rito se vuelve teatro. De manera que el ritual es teatro en tanto su forma, modo de realización y contexto, no por la intención específica con la cual se realice.

La fiesta y los ritos funerarios precolombinos evocados por Emilio Carballido son referentes simbólicos que permiten la alusión del pasado indígena, de manera que teatro y rito se nutren alternativamente. El estudio de los ritos habilita la penetración en uno de los ámbitos constitutivos del teatro carballidiano, pues el hecho teatral (primero en su germen textual, para después florecer en representación) favorece la comprensión de la cultura propia al dilucidar el presente luego de la excavación en el pasado a través de significaciones que armonizan en una convergencia de temporalidades.

En otras palabras, en los textos dramáticos de Emilio Carballido figuran las distintas prácticas y costumbres acerca de la muerte y su relación directa con los rituales, como se ha examinado. La muerte vive aún, nos dice Carballido, a través de sus textos dramáticos que, bajo la mirada de una semiótica teatral evocadora, en conjunto con las comunidades actuales guardianas de la cosmovisión originaria en torno a la muerte, sugieren al espectador que ella es como una madre, proveedora de la vida.

Fuentes consultadas

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Notas

1 Por trilogía me refiero a La hebra de oro, El amor muerto y El glaciar, ya que las analizo en conjunto y pertenecen a un mismo volumen. No debe confundirse con aquella trilogía que conforman las dos últimas al lado de La bodega (que no posee estas características).