Investigación Teatral. Revista de artes escénicas y perfomatvidad

DOI: 10.25009/it.v13i21.2698

Presentación

Vol. 13, núm. 21, abril-septiembre 2022

Centro de Estudios, Creación y Documentación de las Artes, Universidad Veracruzana, México

ISSN: impreso 1665-8728 ׀׀ electrónico 2594-0953

 

La crisis de la representación post-Auschwitz: La clase muerta de Tadeusz Kantor y la experiencia escénica de la aporía, el testimonio y la muerte

The Post-Auschwitz Crisis of Representation: Tadeusz Kantor’s The Dead Class, and the Stage Experience around Aporia, Testimony, and Death

Claudia Cattaneo Clemente*

*Universidad Academia de Humanismo Cristiano, Chile. e-mail: klaudiacattaneo@gmail.com

Resumen:

Este artículo da cuenta del pensamiento y postura de Giorgio Agamben en torno al fenómeno de la Shoah (la catástrofe del Holocausto) y del hombre contemporáneo para responder a la pregunta: ¿Cómo ha afectado esto a la escena contemporánea? Para ello, se aborda un corpus particular como ejemplo: la puesta en escena de La clase muerta de Tadeusz Kantor, estrenada en 1975 en la Galería Krzysztofory de Cracovia. Esta obra expone en escena la concepción de teatro no representacional que tenía el director y da inicio a su etapa final: el teatro de la muerte. Un teatro que ha traído a la vida nueva, desde las tinieblas de la ausencia, a aquéllos que hoy, más que nunca, están presentes en el alma de lo que nos queda de/como humanidad.

Palabras clave: contemporáneo; Shoah; giro ético; teatro de la muerte; biopolítica; Polonia.

Abstract:

This article addresses Giorgio Agamben’s thoughts concerning the Shoah phenomenon about the catastrophe of contemporary humankind. How has this historical episode (the Holocaust) affected contemporary theatrical scene? To tackle this question, the author discusses Tadeusz Kantor’s staging of The Dead Class premiered in 1975 at the Krzysztofory Gallery in Krakow. This play materialized the director’s conception of non-representational theater, which gave way to his last artistic period, called the Theatre of death. This was a theatrical experience that sought to bring light and life out of the darkness, and to evoque the soul of what remains of/as humanity.

Keywords: contemporary; Shoah: ethical tum; Death’s Theatre; biopolitics; Poland.

Recibido: 18 de mayo 2021   ׀׀   Aceptado: 14 de julio 2021

Introducción

Quizás aquí no se está representando ninguna obra, y si algo intenta tomar forma en escena, es realmente sin importancia frente al JUEGO que se juega verdaderamente en el TEATRO DE LA MUERTE. Esta constitución de apariencias, este dejar-ir, este gusto de lo provisorio y del simulacro, estos fragmentos de frases, estos gestos que se fijan, estas intenciones apenas marcadas, toda esta mistificación vana, “como si realmente se actuara una obra”, sólo son capaces de hacernos experimentar EL GRAN VACÍO y su último límite –LA MUERTE–.

Tadeusz Kantor, Teatro Cricot 2, 1975

Después de la Segunda Guerra Mundial, la humanidad no volvió a ser la misma. Auschwitz marcó muchos finales, entre ellos el de la modernidad y el del arte representativo, pero lo más importante es que cambió la forma de ver dentro del alma humana y encontrar allí un lado tenebroso que no recordábamos tener. La consciencia que se adquirió sobre nuestra capacidad destructiva puso en el debate la eficacia de la razón como nuestra guía y al hombre como centro de toda consideración. La ética asumió el protagonismo dentro de la reflexión estética y el rol de controlar todos los ámbitos de la vida. El teatro, luego de un profundo cuestionamiento en torno a la funcionalidad y eficacia de la representación frente a la narración de la barbarie, cuestionamiento que acrecienta las discusiones sobre la crisis del drama que ya se venían gestando desde las primeras vanguardias, comienza a indagar en nuevas formas escénicas que pusieran en juego lo real, esta vez no desde la verosimilitud, sino desde la verdad del testimonio y la memoria para no combatir el horror desde su lógica y con sus mismas armas. Pero también desde el silencio y la ausencia de las víctimas que ya no están para testimoniar.

Cabe señalar que existe otro lado tenebroso en este cuestionamiento que se ha abordado muy poco en la discusión académica. Me refiero a la ausencia y el silencio de los genocidas que encargaban obras de arte o que las producían: poetas, pintores, actores, dramaturgos, músicos, que se adherían al nazismo o que, incluso, habían sido oficiales de las SS. ¿El arte y la moral tienen que ir de la mano? Esta interrogante plantea cuestiones profundas sobre el lugar de enunciación en el arte y el territorio al que se puede llegar con el mismo, siendo parte de la barbarie. José Zamora dice: “‘Auschwitz’ [...] exige un replanteamiento radical en la forma de considerar dicho proceso y prohíbe desde un punto de vista moral todo intento de asimilarlo a la ‘normalidad histórica’, sin que por ello deje de afectar a toda la historia y a nuestra visión de la misma” (1).

La humanidad debe replantearse toda su historia para comenzar de cero, con la humildad del niño que aprende a leer sus primeras vocales y con la inteligencia de quien reconoce sus limitaciones, y enfrenta las consecuencias de sus crímenes, luego pide perdón. No es tarea fácil, no aprendemos aún. La historia tenebrosa se repite cíclicamente en Siria y Palestina, por nombrar sólo dos casos de nueva barbarie. Por ello, el teatro no puede bajar los brazos, debe estar alerta, ser el microscopio que amplifique esas tinieblas oscuras que regresan sin dar tregua.

El teatro debe ser siempre contemporáneo, en los términos de Agamben, para que la discusión sobre lo que hemos sido y lo que somos pueda calar un futuro alterno donde la tiniebla esté contenida para que no vuelva a escapar. Pareciera ser un pensamiento ingenuo, algo inocente, pero de ingenuidad e inocencia están hechos los sueños y deseos que han movido grandes maquinarias contra la furia del mal, resistiendo sin cesar.

En este ensayo cito, a modo de ejemplo, el trabajo escénico de un creador que ha comprendido aquella sentencia de Adorno sobre la imposibilidad de escribir un poema después de la barbarie. Tadeusz Kantor ha vivido el horror y ha vencido a la muerte física y también simbólica, haciendo renacer, no sólo objetos o personajes, sino al teatro mismo con la delicadeza del poeta que ha pasado por el fuego para entrar al paraíso como recuerda Eliade. Su obra, La clase muerta, presenta

[…] una escuela de ancianos muertos que se encontraban con los también fantasmas-niños –representados por maniquíes– de su infancia. […] Cada viejo lleva a su niño como un pedúnculo en forma de una mochila a la espalda, arcado sobre la rueda de su vieja bicicleta, colgado del cuello. Cada viejo conserva también un objeto que puede entenderse casi como el atributo que resume la historia de su vida (Tejeda 42).

Sin más argumento que una serie de acciones y situaciones, Kantor revoluciona el arte teatral con sus más de 500 presentaciones alrededor del mundo. Es en La clase muerta que el director polaco da a conocer a los espectadores de diversos puntos cardinales la ruptura con los convencionalismos del teatro y, por ello, se posiciona como la obra más significativa de este creador. En ella se halla el germen de los planteamientos estéticos, éticos, artísticos, etcétera, que darán origen a un giro completo del teatro hacia lo performativo y que marcarán un antes y un después de Kantor.

La pregunta que me guía en este artículo se centra en una reflexión a partir de la crisis humanitaria evidenciada con la Shoah y que aún hoy acusa sus efectos,1 ¿cuál es la postura de Agamben en relación con este fenómeno y al hombre en su condición de contemporáneo? Y, ¿cómo ha afectado esto a la escena contemporánea? Estando consciente de que una respuesta abarca múltiples aspectos que en la extensión de estas páginas son imposibles de asumir en su totalidad, se propone una discusión de algunos conceptos esenciales en torno a un ejemplo escénico. Discusión que abrirá claramente otras interrogantes .

Por ello, he querido enfocarme en la crisis de la representación que es, bajo mi perspectiva, el cambio más significativo que Auschwitz provoca en el arte escénico y en la constitución del hombre contemporáneo.

El ensayo se divide en cuatro puntos: 1. La aporía de Auschwitz en Giorgio Agamben, en el que expongo el pensamiento del filósofo italiano en torno al fenómeno de la Shoah, considerando a Auschwitz como la concreción más perfecta y monstruosa de la biopolítica. 2. El hombre contemporáneo en Agamben, punto en el que reviso la definición de lo contemporáneo y las implicancias de lo intempestivo en la temporalidad. 3. El giro ético en la reflexión estética: lo irrepresentable, donde se pueden seguir los postulados de Rancière en cuanto a los cambios que la Shoah trajo a la concepción estética y, por ende, a la representación. 4. La crisis de la representación: La clase muerta (1975) de Tadeusz Kantor, donde abordo la crisis de la representación en el teatro de la muerte de Kantor, ejemplificando dichos aspectos en su obra La clase muerta.

La aporía de Auschwitz en Giorgio Agamben

Hasta que un día no tenga sentido decir mañana.

Primo Levi, Si esto es el hombre, 1987

El filósofo italiano Giorgio Agamben (Roma, 1942) es considerado el continuador de Foucault, porque estudia los mecanismos e implicaciones del poder en el ser humano y la vigencia de sus normativas en la vida del hombre contemporáneo. El autor expone que los mecanismos que sustentaron el horror de los campos de concentración nazi no fueron hechos aislados, sino política y jurídicamente instalados, por ello, peligrosamente vigentes, sobre todo cuando el proyecto que los sustentó se enmarca en la biopolítica, que es la base del ordenamiento jurídico-político actual.

Así, estudia Auschwitz como la concreción más perfecta de la biopolítica, pues ahí se presentó una regulación absoluta de la vida, normada en su presentación más primaria por las reglas mutables de aquellos soberanos. Este campo de concentración –como todos los que se dieron durante la Segunda Guerra Mundial y los que se han dado a lo largo de la historia de la humanidad– es un Estado (Auschwitz) dentro de otro Estado (Alemania) y en un estado de excepción que se ha hecho permanente y se ha normalizado, implantándose por largo tiempo como política de gobierno.

Agamben desarrolla el concepto de biopolítica a partir de Foucault, para quien “el control de la sociedad sobre los individuos no sólo se efectúa mediante la conciencia o por la ideología, sino también en el cuerpo y con el cuerpo. Para la sociedad capitalista es lo biopolítico lo que importa, ante todo, lo biológico, lo somático, lo corporal. El cuerpo es una entidad biopolítica, la medicina es una estrategia biopolítica” (“El nacimiento de la medicina” 210). Así, la práctica de la biopolítica concibe a la población como seres vivos que portan rasgos biológicos y patológicos que pueden llegar a contaminar la funcionalidad del poder. Sin embargo, cuando un Estado es considerado como un cuerpo que busca regular su salud por medio de la extirpación de los agentes patógenos que puedan enfermarle, se abre un campo fecundo para la instauración de regímenes totalitarios, como el nazi, que pretendió extirpar a todos aquéllos que tenían “enferma” a Alemania. Para Agamben, esta concepción organicista del Estado se hace carne en Auschwitz, en donde los seres humanos se presentan en su nuda vida, es decir, la vida como materia física, desprovista de las vestiduras políticas que le otorgan al ser humano su estatuto de ciudadano con derechos y obligaciones. La nuda vida es “no la simple vida natural sino la vida expuesta a la muerte (la nuda vida o vida sagrada) es el elemento político originario” (Agamben, Homo Sacer I 114). Por ende, la nuda vida presenta cuerpos desnudos (homo sacer)2 como cuerpos en estado originario, como simples hombres, siendo éstos susceptibles de ser tratados de cualquier manera, incluso de ser asesinados con total impunidad.

Agamben analiza Auschwitz en este sentido, como un estado de excepción (suspensión de toda norma jurídica) que se rige por un sistema biopolítico de ordenamiento en el que se presenta la nuda vida como reducción eficaz del ser humano para su total dominación. La paradoja se halla en que esta nuda vida sólo puede incorporarse al Estado mediante su total exclusión, pues al politizarla deja de ser lo que es. Así, “[…] al incluir al viviente, en cuanto vida desnuda, dentro del derecho mediante su exclusión (en la medida en que alguien que es ciudadano, ya no es un mero viviente; pero al mismo tiempo, para ser ciudadano pone su vida natural, su nuda vida, a disposición del poder político), la política se vuelve biopolítica” (Costa 7). La figura del campo de concentración se vuelve, entonces, la expresión máxima de la penetración del poder en la vida humana.

Ahora bien, para Agamben, la nuda vida no es un dato natural, sino una producción específica del poder, pues el ser humano no nace despojado de un contexto cultural, social y político, sin lenguaje o sin cultura. Al producirse artificialmente, se genera el musulmán, aquel hombre comatoso, que se ha rendido por completo y que sólo espera la muerte:

[…] el denominado Musselmann, como se llamaba en el lenguaje del Lager al prisionero que había abandonado cualquier esperanza y que había sido abandonado por sus compañeros, no poseía ya un estado de conocimiento que le permitiera comparar entre bien y mal, nobleza y bajeza, espiritualidad y no espiritualidad. Era un cadáver ambulante, un haz de funciones físicas ya en agonía (Homo Sacer III 41).3

El musulmán es el neomort4 (ver López) del campo de concentración y, por ello, no puede testimoniar sobre lo que le ha sucedido, convirtiendo a Auschwitz en el lugar del testimonio imposible, pues los verdaderos testigos son aquéllos que han muerto. Es por ello que el musulmán de Auschwitz necesita de alguien que dé testimonio por él. Este testigo es el superviviente, quien sólo puede testimoniar en nombre de la verdad y la justicia,5 pero siempre de manera incompleta, pues su testimonio es la pieza que intenta llenar el espacio faltante de lo que no puede ser dicho. En definitiva, los supervivientes sólo pueden dar testimonio de la imposibilidad misma de testimoniar. Este es el caso del escritor y químico italiano Primo Levi, también del novelista húngaro Imre Kertész (ver Imagen 1), del cineasta francés Claude Lanzmann con su premiado documental Shoah (1985) de nueve horas de duración.

Imagen1: El personaje Gyurka, interpretado por el actor Marcell Nagy, en estado de musulmán es transportado en una carreta llena de cadáveres, escena final del filme Sin destino de L. Koltai, 2005, captura de pantalla realizada por la autora.

Con la figura del musulmán se pone en jaque toda ética,6 pues es el estado umbral entre lo humano y lo no humano, entre la vida natural y la nuda vida. Este ser es la expresión máxima del horror y el fin –para Agamben– de toda ética de la dignidad, pues no se puede otorgar dignidad a un ente que no es humano pero tampoco no-humano, que no está vivo ni muerto, no hay dignidad posible en este estado intermedio de cadáver ambulante; la muerte ya no puede ser considerada muerte y es éste “[…] el horror especial que el musulmán introduce en el campo y que el campo introduce en el mundo […]. Pero todo ello quiere decir que las SS tenían razón cuando llamaban Figuren [‘muñecos’] a los cadáveres. Allí donde no es posible llamar muerte a la muerte, tampoco los cadáveres pueden ser llamados cadáveres” (Agamben, Homo Sacer III 71).

En esto consiste la aporía de Auschwitz, esta verdad inimaginable e irrepresentable, esa “no coincidencia entre hechos y verdad, entre comprobación y comprensión” (9) y que devela los límites del testimonio en su sentido ético, pues el verdadero testigo será aquel reconstruido y que se sitúa entre la ética dominante (responsabilidad y culpa) y la ética del testimonio que presta especial atención en reconocer las lagunas que lo conforman y en el acto de escuchar la laguna, para “que se abandonen algunas palabras y otras sean comprendidas de modo diverso. También éste es un modo –quizás el único modo posible– de escuchar lo no dicho” (6).

En este punto, Agamben afirma que el testimonio posee más valor –en tanto autoría/autoridad– que el hecho que se está testimoniando, por constituirse como la voz de aquellos que no pueden declarar (ver Homo Sacer III 157). Este acto de autoría se sitúa entre lo decible y lo indecible, y otorga al testimonio un sentido absoluto de irrefutabilidad y de no negación.

El hombre contemporáneo de Agamben

Lo que a mí me pertenece es el pasado mañana.
Algunos hombres nacen póstumos.

Friedrich Nietzsche, El Anticristo, 1895

Para Agamben lo contemporáneo es, en primer lugar, aquello que es intempestivo –siguiendo a Nietzsche–, pues se sitúa como un desfase con el presente. Para el pensador alemán, ser intempestivo significa estar atento, al servicio de la vida y la historia, señalando aquellas sombras que se acechan en el presente y se deslizan desde el pasado para resguardar la vida del futuro. Es decir, que el objetivo principal de un pensamiento intempestivo es desenmascarar lo enfermo de una cultura para que surja la vida. En este sentido, es posible comprender la postura de Agamben cuando define al hombre contemporáneo como “aquél que tiene la mirada fija en su tiempo, para percibir no la luz sino la oscuridad” (Agamben, ¿Qué es lo contemporáneo ? 3). Pues es esa oscuridad la que proviene de acontecimientos/conflictos históricos pasados, que la cultura del presente arrastra sin haber resuelto y que perjudican la existencia actual y amenazan la futura. Un hombre contemporáneo, por ende, es aquél que está atento a dicha oscuridad, la descubre y la hace parte de sí con el fin de tomar la distancia crítica necesaria con su propio tiempo y, así, entenderlo en toda su dimensión anacrónica. La contemporaneidad es esa relación singular con el propio tiempo que se adhiere a él, pero que a su vez toma distancia de éste; más específicamente, la contemporaneidad es esa relación con el tiempo que se adhiere a él a través de un desfase y un anacronismo. Aquellos que coinciden completamente con la época, que concuerdan en cualquier punto con ella, no son contemporáneos, pues, justamente por ello, no logran verla, no pueden mantener fija la mirada sobre ella (1-2).

El hombre contemporáneo debe fijar la mirada en su siglo-bestia –insiste Agamben–, pues este no hace referencia a épocas fijas, sino a la vida misma del individuo y al tiempo histórico colectivo (siglo xx) que tiene su espalda despedazada (por la oscuridad que acarrea). Es justamente esta fractura la que convierte al hombre en un contemporáneo con una misión muy clara: “suturar” esta ruptura con su sangre para que el tiempo nuevo, el siglo y el alma nuevos puedan formarse. Sin embargo, esta labor restauradora es imposible, pues el siglo que nace ya viene con su espalda rota. Por ello, el hombre contemporáneo debe estar aquí y allá, con un pie en el pasado y otro en el presente, siempre mirando al futuro, con medio cuerpo en la oscuridad y la otra mitad en las tinieblas de su tiempo. Ahora bien, para Agamben, percibir la oscuridad no significa quietud o estancamiento, sino:

[…] una actividad y una habilidad particular, que, en nuestro caso, corresponden a neutralizar las luces que provienen de la época para descubrir sus tinieblas, su oscuridad especial, que, sin embargo, no se puede separar de esas luces. Puede decirse contemporáneo sólo aquél que no se deja cegar por las luces del siglo y que logra distinguir en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad” ( ¿Qué es lo contemporáneo ? 3).

Sin embargo, para que esta tarea sea una posibilidad, es necesario entender que la percepción de/en la oscuridad también implica una imposibilidad en sí misma, pues como en una galaxia en expansión, Agamben comprende la luz del presente como un constante acercamiento que no logra jamás alcanzarnos y, por ello, se aleja infinitamente. Es decir, el hombre contemporáneo es aquel que no se agencia jamás a uno u otro lado, pues no existen para él lados a los que sea posible agenciarse. Sólo así es posible concebir la contemporaneidad: como un no perder de vista lo arcaico, el origen que se halla siempre en el devenir, interactuando con todos los órganos del tiempo como memoria celular-histórica. La historia es entendida, así, como una circularidad, como un eterno retorno que no tiene un principio ni un final, siempre presente, construyéndose(nos), para “regresar a un presente en el que nunca hemos estado”.

Así, la linealidad del tiempo queda absolutamente abolida por inexacta y limitante, ya que impide al contemporáneo leer la historia en su devenir para interpretarla y transformarla una y mil veces, las que sean necesarias en pro de un futuro que ya ha comenzado a moverse con su espalda fracturada.

En este sentido, Agamben nos recuerda a Benjamin cuando habla de la actualidad y la imagen en su Libro de los pasajes (2005) en el que dice: “No es que lo pasado arroje luz sobre lo presente, o lo presente sobre lo pasado, sino que imagen es aquello donde lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una constelación” (464).

El giro ético en la reflexión estética: lo irrepresentable

Los hombres normales no saben que todo es posible.

Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, 2004

Después de Auschwitz, el mundo nunca volvió a ser igual,  para Lyotard es “la más real de las realidades” (La diferencia 76) y se configura como “el crimen que abre la posmodernidad” (La posmodernidad explicada a los niños 31), pues representa el fracaso absoluto del proyecto humanista que la modernidad habría agotado.7 La modernidad, así, dio pruebas de la capacidad de destrucción que el hombre posee, en la figura de los campos de concentración nazi, que para Arendt (2004) fueron de carácter experimental en cuanto probaron que era posible llegar a la dominación total del hombre y que, luego de eso, todo era posible. Comparte esta visión Zygmunt Bauman, quien también lo considera una suerte de experimento sociológico que logró demostrar a la perfección el potencial destructivo latente de la sociedad moderna (ver Bauman).

Este cambio trajo consigo una infinidad de giros que abarcaron diversas áreas y disciplinas, entre ellas, el arte. Se puso en tensión, como ya lo mencionó Agamben, la representación del horror, de la catástrofe y las formas de testimoniar de los supervivientes; se hizo imprescindible escuchar la laguna como un cuestionamiento de la autoría, se resemantizó el concepto de imagen y se evidenció la complejidad de la materia del cuerpo. A su vez, se produjo un vuelco de todas las disciplinas hacia la memoria, un “giro a la memoria”, como lo denomina LaCapra (2009), entre los cambios más significativos.

Pero partiré por la conocida frase de Adorno: “Después de Auschwitz, escribir un poema es barbárico, y este hecho corroe incluso el pensamiento que afirma por qué hoy se ha vuelto imposible escribir poesía” (248). Frase que anuncia el llamado fin del arte y una serie de sentencias apocalípticas que le sucedieron. Con esta afirmación, Adorno no solo hace eco de lo indecible, de lo irrepresentable, sino que pone en cuestión la estética, que después de Auschwitz pierde su valor como goce y se vuelca hacia la ética, pues nada ni nadie puede borrar lo ocurrido ni gozar con su representación, ni mucho menos estetizar los relatos y/o testimonios de un crimen. El arte –dice Adorno– no puede hacerse cargo de la responsabilidad ni asumirla, el arte debe limitarse a sus propios conflictos y fundamentos. Con esto, el autor pretende liberar al arte de la obligación de representar cada uno de los acontecimientos horrendos y violentos de la historia, pues para él esto ya no tiene sentido por haber demostrado ser ineficaz. El arte, como la filosofía, comienza a proclamar “[…] el fin de las grandes narraciones, el fin del arte, el fin de la cultura, el fin de la metafísica” (Buchenhorst 3). Ante estos quiebres, el silencio es el único medio que puede representar mejor el horror y en esto radica la propuesta de Adorno, un silencio que diga más que la palabra; allí donde la palabra no alcanza, el silencio debe actuar como imagen más allá de toda realidad. Y la realidad debe ser representada extrañándola de su contexto; así, el lector/espectador podrá completar el relato, convirtiéndose en un coautor. Asimismo, se pone en tensión la noción de sujeto, tanto de su propia subjetividad como la de aquellos que representan. El objeto se vuelve fundamental en la representación, la materialidad que remite a su propia materia y que no pretende trascender, sino evidenciar lo efímero del ser humano y de sus construcciones. De esta manera, lo irrepresentable se torna, dice Rancière, en la categoría central del giro ético sobre la reflexión estética: “En la idea de lo irrepresentable, en efecto, se confunden dos nociones: una imposibilidad y una prohibición. Declarar que un sujeto es irrepresentable por los medios del arte es, de hecho, decir varias cosas en una. Esto puede querer decir que los medios específicos del arte o de tal arte particular no son apropiados a su singularidad” (115).

Una imposibilidad, en cuanto a que los medios específicos del arte no son jamás los adecuados, y una prohibición, en cuanto a constituirse como acontecimiento que genere algún tipo de goce estético. Para representar, paradójicamente se exige un arte nuevo, un arte de lo irrepresentable en el que coincidan lo prohibido y lo imposible: “Ello supone una construcción del concepto de modernidad artística, que aloja lo prohibido en lo imposible, haciendo de todo el arte moderno un arte constitutivamente dedicado al testimonio de lo impresentable” (118). Para el autor, este procedimiento se da en el concepto de lo sublime que elabora Lyotard y que marca el paso desde la esfera estética (de la estética de lo bello a la estética de lo sublime) a la moral en las artes, paso asumido desde ahora como su propia y única ley.

Lyotard analiza (1998, 1996), Auschwitz termina con la modernidad en cuanto completitud y certeza, inaugurando, así, la era de la fragmentación, de la duda, de la desconfianza, de la soledad evidenciada en el apogeo de los mass media y la indiferencia frente a las imágenes de hechos violentos que ya no sorprenden ni impactan. La posmodernidad es el territorio en donde la poesía, aquella que sentenció Adorno, se ha quedado muda, abriendo paso a una contemporaneidad urgente y necesaria del arte. Tal vez, la posmodernidad sea o haya sido la época liminal que suele venir después del shock, una suerte de época del estrés postraumático del arte, en donde algo desorientados y con las visiones y pesadillas recurrentes del horror, caminamos intentando crear una vida que sea soportable de vivir. Una vida sin goce, en el sentido amplio de su significado, que se ha puesto como misión no olvidar jamás ni permitir que futuras generaciones lo hagan. Pero las estrategias de construcción se han ido orquestando guiadas por la culpa, y sabemos que “[...] la culpa es un sentimiento cardinal, y una gran parte de la vida de los hombres ordinarios se consume suprimiéndola por un medio u otro” (Kirk cit. en Rivano 7). La cuestión es: ¿qué medios hemos usado para suprimirla? Lyotard responde que un medio ha sido la prohibición de aquella consolación que trae la forma de lo bello (entendido desde los cánones clásicos). A esto podemos agregar aquella ruptura con el compromiso significacional, que finalmente hace evidente la herida y que obliga, como paradoja esencial, a comprometerse de manera ética con la transmisión de la memoria y heredar el compromiso a los que nos siguen de cerca, observando cómo manejamos el dolor y la crueldad de la conciencia del sí mismo. Llamamos impresentable a todo contenido ausente, a todo lo que escapa al razonamiento, pues pensar el horror del que somos capaces es del todo imposible, entonces, “[…] lo sublime está en relación al horror absolutamente grande, con el terror absolutamente poderoso. La estética de lo sublime convierte al arte en testigo de lo que hay de indeterminado en el siglo XX, en la destrucción oculta. Por lo cual, lo que está en juego en el arte ya no es lo bello, sino algo que compete a lo sublime” (Lyotard, Lo inhumano 139).

En esta estética de lo sublime, éste es provocado por lo humano y no por la naturaleza; es, a su vez, la conciencia del horror y destrucción que el hombre puede llegar a causar y la percepción del peligro de la autodestrucción que conlleva placer, “expresión que intenta decir, he allí su menesterosidad, poder decir” (Delfín 2). En lo sublime convergen una infinidad de cualidades y actitudes del pensamiento; sin embargo, nos quedaremos con esta oscuridad ambigua del concepto, con esta impresentabilidad/irrepresentabilidad que arrastra y que lo diferencia de lo bello. La irrepresentabilidad del horror y la imposibilidad de decirlo, de testimoniarlo. Una resistencia del pensamiento al “llamado obstinado de la libertad frente a lo sensible” (Lyotard, Leçons sur l’analytique 190), que rechaza el consuelo que ofrece lo bello y la nostalgia de lo imposible. La mayor afectación de lo sublime es que el pensamiento sea consumido por la realidad.

[N]o hay en el mundo tecno-científico e industrial símbolos estables del bien, de lo justo, de lo verdadero, de lo infinito, etcétera. Ciertos “realismos” en las artes son de hecho academicismos –burgueses a finales del siglo XIX y socialistas y nacionalsocialistas en el curso del siglo XX–. Son éstos los que tratan de reconstruir simbolismos, de ofrecer al público obras que podrá gustar e identificar con imágenes (raza, socialismo, nación, etc.)” (Lyotard, La diferencia 137).

En estas imágenes radica la tristeza y también el placer de percibirla como posibilidad. Es la paradoja, o más bien, la aporía de lo sublime, que se halla en una línea delgada que guarda relación con la razón y la moral, con el conocimiento y con la prohibición de la belleza al presentar los hechos, puesto que lo bello atrae un goce estético que se contradice con el horror indecible. Como dice Lyotard en La posmodernidad explicada a los niños, el placer procede de la pena, lo que otros llamarían masoquismo y que se va a desarrollar como conflicto del hombre consigo mismo, del hombre con su tiempo-espacio y del hombre con la representación de sí frente a la mirada atenta de la historia. Para Lyotard existe aún una belleza que aflora desde los intersticios de la conciencia. Aquel instante fugaz en el que se borra todo pensamiento dando paso a la sensibilidad artística frente al horror. Así, lo sublime (esta contradicción masoquista del hombre ante el horror) hace responsable, en cierto sentido, al arte de los mecanismos que emplea para decir, denunciar, contribuir al conocimiento de la humanidad. Lo que para las vanguardias debía ser el objetivo del arte: cuestionar el lugar del arte, por medio de las contradicciones del mundo contemporáneo, queda vigente en la medida en que el arte represente y presente un testimonio de pertenencia ética común en un mundo que es común a todos los pueblos que lo conforman.

Por ello, es necesario reemplazar el sentido de división por el de unión, para reparar, en cierta medida, los lazos sociales devastados por los acontecimientos de la barbarie inimaginable, de la aporía que menciona Agamben. Para Rancière, el giro se produce justamente en este transformar el consenso en disenso.

Las vanguardias se ocuparon de la autonomía del arte de todas las formas de poder del mundo capitalista y de la emancipación del arte, pues este se adhería a una heteronomía. El giro ético consiste en el desvanecimiento de este proceso. Por un lado, se intenta restablecer y reparar los lazos sociales (consenso) para devolverle al mundo el sentido que ha perdido por completo y, por otro, el arte se convierte en el testimonio de la catástrofe que se halla en el origen mismo de ese lazo. “Si la ética soft del consenso y del arte de la proximidad es la acomodación de la radicalidad estética y política de ayer a las condiciones actuales, la ética hard del mal infinito y de un arte destinado al duelo interminable de la catástrofe irremediable aparece como la estricta inversión de esa radicalidad” (Rancière120).8 En definitiva, es la ética la que ha tomado el lugar de la estética como goce del arte por el arte, la ética de lo irrepresentable, del testimonio de la catástrofe. Sin embargo, lo irrepresentable y la propia representación debe entenderse como una crisis de lo representativo y del goce estético, no como un arte que no representa. Al respecto, Rancière aclara:

La ruptura con el orden clásico de la representación no supone el advenimiento de un arte de lo irrepresentable. Al contrario, supone la liberación respecto de las normas que prohibían representar el sufrimiento de Laocoonte o la sublimidad de Lucifer. Estas normas de la representación eran las que definían lo irrepresentable. Prohibían representar ciertos espectáculos, ordenaban elegir tal forma para tal tema, obligaban a deducir las acciones de los caracteres de los personajes y de las circunstancias de la situación, según una lógica verosímil de las motivaciones psicológicas y los encadenamientos de causas y efectos. Ninguna de estas prescripciones se aplica al arte al que pertenece Shoah. Lo que se opone a la antigua lógica de la representación no es lo irrepresentable. Es, a la inversa, la supresión de toda frontera que limite los temas representables y los medios de representarlos. Un arte anti-representativo no es un arte que ya no representa. Es un arte que ya no está limitado ni en la elección de los representables ni en la de los medios de representación (117).

Por ende, la sentencia de Adorno, “no es posible escribir poesía después de Auschwitz”, debería ser: no es posible escribir la misma poesía después de Auschwitz. Como se cuestiona el creador chileno Alberto Kurapel al llegar exiliado a Canadá: “¿Podríamos movernos, hablar, gesticular, pensar escénicamente como si nada de esto hubiera ocurrido? Sé que no” (27). Esta sentencia lleva a un serio cuestionamiento, no solo de las formas o dispositivos que se utilizan para escribir/representar, no solo de la relación actor-espectador como una experiencia compartida de un acontecimiento, sino de la llamada crisis de la autoría artística y del juego de roles jerárquicos del teatro, es decir, la crisis de la representación.

La crisis de la representación: La clase muerta (1975) de Tadeusz Kantor

Desde mi punto de vista
la esencia es presentación,
que es lo opuesto en términos teatrales
a representación
.

Emilio García Wehbi, Revista Funámbulos, 2001

Tadeusz Kantor (1915-1990) detestó siempre el encasillamiento en un estilo o en un tipo de teatro que añejara sus formas en su constante repetición. Es por ello que su propuesta teatral pasa por diversas etapas en las que experimentó con objetos, máquinas inventadas por él y con la de diversas disciplinas como la pintura, arquitectura, escenografía, etcétera. Sin embargo, todo su teatro es, sin duda, un cuestionamiento de los límites de la representación.

Cuando Kantor concibe La clase muerta (1975), trae a escena algo más que una escuela pobre. Kantor descubre un tema que será la base del teatro de la muerte y de la interpretación de sus actores: la memoria.9

[Un pueblo de la costa] que tenía pequeñas casitas y un colegio con el aspecto más pobre de todos los colegios posibles –estaba abandonado y vacío y sólo contaba con una clase–. Podía mirar a través de los cristales sucios de las dos ventanas, ventanas miserables. Pegué la cara a la ventana y miré dentro de mi propia mente. En mi memoria trastornada era un niño pequeño otra vez sentado en una pobre clase de pueblo. Su pupitre estaba rayado con marcas de cuchillos y mojaba sus dedos llenos de tinta para pasar la página de la cuartilla. El tanto frotar había hecho que los granos del suelo de madera fueran visibles. La clase tenía paredes blanqueadas y en la parte de abajo se desprendía la cal. Había una cruz negra en la pared. Hoy sé que hice un descubrimiento importante junto a esa ventana: me di cuenta de la existencia de la memoria (Kantor citado en Tejeda 41).10

Pues este pueblito, que le llevó a su propia infancia en la escuelita pobre de Wielopole, le hizo consciente de lo intempestiva que es la memoria cuando se presenta abrupta e irrecuperable, un tiempo pasado que no vuelve, sino por el hecho de su propia muerte: como recuerdo. Cuando se recuerda, este recuerdo que vuelve, provoca liberación, pero también obliga a mirar de frente al tiempo y su imposibilidad de recuperación. Ese recuerdo muerto de su infancia en Wielopole conduce a Kantor a crear esta escuela de difuntos ancianos que cargan en sus espaldas a sus niños fantasmas y a preguntarse por la misma muerte como rito de liberación.

Para Kantor, la Segunda Guerra Mundial –y absolutamente la muerte de su padre en Auschwitz-Birkenau11– trae consigo una urgente necesidad de reflexión sobre lo representacional que él percibe como una “práctica de poder y ejercicio de dominación” (Kantor, El teatro de la muerte 173), y, por ello, decide experimentar un teatro que no represente y que no adhiera/transmita una única ideología, cosa que ha originado los crímenes más horrendos de la humanidad.

En La clase muerta (ver Imagen 2), el creador propone una estructura de acontecimientos que no tienen ninguna continuidad formal, desde el punto de vista de la coherencia y la unidad de secuencias, desintegrando, así, los elementos formales del teatro y de la representación. Pues el orden se halla adherido al poder, impone jerarquías que son legitimadas por una cierta moral en la producción de sentidos “(…) y, en esta legitimación, las redes discursivas propician aceptabilidad, cohesión, e imponen determinadas perspectivas” (Bravo 10). Así, el orden mantiene la subordinación y las estructuras de dominio, impidiendo todo desplazamiento a la diferencia por medio del control de la normalidad. El orden, a su vez, dicta qué es lo real y sus límites, qué es y dónde se sitúa el adentro y el afuera, el centro (con mayor y más fuerte identidad) y la periferia (lugar donde se produce la resistencia y la transgresión). Para Foucault “la transgresión es un gesto que concierne al límite, es allí, en la delgadez de la línea, donde se manifiesta el relámpago de su paso, pero quizás también su trayectoria total, su origen mismo. La raya que ella cruza podría ser efectivamente todo su espacio” (“Prefacio a la transgresión” 127).

Imagen 2: Escena de La clase muerta con Tadeusz Kantor, 1989, Chaillot, Théâtre national de la Danse, Fotografía extraída de: https://www.festival-automne.com/en/edition-1977/tadeusz-kantor-classe-morte.

En La clase muerta (y en todas las producciones de la etapa del teatro de la muerte), Kantor propone averiar el teatro, volverlo caos que disuelva toda jerarquía adherida al poder. Como dice Cornago, volverlo algo “confuso y sin orden aparente, como fuera de control, o sujeto a un gobierno que escapaba al entendimiento del espectador” (73). Este caos, este “algo confuso”, funda un espacio de transgresión y abre, como recuerda Foucault, las posibilidades de representaciones del afuera, de la periferia, utilizando diversos procesos como el de la repetición, concepto fundamental para comprender la propuesta kantoriana.

La repetición –aclara Foucault– se halla en el reconocimiento de la mímesis, la verosimilitud y la semejanza, al ser los estatutos de la normalidad del sentido. La representación, entendida de esta manera, es una repetición por semejanza, “teatro de la vida o espejo del mundo” (Esto no es una pipa 26), cuya finalidad es una identidad o identificación. Pero frente a este tipo de repetición (de lo idéntico) se encuentra la repetición de lo diferente que permite poner en crisis el orden, el poder, el sentido, etcétera. Es esta repetición de la diferencia la que constituye el quiebre de la representación. Para Nietzsche, esta repetición de la diferencia se encuentra ligada a la repetición de lo idéntico en el mito del eterno retorno, concebido como aquello que regresa diferente, transmutado en simulacro, repetición de la diferencia que es una resistencia hacia lo originario como verdad y sustancia del acontecer, y que insta a reforzar el valor ontológico del lenguaje en lo que tiene de simulacro y de ficcional (ver Bravo).

En Kantor, la repetición de la diferencia se presenta de dos maneras. 1. Como pulsión de muerte (ver Freud),12 es decir, como retorno del hombre desde la muerte (para Kantor, único rito que rompe toda jerarquía), transformado en Otro renovado que guarda engramas de su vida anterior. Así, el pasado vuelve, no por ser representado, sino por estar renovado en la repetición de la diferencia. 2. Como repetición estética o reflexiva al extrañar sus personajes-muertos, los objetos, las máquinas, etcétera. El concepto de extrañamiento proviene de los formalistas rusos, específicamente de las teorías literarias de Víktor Shklovski, para quien

el propósito del arte es el de impartir la sensación de las cosas como son percibidas y no como son sabidas (o concebidas). La técnica del arte de “extrañar” a los objetos, de hacer difíciles las formas, de incrementar la dificultad y magnitud de la percepción, encuentra su razón en que el proceso de percepción no es estético como un fin en sí mismo y debe ser prolongado. El arte es una manera de experimentar la cualidad o esencia artística de un objeto; el objeto no es lo importante (12).

De esta manera, la repetición que lleva a cabo Kantor es una transgresión en el sentido que Deleuze (40) le otorga, un cuestionamiento que lleva a descubrir otra realidad más profunda en que la memoria es vivida, no recordada, en un presente que siempre es distinto.

En La clase muerta, Kantor expone la madurez de su pensamiento sobre el teatro de la muerte, un teatro que podría denominarse ritual, pues es en la escena cíclica donde se presentan los retornados de la muerte como seres que son la encarnación de la memoria. Es en la escena que el propio Kantor aparece como el único vivo que no se propone, por ende, representar nada de manera mimética, pues esta imitación le resulta inconcebible cuando se trata de exponer al hombre y sus conflictos frente a un espectador que debe ser llevado a otra realidad que lo haga ver más allá. Este ritual es necesario para poder hacer del teatro una experiencia compartida en la que el espectador sea un voyeur (para Kantor, única forma de participación activa del acontecimiento teatral). Con ello, devela el secreto del teatro a los espectadores, la creación y sus procesos constitutivos. Es así que, al poner en escena personajes sin la psicología que haga funcionar los mecanismos de identificación, rompe con las concepciones de representación ligadas a la mímesis aristotélica y libera al personaje de todas las jerarquías (patrón, madre, hijo, pobre, rico, etcétera) que se han mantenido por siglos en el teatro y que ya no son posibles en un mundo que ha demostrado ser destructivo cuando las experimenta.13 Sin embargo, los personajes de La clase muerta son hombres pobres, de una escuela pobre, de una aldea pobre. Estos personajes no pueden ser juzgados jerárquicamente, han perdido sus estatutos sociales, se hallan fuera de toda estratificación al estar muertos, pues la muerte les ha quitado toda jerarquía.

A su vez, Kantor sube a escena y participa de/en ella invirtiendo, cuestionando y confundiendo el rol del autor-director, por constituir otra jerarquía que no ha sido abolida de la escena. Esta intromisión la realiza como un ordenador de partituras, como un pintor inmerso en un cuadro-espejo, una realidad del retorno bajo la realidad lineal de la escena. La muerte es el pasaje por el que debe pasar todo aquél que ingresa en esta escena, para así poder retornar transformado en otro y romper la realidad lineal. Kantor está vivo, pero es un retornado, pues ha experimentado la realidad de la muerte en dos guerras y la muerte de su padre en el horror de Auschwitz. Es un retornado que ha atravesado el fuego y, como dice Eliade, “solo aquél que ha sido purificado por el fuego puede entrar al paraíso” (85).

Kantor invierte los roles para romper la jerarquía y demostrar que la realidad no es lineal, ni el tiempo ni la memoria. El espacio escénico es la tela en blanco que Kantor pinta manteniendo un claro límite entre el espacio del espectador (no iniciado) y el espacio de la escena donde él sitúa a sus actores-marionetas,14 sus máquinas, sus objetos. Utiliza un marco para este lienzo y se muestra en pleno acto de creación (no dirección), quebrando la representación mimética al autopresentarse.

Cada uno de los elementos que Kantor incorpora a la escena –o que quita de ella– hace que la representación sea puesta en crisis y, por ende, surja lo indecible, lo irrepresentable.

Esto se enmarca dentro de un profundo cuestionamiento del rol del autor y del texto literario y de la necesidad de su muerte que dé paso a una escena libre de toda preconcepción, pues “la realidad literaria, imaginaria, del arte, era algo diferente de su realización física en el tiempo y en el espacio” (Kantor, El teatro de la muerte 57). Y llevar un texto a escena, según los parámetros del autor, es un acto de ilustración que no hace más que continuar con la conformidad de los convencionalismos, una “ilustración mediocre, una tautología aburrida y una copia naturalista” (35), que atenta contra toda autonomía del arte. Así, para romper con las jerarquías del teatro, de la representación y la primacía del autor en la escena, era necesario mantener una separación que permitiera ir contra toda forma de poder.

En La clase muerta, Kantor ingresa a escena a ordenar su partitura de actores-marionetas (García Fernández 52), o maniquíes siguiendo la huella de Schulz. Esta dirección constituye su independencia frente a la construcción dramática del texto y de su autor.15 Pues, “[…] el texto dramático no se representa, se discute, se comenta, los actores lo siguen a ratos, lo abandonan, vuelven a él, lo repiten; los papeles no están atribuidos invariablemente a una persona, los actores no se identifican con el texto. Es un molino que tritura el texto” (Kantor, El teatro de la muerte 59). Podríamos decir que Kantor realiza una puesta en escena palimpséstica, en cuanto toma el texto de Witkiewicz, lo borra y reescribe sobre él, dejando traslucir solo huellas de su origen. Kantor desjerarquiza los elementos y los reorganiza sin un sentido previo, sin querer decir nada más que la propia significación de la materia que se halla en su estado moldeable. Con ello, su texto escénico se vuelve una realidad material o realidad exterior, en donde los elementos sonoros y visuales conducen a una irreductibilidad que no puede ser permeada por ningún discurso ni forma de poder. Un texto que debe ser reescrito, despojado y dispersado para poder ser comprendido desde la emoción y no desde la idea. Kantor propone que el teatro se ocupe de lo ínfimo y abandone lo grandilocuente, que se reduzca a cero para poder recobrar lo que en él había sido erradicado: la vida. Solo por medio de la muerte de los convencionalismos es posible hablar de la vida. Para ello, el director polaco propone

[…] la neutralización de situaciones, sucesos, conflictos, estados psíquicos en su “aspecto” convencional, la monotonía, el juego con los estados de aburrimiento, tedio, la eliminación de la acción, del movimiento, del habla, contención a la hora de mostrar emociones hasta el estado vegetativo, la interpretación “a escondidas”, los juegos malabares con el vacío, con cualquier cosa “insignificante” e “indigna” de ser mostrada (El teatro de la muerte y otros ensayos 63-64).

En un aparente caos, Kantor muestra sus bancos de escuela, su máquina ginecológica, la niñez recobrada con dolor nostálgico, la vejez, las lecciones de la vida que han pasado desapercibidas. Muestra aquellos pequeños relatos que son “insignificantes”, “indignos” de ser mostrados. A su vez, no hace diferencia entre la representación frente al público y el ensayo (El teatro de la muerte 221), pues concibe el teatro como un acontecimiento que se va construyendo sin cesar, una experiencia que no está acabada y de la que vale la pena mostrar el proceso por sobre el resultado.

La clase muerta es un ensayo que se repite, se prueba frente al espectador o en total soledad. Es por ello que los actores se equivocan, trastabillan, vuelven a realizar las acciones que no terminan jamás. Estos personajes, como retornados de la muerte, conservan huellas de su vida anterior inmersas en una escena que late y respira, son fragmentos inconclusos de memoria. Los ancianos de la escuela se encuentran con sus niños muertos, con la infancia perdida y de aquella experiencia afloran múltiples e interminables emociones.

Kantor abandona todo intento de esteticismo introduciendo el objeto de la realidad cotidiana, para otorgarle valor por su materialidad, como un trozo de memoria. Así, su teatro se plantea como una experiencia directa con una ética de la representación que no ficciona nada, pues “¡una obra de teatro no se contempla!” (El teatro de la muerte 17), una obra de teatro debe dar testimonio en lugar de aquéllos que ya no están, un testimonio que no puede ser estetizado bajo ningún punto de vista.

El objeto comparte el mismo estatuto que el actor-personaje, pues Kantor selecciona sólo aquellos que han sido desechados, que provienen de la basura, por ende, un objeto que ha perdido su sentido utilitario (de uso y de utilería). Este objeto-basura ha muerto y Kantor lo trae a escena como un retornado, un objeto Otro: el objeto pobre, sentimiento de la muerte inevitable y característica de la guerra que azotó al mundo, a Europa, Polonia, Wielopole y Auschwitz.

La incorporación del elemento marioneta como un actor más en la escena y la forma de representar de sus actores como marionetas nos remite, tal como analiza Foucault, al cuadro de René Magritte: Esto no es una pipa (1929) que gatilló el brillante ensayo de Foucault, editado por primera vez en español en 1981 (ver Imagen 3). Estas marionetas son la pipa del cuadro y los actores actúan como marionetas; son la leyenda que desmitifica aquella imagen, que la expone en todo lo que tiene de ficción, de representación de lo idéntico.

Imagen 3: Esto no es una pipa (1929), óleo sobre lienzo de René Magritte de 1929, se encuentra en Los Angeles, county Museum, Estados Unidos. Fotografía extraída de: https://marketingstorming.com/2014/07/18/esto-no-esuna-pipa-induccion-frente-adeduccion/

Conclusiones

Puedo concluir que, para Agamben, la Shoah y en especial Auschwitz, conforman el ejemplo perfecto de biopolítica que sirve como alerta de los peligros que conlleva el poder cuando mira al ser humano como un ente susceptible de ser dominado y despojado de todo derecho ciudadano. La nuda vida, este estado natural del hombre, se configura como una paradoja irresuelta, pues es el ser que no es considerado ciudadano, por ende, puede ser exterminado sin consecuencias, pero que, para ser considerado ciudadano, es necesario que entregue su nuda vida al Estado, poniéndose al servicio del poder que lo investirá políticamente. Agamben percibe que este riesgo está latente en el sistema jurídico y político actual y, por ello, es urgente su análisis y discusión.

El autor cuestiona las formas de representación que surgen después de la catástrofe en la figura del superviviente y su forma de testimoniar. Para él, es fundamental que se diferencie el ámbito jurídico del ético, en cuanto a otorgar justicia a las víctimas, pues el testimonio se sitúa en un punto “más allá” que guarda relación con relatar y escuchar la laguna, aquello indecible que habla en nombre de los que no pueden hacerlo y que jurídicamente no tiene valor, pues para el derecho sólo interesa el acto de juzgar y sentenciar. El testimonio de los supervivientes va mucho más allá; ellos hablan por los que no pudieron hacerlo, por los muertos y los comatosos. Este testimonio es la ruptura de toda lógica, de toda dignidad, de toda concepción de humanidad. Es la prueba fehaciente del potencial destructivo del hombre cuando impone un estado de excepción avalado por el Estado y que concibe al hombre como un tumor que debe ser extirpado. Es por ello que el testimonio debe situarse en una representación no estética del relato, una representación que no provoque ningún goce, sino que ocupe el silencio y la laguna como única forma de relatar el horror.

Podríamos afirmar que el superviviente debe ser, por obligación, un contemporáneo, pues ha visto la oscuridad de su tiempo, habita en sus tinieblas y con medio cuerpo en su pasado debe reparar con su sangre la fractura del siglo presente. El superviviente que testimonia percibe la luz en cada laguna de su relato, una luz que se acerca con cada imagen del horror que se devela y que es inalcanzable por la imposibilidad del relato acabado. Pues, ¿quién podría ser más contemporáneo que el superviviente?, aquél que ha pasado por la muerte y ha retornado, aquél que ha sido purificado por el fuego y puede, por ello, entrar en el paraíso. Pero este paraíso implica romper con toda norma, exige un pago para su ingreso y este pago consiste en el sacrificio: la eterna testimonianza.16

Auschwitz provocó una enorme e interminable reflexión. Adorno habló de la imposibilidad de hacer poesía y, con ello, de la imposibilidad de representar la realidad sin extrañarla de su contexto para que el lector/espectador complete los relatos. Esta irrepresentabilidad, que para Rancière es la esencia del giro ético, prohíbe el goce estético del horror, impide la mentira de la ficción como engaño, no así como evidencia de ésta. El arte debe dar y ser testimonio del derrumbe de la representación mimética para dar paso a la diferencia, aquella representación que evidencia los fundamentos de su construcción, que devela los secretos al espectador y deja hablar al silencio que evoca la laguna.

Tadeusz Kantor lo sabía muy bien, experimentó el horror de dos guerras y la muerte de su padre, fuegos que, en el crisol de su creación, forjaron un teatro que fue testimonio de lo imposible. Su teatro de la muerte fue único e irrepetible, pues su presencia en escena, pintando el espacio con las imágenes de los retornados, no podrá jamás volver a experimentarse. La muerte fue, para Kantor, aquella pulsión, aquel ritual que podía erradicar toda jerarquía, pues tenía plena conciencia de que la verosimilitud, la mímesis y la identificación se hallaban en el centro y el centro representaba al poder. Con La clase muerta pudo dar a conocer mundialmente sus postulados, su interdisciplinariedad y la performatividad que fueron los cimientos de su creación. Kantor evidenció la crisis de la representación y la fracturó para poder dar y ser testimonio de su tiempo, de todos los tiempos. Fue un contemporáneo que, por medio de la restitución de la memoria como un hecho que vuelve de la muerte a través del recuerdo, acercó la luz a todos los que pudieron vivir cada uno de los acontecimientos escénicos de cada representación/presentación de su escuelita pobre de ancianos muertos.

Kantor encarnó la ruptura de la representación, supo relatar y escuchar la laguna. Rompió con la estetización y los convencionalismos, incorporó el objeto como un retornado, experimentó con la marioneta y la máquina. Pintó y ordenó el caos, deconstruyó el texto e invirtió el rol autor-director. La clase muerta es un grito a la vida y a la memoria como Otra memoria, aquella que se presenta en su nuda vida, no para ser dominada por ningún poder, sino para liberar al hombre de sus temores, de sus vicios, de sus ansias de poder. La memoria retornada en la escena de aquella escuela es aquella posibilidad del testimonio perfecto, aquella luz de pasado que nos atraviesa para despojarnos de la culpa histórica. Kantor, el transgresor y revolucionario, que con su sola presencia sobre la escena supo testimoniar la imposibilidad del testimonio, fue, por ende, un superviviente, un visionario de todas las épocas de la humanidad. Traspasó los tiempos para llegar a nosotros retornado, en cada puesta en escena de cada uno de los escenarios de nuestra contemporaneidad.

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Notas

1 Si pensamos en que el teatro posdramático (Lehmann, Cornago, Lacanna, Sánchez, Szondi, entre otros) y poshumano (incluida su corriente transhumanista) se han apoderado de la escena contemporánea y que hoy se cuestiona el rol preponderante y exclusivo del actor-humano en escena (y de la humanidad misma). Lo que hace de este tema algo actual, urgente y fundamental de discutir. Asimismo, varios autores, entre ellos Lehmann y Cornago, consideran el teatro de Kantor como uno de los ejemplos más claros de teatro posdramático.

2 El Homo sacer (como figura) proviene del derecho romano arcaico (en el que no había diferencia entre el derecho religioso y el penal) y es el hombre que es sagrado, es decir, un individuo que ha cometido un delito grave y que no puede ser objeto de sacrificio puesto que como sacer ya está en manos de los dioses del infierno. Sin embargo, si a este hombre se le asesina, el asesino no puede ser juzgado, pues esta ley escapa al derecho humano (ver Agamben, Homo Sacer I 95).

3 Recordemos la novela autobiográfica Sin destino (1975) del húngaro, premio Nobel de Literatura (2002) y sobreviviente de Auschwitz, Imre Kertész. En la novela, su personaje protagónico, el joven de 14 años Gyurka, luego de pasar por varios campos, llega a Auschwitz y cae en estado de musulmán, siendo arrojado en una pila de cadáveres. Esta novela fue llevada al cine por Lajos Koltai en el año 2005.

4 Este término proviene de la medicina. Se le llama así al cuerpo recién muerto pero que es mantenido artificialmente con vida para poder extraer sus órganos para trasplante, investigación científica u otros fines médicos y pedagógicos (ver López).

5 Agamben aclara que la verdad y la justicia no son materias del derecho judicial ni penal puesto que el fin último de éstos es el juicio, el acto de juzgar, aunque sea sobre la base de una injusticia o falsedad. Esto –dice el autor– se puede comprobar en la existencia de la fuerza de cosa juzgada (ver Agamben, Homo Sacer III  9-10).

6 Para Agamben, der Musselmann (que proviene del árabe) significa literalmente “el que se somete incondicionalmente a la voluntad de Alá”, sin embargo, el musulmán de Auschwitz es el que ha perdido toda voluntad o conciencia de aquello que sucede a su alrededor (Homo Sacer III 45).

7 “Entiendo por humanismo, el conjunto de los discursos a través de los cuales se le ha dicho al hombre occidental: ‘Aunque no ejerzas el poder, puedes no obstante ser soberano. Mejor aún: cuanto más renuncies a ejercer el poder y más te sometas al que te impongan más soberano serás’. El humanismo es el que ha inventado sucesivamente todas estas soberanías sometidas, tales como el alma (soberana del cuerpo, sometida a Dios), la conciencia (soberana en el orden de los juicios, sometida al orden de la verdad), la libertad fundamental (soberana interiormente, pero que consiente y está ‘de acuerdo’ exteriormente), el individuo (soberano titular de sus derechos, sometido a las leyes de la naturaleza o a las reglas de la sociedad). En resumen, el humanismo es todo aquello con lo que, en Occidente, se ha suprimido el deseo de poder, se ha prohibido querer el poder y se ha excluido la posibilidad de tomarlo” (Foucault, Microfísica del poder 34).

8 El énfasis es del autor.

9 “La introducción de la barrera infranqueable y la condición de muerte alteraron irrevocablemente los parámetros del teatro de Kantor. En la producción, puesta en escena en el sótano de la Galería Krzysztofory en Cracovia, dos cuerdas dividían el espacio en, para usar una metáfora del manifiesto, el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. En el mundo del otro lado: ‘en un espacio olvidado de nuestra memoria’. […] La clase muerta basada en Tumor cerebral de Stanislaw Witkiewicz, Ferdydurke de Witold Gombrowicz y ‘Tratado de maniquíes’ de Bruno Schulz (1975): la producción marcó un cambio considerable en los experimentos teatrales de Kantor. En lugar de profundizar en los procesos de desgarrar el espacio teatral / texto dramático de la realidad existente, exploró los procesos de reconstrucción de recuerdos en el escenario” (Kobialka 126-7; traducción mía).

10 Declaraciones de Kantor en el documental producido por la televisión polaca en 1985, denominado Kantor.

11 Se debe aclarar que el padre de Kantor, Marian Leon Kantor-Mirski, un destacado maestro, escritor e historiador polaco, fue apresado por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, en el año 1939. Fue trasladado desde Tarnów el 20 de febrero de 1942 a Auschwitz-Birkenau, donde falleció el 18 de marzo del mismo año (existe una duda razonable respecto a esta fecha que algunos de sus biógrafos plantean al proponer también que pudo haber muerto el 1 de abril de 1942 ya que los nazis no registraban todas las fechas de muerte). Su fallecimiento fue relatado por testigos, aquéllos de los que habla Agamben. Su información se halla en el Museo Auschwitz-Birkenau (http://auschwitz.org/en/museum/auschwitz-prisoners/). También se halla en el Libro Memorial de Cracovia que permanece en el mismo museo. Su número como prisionero era el 22695. Su autobiografía, expuesta en su diario personal de 1921 (núm . 42, p. 1675) (https://www.wbc.poznan.pl/dlibra/publication/edition/64442?id=64442), relata sus hazañas en la Primera Guerra Mundial. Como escritor, profesor e historiador fue premiado y destacado en su país (pueden verse sus escritos sobre educación en https://www.sbc.org.pl/dlibra/show-content/publication/edition/63679?id=63679). “En 1939 como voluntario participó en la campaña de septiembre. Por su actividad clandestina en la Unión de Lucha Armada el 8 de noviembre de 1940, fue detenido y encarcelado en una prisión de Tarnów. En febrero de 1942, fue trasladado al campo de concentración de Oświęcim, donde murió el 1 de abril [18 de marzo] de 1942. Como resultado de su matrimonio con Helena Berger, tuvo dos hijos: Zofia y Tadeusz, más tarde artista, pintor y director de teatro” (https://www.geni.com/people/Marian-Kantor-Mirski/6000000081266494937). Cabe mencionar que Oświęcim en alemán significa Auschwitz.

12 “En Más allá del principio del placer (1920) [Freud] descubre que se encuentra unida a una pulsión de muerte, ‘de desunión, desligadura, con la vida propia y con los hombres’. La repetición como pulsión de muerte se corresponde con la refutación del sentido, de la trascendencia y de la inteligibilidad que toda representación conlleva” (Bravo 15).

13 Según Susmanscky (10), el creador polaco se opone fuertemente a la mímesis con el objetivo claro de tergiversar las categorías de la representación y para lograrlo introduce la repetición como una forma de enfrentar el tiempo circular con aquél cronológico que implica la mímesis.

14 García Fernández analiza la marionetización del actor en Kantor, como cuerpos artificiales que el creador pone en escena. “Incluso en las obras donde los cuerpos artificiales escasean o parecen ausentes, que son minoritarias y alcanzan el grado de excepción, es posible reconocer su influjo a través de la marionetización del actor” (52). Esto no quiere decir que se desconozca el juego de maniquíes que Kantor realiza como cita a Schulz. Asimismo, se hace hincapié en el juego que Kantor realizaba al nombrar los maniquíes como figuras de cera, títeres, esculturas, maniquís (51-52).

15 Es por ello que en la representación de La clase muerta no es posible ver una historia, sino retazos casi imperceptibles del texto que le dio origen: el drama de Witkiewicz, Tumor cerebral (además de las huellas de Schulz y Gombrowicz). Asimismo, Kantor (La clase muerta 216) expone que un acto salvaje como situación dramática no puede ser reproducido por ninguna ilustración y por ello renuncia a llevar a cabo esta práctica.

16 Testimonianza es una palabra italiana. “Tanto en el sentido de ‘acto de testimonio’, y en el extenso, ‘declaración, demostrar que se hace nota de algo’, la palabra testimonianza se remonta a los primeros siglos de la lengua italiana escrita (a finales del xiii y principios del xiv). En el más amplio sentido jurídico puramente, ‘declaración ante el tribunal u otra autoridad’. Testimonianza se encuentra en el maestro de retórica de Dante, Brunetto Latini (‘Se fai testimonianza, / sia piena di leanza’, cioè di lealtà)” (Enciclopedia Italiana). Se ha optado por utilizar este término por ser más preciso cuando se habla de dar testimonio con lealtad.