Doi: 10.25009/it.v11i18.2649

Foro

Artes escénicas en contingencia

Nota introductoria

Antonio Prieto Stambaugh*

* Universidad Veracruzana, México. anprieto@uv.mx

Este Foro es una sección extraordinaria en la revista Investigación Teatral y manifiesta la urgente necesidad de reflexionar sobre el impacto que ha provocado la pandemia del COVID-19 en el quehacer escénico actual. Aquí están reunidos los textos de 13 de especialistas de México, Argentina, Brasil, Colombia, Cuba y España que respondieron a la invitación que les hicimos a principios de junio de 2020 para abordar algunas de las siguientes interrogantes:

  1. ¿Cómo se están transformando las artes escénicas a raíz de la pandemia?
  2. ¿Cuáles son las posibilidades y los límites del tecnovivio escénico?
  3. ¿Qué nuevas performatividades y corporalidades escénicas emergen en situación de contingencia?
  4. ¿Qué impacto ha tenido la pandemia en grupos, compañías y foros escénicos tanto independientes como institucionales?
  5. ¿Qué nuevas políticas culturales para las artes escénicas pueden plantearse a raíz de la contingencia?

Es así como logramos reunir voces provenientes de reconocidos colegas dedicados a la investigación, la creación, la docencia o la gestión del teatro, la danza y el performance. Algunos textos plantean novedosas reflexiones teóricas; otros exponen las decisiones creativas tomadas para seguir trabajando en el contexto del aislamiento social impuesto por la contingencia sanitaria. En su gran mayoría, el contenido de estos escritos está atravesado por cargas afectivas que van desde la frustración y resistencia a las biopolíticas institucionales, a la emoción de encontrar nuevas técnicas para montar y difundir internacionalmente un proyecto. Sobre todo, este Foro expresa la común convicción de que una crisis como ésta no debe ser motivo para abandonar el trabajo escénico, sino de reinventarlo.

Volar como colibrí mientras arde la selva

Rolf Abderhalden Cortés*

* Director escénico y docente, Mapa Teatro, Colombia.rolfmapa@gmail.com

No he tenido fuerzas para nada. Menos para escribir sobre esto que aún no sé nombrar. Esto tan incierto y concreto que me ha hecho llorar como no recuerdo haber llorado antes. ¡Si Antonio Prieto no me hubiera insistido en colaborar con un texto para este foro, no hubiera escrito nada! Cuando logré escapar de mi ciudad y huir de las imágenes, el llanto disminuyó, pero los efectos de las imágenes persisten y ahora se suman otras, las imágenes que produce, ya no la visión, sino la escucha. O el olor a desinfectante cuando, por alguna necesidad, entro a la farmacia del pueblo donde estoy ahora (Villa de Leyva, Colombia), despidiéndome de mi madre. Ya no lloro ante la pantalla, lloro ante el paisaje. No sé qué pensar, no sé qué decir, me quedo mudo y lloro. Como cuando uno espera callado el turno para despedirse y el llanto no brota con el abrazo, sino en la fila, mientras se espera, antes del adiós.

Antes de la actual –llamémosla como el título de este foro– “contingencia”, no recuerdo haber sentido de forma tan radical el abismo: éste que nos separa a unos/as de otros/as. Los del “norte” y las del “sur”; los de “arriba” y las de “abajo”; los blancos y los negros, las indias, las mestizas; los sanos y los enfermos; los de la economía formal y las de la economía informal; los ricos y los pobres del mundo. Así, sin matices ni sutilezas, pura dualidad, antagónica e irreductible.

Soy aquello que Occidente ha llamado un “artista”; pertenezco a esa singular comunidad que produce algo intangible, aparentemente inútil, efímero y fugaz, creado a partir del deseo y la necesidad. Como la gran mayoría, he tenido que dejar súbitamente mi quehacer artístico para encerrarme entre cuatro paredes a esperar que esto pase. Hace exactamente cuatro meses vivimos en estricto confinamiento, intentando evitar lo inevitable: el colapso del sistema sanitario y de todo el sistema económico que lo envuelve. Seguimos confinadas/os y aún no hemos llegado, en esta parte del mundo, a ese momento de catástrofe. Sin embargo, el hambre, hace tiempo, llenó las calles y la necesidad golpea, con más urgencia cada día, a nuestras puertas.

Hago parte de esa minoría que puede permanecer en casa y transitar libremente por el ciberespacio. Pero mi condición de privilegiado no me protege del todo; me afecta, me vulnera. Esta sensación de malestar me ha servido para radicalizar nuestra visión de lo que hacemos las y los artistas: ese trabajo que consiste en darle forma a las fuerzas de la vida que nos afectan en el cuerpo; tan improductivo como útil y necesario en una sociedad. Si hace un par de décadas sentimos que lo que nos impulsaba a im/producir era una urgencia de “artes vivas”, hoy pensamos que la “nueva normalidad” no puede obligarnos a re-inventar con “creatividad” nuestro obrar en el régimen espectral globalitario, en el no-lugar y el no-tiempo de la virtualidad.

Cada día van surgiendo más iniciativas en este sentido, estímulos económicos que, obviamente, necesitamos las y los artistas para vivir y realizar nuestro trabajo, dirigidos a sustituir el acontecimiento producido por la presencia vital de los cuerpos, que antes compartíamos en el espacio común de la calle, del teatro, el museo, la ciudad, por la tele-presencia en la pantalla del evento post-producido. Del in vivo y el in vitro, pasamos ahora al in silicium del no-cuerpo.

Es cierto que el arte no puede exigir condiciones ideales para llevarse a cabo y que es su deber dialogar con su tiempo, incluso en las peores condiciones, anticipándose al tiempo por venir con nuevos modos de hacer. Pero esto que se nos pide hoy día, de manera generalizada, nada tiene que ver con una reflexión sobre las condiciones actuales de vida y de trabajo, ni con una actualización de los modos de producción del artista: se trata de un dictamen, de una consigna que impone, no la pandemia misma, como pretenden hacernos creer, sino el régimen del capital financiero global, para ser más “creativos”, es decir, más productivos.

La creatividad había sido ya cooptada, desde hace tiempo, por este régimen; fagocitada por las llamadas “industrias creativas” y, en esta emergencia económica, fatalmente absorbida e instrumentalizada por el estado de excepción. La “creatividad”, tal como se entiende actualmente, ya no tiene que ver con los procesos –impredecibles y sin finalidad– de la creación artística. Estos dos principios, otrora motores de un mismo gesto poético/político, se muestran hoy incompatibles, irreconciliables. Imaginar tácticas y gestos para resistir a la presión de ser “creativos” en este nuevo orden mundial es para nosotros, las y los artistas, una responsabilidad ética/estética con nuestro obrar: indisciplinado, desobediente, improductivo, siempre atento al llamado de lo vivo.

Mientras me pregunto qué más puedo decir para llegar al final de mi intento de escritura “no-creativa”, recuerdo una potente fábula que escuché, durante estas interminables horas de confinamiento, en voz del filósofo italiano Nuccio Ordine y se me ocurre contarla así:

Para ser más rentable, innovadora y expansiva, los artistas dejaron la selva de la creación en manos del necro-liberalismo que la ha puesto en llamas. Alejándose del incendio, igual que los animales, los artistas huyen despavoridos. Sólo una artista vuela en sentido contrario, en dirección de la selva: es una colibrí. ¿Qué haces? –le gritan los demás–, ¿no ves que la selva está en llamas? Sí, claro –responde– llevo una gota de rocío en mi pecho, ¡voy a intentar apagar el incendio!

La escena confinada: persistencia e incertidumbre

André Carreira*

* Director escénico y docente, Mapa Teatro, Colombia. rolfmapa@gmail.com

La polarización entre la ética de los cuidados y la servidumbre a las lógicas de los mercados parece ser el dilema que nos presenta esta pandemia que cambió el mundo de golpe. Por eso, es necesario pensar el momento presente, intenso y complejo. Sin embargo, aunque esta sea una tarea urgente, no es fácil reflexionar sobre las artes escénicas en la actualidad.

Vivimos la primera pandemia en un tiempo globalizado y articulado a través de medios de comunicaciones inmediatos. La amenaza de muerte por el coronavirus y las consecuentes medidas sanitarias nos obligaron a resituar las condiciones de nuestras vidas; como artistas de la escena, tuvimos que recrear nuestras prácticas artísticas en una situación completamente adversa.

La velocidad de la información que se tiene sobre la enfermedad, así como las dudas sobre lo que se debe o no hacer, sobre cómo se sitúan los poderes y los discursos sanitarios, además de cómo organizarnos socialmente frente a eso, provocan desconcierto. La incertidumbre acerca del futuro inmediato y cómo podremos salir de la parálisis total de la actividad escénica nos ha llevado a un lugar desconocido. Frente a eso, hemos emprendido acciones que nos hacen sentirnos vivos, pero es como nadar para no hundirnos sin tener una orilla a la vista.

Por un lado, nos organizamos para exigir, de los gobiernos, apoyo financiero para artistas y grupos creativos;1 por otro, nos pusimos a experimentar formas de seguir creando mientras imaginamos un futuro post-confinamiento. En Brasil, a esto se suma la lucha contra el gobierno neo-fascista del presidente Jair Bolsonaro, que abandona la población a su suerte y ataca a los artistas. Aquí, la experimentación creativa se combinó con acciones contra las medidas económicas ultra liberales y los planes golpistas del presidente del país.2

Durante el confinamiento, han surgido proyectos de puestas en escena teatrales videograbadas, presentaciones en vivo con video-conferencias, charlas, talleres y concursos.3 Estos modos de desarrollar formas de estar juntos creando o discutiendo la coyuntura, han sido responsables de una gran cantidad de materiales que han producido artistas e investigadores a través de las redes.4 Pero, ¿tenemos capacidad de asistir a esta inundación de videos y lives que las redes nos sugieren en todo momento durante nuestros confinamientos?

El encierro ha llevado a la gente de las artes escénicas a una intensa movilización que intenta recrear el campo teatral. Sin embargo, estábamos atrapados por los medios electrónicos, que se constituyeron como las únicas formas de estar juntos. Aun así, las actuales plataformas que nos habituamos a usar abrieron espacios de interacción. Artistas, familias e instituciones se abocaron a las pantallas buscando modos de encontrarse y producir. Eso generó una fuerte y, quizá, inevitable sensación de que estos medios podrían transformar nuestros modos de trabajo. No fue difícil percibir cómo se podía ampliar la audiencia de nuestras creaciones por medio de celulares y computadoras. Algunos artistas y grupos pudieron actuar o dialogar con centenares de espectadores simultáneamente y medir la repercusión en las redes sociales. Esto es seductor y estimula pensar que estas formas de conexión mediadas podrían representar un nuevo camino para el quehacer teatral.

Buscamos formas de estar con las otras personas y de seguir creando ficción en este tiempo de control estatal, de distancia social y también de miedo al contagio. Parte de esta actividad se dedicó a la difusión de trabajos anteriormente realizados, en una suerte de puesta en circulación de archivos. Otras iniciativas se volcaron a la creación en confinamiento, lo que estimuló la experimentación poética.

Estas prácticas conformaron una reinvención de usos de las herramientas digitales. Pero, ¿podemos decir que eso implicó la aparición de nuevas performatividades o corporalidades o de una nueva teatralidad? ¿Estamos transformando el teatro o, en realidad, es apenas un cuarto intermedio táctico, antes de que volvamos a disputar formas de estar con otras personas?

Producir proximidad, materia fundamental del teatro, es un desafío en la pandemia. ¿Cómo continuar explorando aquello que nos parece natural cuando nos vemos sometidos a una situación tan adversa? Podemos magnificar las tecnologías como soporte de una nueva teatralidad o comprender que, como arte superviviente, el teatro usó las herramientas virtuales disponibles para afirmar su resistencia y su capacidad de experimentación.

Mucho antes de la pandemia, diversas experimentaciones escénicas probaron utilizar las redes como ambiente performativo, poniendo en discusión las formas de convivencia a través de internet.5 Sin embargo, la singularidad de lo teatral está relacionada con la experiencia corporal que se realiza en presencia de otras corporalidades en un espacio y tiempo compartido. Su centro está en la posibilidad del contacto físico, aunque este nunca llegue a ocurrir. La certeza de que los cuerpos pueden experimentar un acercamiento que rompa de forma radical con el plano de la ficción hace especialmente arriesgada la performance teatral.

El teleconvivio que fuimos obligados a poner en el centro de nuestra actividad no reemplaza el estar juntos, porque no existe el riesgo de la proximidad. El confinamiento mostró que somos capaces de convivir a través de medios virtuales, aunque con restricciones, por un tiempo prolongado. No obstante, cuando estamos charlando frente a una pantalla sabemos que nos falta el abrazo como materialización de una existencia frágil que merece cuidados; sabemos que mirando a la cámara del dispositivo no nos estamos mirando a los ojos simultáneamente. Tenemos consciencia de una mediación en la cual los cuerpos no se afectan directamente. Por eso, la mediación electrónica no puede constituir una nueva naturaleza del teatro.

El teatro –arte “inútil” por naturaleza– no puede sobrevivir como práctica comercial en el confinamiento. Otros lenguajes artísticos tienen alguna posibilidad de autofinanciamiento, pero el teatro depende de la intervención de un estado social. El impacto financiero de nuestra paralización no parece afectar más que a artistas y personal técnico de la escena. La sociedad no clama por la reapertura de los teatros. Nos auto-organizamos reivindicando protección en la crisis y llamando la atención de la sociedad sobre la importancia de cuidar la cultura.

La repercusión mundial de la crisis sanitaria puede propiciar la percepción de que fuimos atravesados de forma irrecuperable por la potencia de las plataformas de comunicación en vivo. Pero si algo nos afecta de verdad son los cambios –positivos y negativos– que se dan en el fondo de las sociedades.

Aunque estos cambios están transformando el teatro de una forma menos visible, impactarán seguramente en la forma de pensar nuestro arte. Otro acontecimiento, como la revolución antirracista que inició en los Estados Unidos y llegó a otras partes del mundo, se define por la toma de la calle como espacio común, el cual debe ser considerado como elemento fundamental en este momento histórico. Se trata de una disputa por el derecho a ocupar las calles con otras personas como un modo radical de transformación.

Es cierto que los medios electrónicos pueden ser fundamentales para conectar y convocar a las personas, pero no podrán sustituir aquello que es el verdadero estar juntos, es decir, el sentir la vibración del otro, y experimentar los impulsos que nos llevan a vivir la proximidad como un estar en el mundo que, por ser arriesgado y comprometido, nos deja algo más de lo que son capaces de dar los videos de YouTube.

Sobre la naturaleza del teatro

Óscar Cornago*

* Investigador, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (csic), España. oscar.cornago@cchs.csic.es

La capacidad del Homo sapiens para naturalizar sus condiciones de vida pareciera no tener límites, pues ahí se pone en juego su propia capacidad de supervivencia. Naturalizar algo implica una doble operación; por un lado, invita a asumirlo como inevitable, por lo que no tendría sentido oponer resistencia, y por otro, se apunta al lado no natural, es decir, a la cultura como forma de reaccionar, organizarnos y protegernos de las inclemencias de lo que termina imponiéndose como “natural”.

No es casual que las teorías críticas que se ocupan de cuestiones aparentemente tan naturales como lo era el género en su momento, o el medio ambiente, hace tiempo que vengan advirtiendo de los peligros de esa caja negra que llamamos “naturaleza”. Tampoco es casualidad que dicha caja negra haya sido uno de los objetos recurrentes de la poesía y las artes, sobre la que han proyectado toneladas de lirismo y buenas intenciones, quizá movidos por su mala conciencia en tanto que son dispositivos culturales que miran con envidia lo que se da de forma aparentemente espontánea, sin trucos, técnicas ni artificios.

El teatro no es una excepción, al contrario. Quizá sea, entre todas las artes, la que más abiertamente exhibe su trauma por la expulsión de un paraíso donde las personas interactuaban de forma natural. Por supuesto, no habría público, pues todos serían actores, y accedían así a una experiencia plena como integrantes de una comunidad donde se vivía en proximidad, sin caretas, ni distancias impuestas.

Pero el teatro es sobre todo una técnica, quizá de las más antiguas, por lo que no ha tenido problema, a pesar de todos sus traumas, en incorporar los avances de otras técnicas de la imagen, el sonido o la iluminación. Esto no ha ido en detrimento de lo que todavía hoy se consideran derechos por naturaleza del teatro, el deseo de encontrarnos, la experiencia de la proximidad, el cara a cara y la palabra “viva”. Pero los mitos, tan viejos y tan necesarios como el teatro, no dejan de ser otro producto cultural, aunque aparenten esa misma familiaridad con el reino de lo natural que dan los años.

En medio de este conflicto entre naturaleza y técnica llega la COVID-19. Un virus natural que ha sacado a la luz muchos otros virus no naturales que ya estaban ahí, aunque los teníamos tan incorporados que empezábamos a olvidarlos: el virus de los medios, de las redes y los móviles, de la economía inmaterial, el virus de tener que pensar cada cosa que hacemos en términos de rentabilidad, el virus de lo artístico como un proyecto social con una utilidad certificable. Y nos preguntamos lógicamente por la postura que debe adoptar el teatro ante este nuevo virus y cuál puede ser su función cuando no podemos encontrarnos físicamente. Esta situación, que parece atentar contra la esencia del teatro, supera los niveles de anormalidad en los que ya vivíamos, aunque podría leerse como un acelerón de la historia en la misma dirección que ya traíamos.

En mi opinión, lo mejor que puede ofrecer el teatro, y en general las artes, no es poner al día su currículum para demostrar su utilidad ante esta emergencia, como tampoco negarse a aceptar lo que ya está pasando, sino aprovechar, como ha hecho siempre, la anormalidad de lo aparentemente normal, bautizada por algunos –por si quedara alguna duda– como la “nueva normalidad”, para tomar conciencia de que no hay normalidades que no sean las que una determinada sociedad se concede a sí misma. ¿Cómo denunciar las pretendidas (a)normalidades? Como lo ha hecho siempre, conspirando y en secreto, diciendo una cosa y haciendo otra, utilizando la creatividad, los trucos, técnicas y artificios a su alcance para protegerse de los dictados de la madre o el padre naturaleza.

Lo que llamamos naturaleza, los discursos, valores y formas de representación que la sostienen, es una invención cultural, un producto esencialmente contingente al medio desde el que se genera. Y el teatro, que no deja de mirar ese horizonte perdido de lo natural, es también algo esencialmente contingente a los contextos en los que opera. ¿Cómo se adapta un medio contingente por naturaleza a las contingencias de este nuevo virus? Es hasta cierto punto una pregunta redundante, ya que el teatro no ha hecho otra cosa a lo largo de su historia que adaptarse a los tiempos sin renunciar a esas otras partes que Georges Bataille definió como malditas por desbordar los canales habituales de la economía, las partes que se nos escapan, que no controlamos del todo, espacios no diría de libertad, pero que no responden en todo caso a las lógicas de producción y rentabilidad. De este modo, el teatro se ha ido adaptando a las demandas de dioses, reyes y señores, a las demandas de curas y pedagogos, de teóricos e investigadores, del público y las instituciones, de la economía, las tendencias y las líneas de programación. Adaptarse y, sin embargo, sobrevivir como expresión y práctica de disidencia.

La COVID-19 no es un virus teatral. Para el teatro, como para el resto de la sociedad, es simplemente un accidente, algo que ocurre y no queda más remedio que asumir para aprender. Un virus teatral puede ser el teatro documental, la performance, la narraturgia, el teatro posdramático o cualquier otra corriente que se extienda de manera incontrolada amenazando la supervivencia de otros lenguajes o usos teatrales. Un virus teatral puede ser la idea de que el teatro exige la proximidad entre actor y espectador, y de que, si no es así, eso no es teatro. Pero estos virus no son nuevos, aunque esta situación haya servido para ponerlos en evidencia. Para el teatro, la COVID-19, además de una catástrofe, es un apasionante campo de pruebas para seguir explorando otras posibilidades.

Si quitamos todas las capas con las que hemos ido enterrando o desenterrando la imagen de lo que podría haber sido teatro en otras épocas, llegaríamos a la idea de que lo único que tienen en común todos estos teatros es el esfuerzo por adaptarse y sobrevivir en los medios en los que les tocó desarrollarse. La situación provocada por la COVID-19, que se ha venido encima de forma aparentemente más violenta que otras, aunque con la misma autoridad y exigencias, es una oportunidad para repensar lo que creíamos que ya conocíamos de la naturaleza del teatro y de nosotros mismos, de nuestras potencias y fragilidades.

Los accidentes no preguntan, simplemente ocurren. Provocan un shock, un vacío, un momento de detención en el que parece que todo lo que sirvió para dar sentido al mundo se hubiera quedado suspendido. Ese vacío encierra una fuerza innegable, nos descoloca, nos retrata en toda nuestra desnudez, nos hace sentir vulnerables, pequeños, extraños en nuestro propio medio. Miramos alrededor y no reconocemos nada. El mundo se hace ajeno y oscuro. Luego, progresivamente, las cosas se van asumiendo y normalizando, nos vamos habituando y volvemos a hacer habitable lo que nunca pensamos que podría ser habitable. Ésta es la única naturaleza del ser humano o antihumano, su capacidad para sobrevivir, pero el arte, que forma parte también de su naturaleza, no tiene la función de hacer el mundo más habitable, ni tampoco menos, sino de insistir en esos momentos de shock y vacío, en esos instantes de extrañamiento y suspensión que nos obligan a mirar alrededor y hacernos cargo de todo lo que nos supera, instantes que nos reconcilian con la parte más desconocida de nosotros mismos. El arte es un accidente para sobrevivir a ese otro accidente que es la historia.

Los accidentes están constantemente sucediendo, aunque en muchos casos no alcancen la magnitud suficiente para que sean percibidos. Si aceptamos la incertidumbre que provocan como una potencia, y ciertamente un riesgo, antes que un impedimento, aceptaremos también que el panorama abierto por este virus es un contexto más, quizá no tan distinto de los que se dieron en otros momentos de la historia, para medir nuestra inteligencia como sociedad, una inteligencia en la que la imaginación, la capacidad para delirar e inventar son instrumentos fundamentales.

Aprovechar esta situación para insistir en la oposición entre la naturaleza humana del teatro y lo deshumanizado de las tecnologías es como volver la mirada a ese paraíso del que se dice que un día fuimos expulsados, encerrar el teatro en unos formatos y códigos fijos en lugar de preguntarnos qué otras cosas puede ser y qué otras posibilidades puede tener.

Creer en los paraísos es hoy tan necesario como siempre, pero pensar que ese paraíso tiene unas condiciones determinadas, de las que además estamos seguros, sería convertirlo en un infierno. Frente a las promesas del paraíso perdido y del teatro de la verdad quizá habría que creer, como decía Donna Haraway a comienzos de los ochenta –cuando el virus de la cultura digital estaba comenzando– en las promesas de los monstruos, los ciborgs, los robots, los engendros y los inadaptados.

Entre el convivio y el tecnovivio: artes de pluralismo, convivencia y diversidad epistemológica6

Jorge Dubatti*

* Investigador y docente, Universidad de Buenos Aires, Argentina. jorgeadubatti@hotmail.com

I

Con sus 500 espacios teatrales clausurados, sin la oferta aluvional de cartelera en escena, nos cuesta reconocer a Buenos Aires en Buenos Aires: más bien, parece la luna. El extrañamiento, casi destierro, va acompañado, sin embargo, de fascinación: la vida cotidiana se ha transformado en un vasto laboratorio de (auto) percepción de ausencia convivial. La cuarentena nos confirma que la base del acontecimiento teatral está en el convivio, el cuerpo y su peligrosidad de contagio, de allí la obligatoriedad de su brutal restricción. Desde hace 100 días, la cultura convivial se ha retirado (no solo la teatral, toda: la de las calles, los templos, los estadios y las canchitas, la de las clases y las bibliotecas, las reuniones familiares y las juntadas con amigos, las de los transportes públicos, los restaurantes y los bares, los negocios, las fiestas, etcétera). La cuarentena vino a poner en primer plano la relevancia de los convivios en nuestras existencias. Antes, como la “carta robada” de Poe, la teníamos ante los ojos, pero no la veíamos. A esta altura ya todos experimentamos un síndrome de abstinencia convivial. Si algo demuestra la cuarentena es el fracaso e impotencia del tecnovivio7 en la sustitución del convivio.

II

En cuarentena asistimos, en nítida proporción directa, a una retirada del teatro y de las artes liminales conviviales, así como a una avanzada de las artes tecnoviviales. Fundamentalmente, en busca de una salida laboral (porque la cuarentena ha puesto al desnudo la condición precaria de los trabajadores teatrales en la Argentina), pero también en algunos casos por auténtico interés creativo y experimental, los teatristas y las salas de todos los circuitos (el teatro oficial, el independiente, el comercial) se han volcado masivamente a las redes. Hay hambre y no se pueden dar funciones ni dar clases. Se cortó el ecosistema teatral. En consecuencia, cuelgan videos de espectáculos grabados y los preceden con charlas telemáticas en Instagram, Facebook o YouTube a manera de presentación; hacen funciones en vivo (generalmente unipersonales) y las transmiten por streaming; multiplican las opciones del audio-teatro, variantes convencionales o más experimentales del radioteatro (ahora también por WhatsApp o YouTube); dan clases y organizan foros en la web.8 No siempre los resultados son buenos económicamente, pero como el público no tiene el límite del aforo, se juntan unos pesos o la recaudación puede ser importante, sea “a la gorra” (por contribución voluntaria del espectador) o a través del pago de una entrada.

III

En la praxis, experiencia convivial y experiencia tecnovivial se manifiestan claramente diferentes, tanto ontológica como epistemológica, ética y políticamente. Sin afán de binarismos (hablamos, como se verá, de canon de multiplicidad), nos interesa registrar principales diferencias de sus reomodos9 al confrontar artes teatrales (conviviales) / artes tecnoviviales, en sintéticas estructuras nominales separadas por barras:

Paro aquí, porque me quedo sin espacio para lo que falta decir. Experiencias diferentes, en suma, reenvían a paradigmas diferentes porque exigen constelaciones categoriales diversas.

IV

Las mayores diferencias surgen cuando (filosóficamente) se politizan el convivio y el tecnovivio. Dijo McLuhan: “El medio es el mensaje”. Por ejemplo: 1°) Para el neoliberalismo, el convivio teatral tiene “enfermedad de gastos”. Es más económico multiplicar hologramas que educar actores en las escuelas y pagarles un sueldo (los hologramas no se enferman, no se cansan, no faltan, no hacen huelga, no opinan, no abandonan los proyectos, no se embarazan y pueden estar en muchos lugares al mismo tiempo). Argumento neoliberal: cerremos las escuelas de teatro y contratemos ingenieros de inteligencia artificial. 2°) El tecnovivio pone, en primer plano, la exclusión social. En la Argentina, incluso en Buenos Aires, hay muchísima gente sin máquinas, sin conectividad, sin energía, sin dinero suficiente para pagar a las empresas de servicios. También en la clase media. Lo he comprobado durante la cuarentena con decenas de alumnos en los cursos virtuales de la Universidad de Buenos Aires y de universidades de las provincias. No tienen la tecnología necesaria: quedan afuera. 3°) Algunos equipamientos neotecnológicos, exigidos para ciertas expresiones de las artes tecnoviviales, son costosísimos y no se consiguen en Buenos Aires o, sencillamente, no hay presupuesto para comprarlos o repararlos. ¿Por qué será que hay tanto teatro en Buenos Aires sino, entre otras razones, porque existen enormes limitaciones de equipamiento neotecnológico y de repuestos? El 15 de junio de 2019, bajo un gobierno neoliberal, un “desperfecto en la red argentina” dejó sin luz a “todo el territorio nacional” durante casi todo el día. No sólo no andaban las computadoras, los televisores, los celulares; tampoco funcionaban los cajeros automáticos, los ascensores, las estufas (en pleno invierno), las luces de las habitaciones, la cocina, etcétera. De pronto, sólo había convivio. En términos políticos, el convivio, la reunión de cuerpo presente, y en especial el convivio teatral, van en dirección contraria al empoderamiento de la derecha internacional y su biopolítica, que afirma (¿por qué será?) que la única “modernización” que le queda a la Humanidad es la tecnológica.

V

Ahora bien, para cerrar en medida: cinco conclusiones y cuatro corolarios.

Conclusiones: 1°) No confundir de convivio y tecnovivio: constituyen experiencias diferentes, ni mejores ni peores: simplemente, no son lo mismo. No son lo mismo. 2°) No campeonato: convivio y tecnovivio no compiten, no son River y Boca. Coexisten. 3°) No superación evolucionista: el convivio no es el estadio del simio y el tecnovivio el del Homo sapiens. Ridículo, insostenible darwinismo. 4°) No destrucción: si aceptáramos que la cultura convivial puede ser reemplazada por la cultura tecnovivial, o las artes teatrales por las artes tecnoviviales, estaríamos promoviendo un naufragio cultural incalculable, la pérdida de uno de los tesoros culturales más maravillosos de la humanidad (eso que llamamos el acontecimiento teatral). 5°) Las relaciones entre convivio y tecnovivio son asimétricas: el convivio puede incluir el tecnovivio en su matriz teatral (el teatro, todo lo que toca, lo transforma en teatro), pero el tecnovivio aún no se las ha ingeniado para incluir la materialidad corporal y territorial en la matriz virtual.

Corolarios: 1°) Deseable pluralismo: en el pluriverso, hay lugar para las artes teatrales y para las artes tecnoviviales; pueden y deben convivir y liminalizarse en la destotalización contemporánea, en el canon de multiplicidad. El teatro ha demostrado históricamente que puede convivir y cruzarse con el cine, la radio, la televisión, el video y el mundo digital. 2°) Deseable diversidad epistemológica, diseño de constelaciones categoriales diversas, como señala Samuel Beckett en la “Carta alemana de 1937”: “Por lo tanto hagamos como aquel matemático loco (?) que solía usar un principio de medición diferente para cada etapa del cálculo”.10 3°) Deseable formación múltiple de los artistas en actuación, para que estén capacitados tanto para las artes teatrales como para las artes tecnoviviales (y multipliquen así su salida laboral). 4°) Deseable formación múltiple de espectadores abiertos, que puedan disfrutar tanto de un Shakespeare en convivio como de la transmisión por streaming de un espectáculo cuyos actores se encuentran en diversos puntos del planeta.

Prótesis afectivas11

Gloria Luz Godínez*

* Investigadora y creadora independiente, México-España. lucurita@gmail.com

Nuestros cuerpos sanos, enfermos, vulnerables, interdependientes, persistentes e insistentes han conformado la historia de la salud y la enfermedad, que es también la historia de las culturas, porque cada sociedad construye su forma de pensar, sentir y evitar las enfermedades. Por eso, la historia del cuerpo y la enfermedad es también una cuestión política. Creo que en este 2020 estamos ante un parteaguas global para percibir nuestros cuerpos como agentes/pacientes del COVID-19, a la vez que ausentes/presentes de los espacios públicos a través de las tecnologías de la comunicación.

Es necesario ver la relación que tiene la enfermedad del momento con el aparato económico y político de turno. Lo que Walter Benjamin llamaba “estetización de la política” y “estetización de la guerra” (Discursos interrumpidos 57) coincide también con lo que aquí podríamos llamar la estetización de la enfermedad, semejante a la que se dio con la tuberculosis en la era victoriana.12 Es necesario revisar la historia para situar a nuestros cuerpos porque, además de coincidir con la moda, la enfermedad también coincide con la implantación y la justificación de acciones de poder para mantenerla o bien para combatirla, acciones que se han descrito con lenguaje bélico: rayos, extirpaciones y contraataques, en el caso del cáncer, por ejemplo, o con el miedo a lo invisible, miedo al contacto y el rechazo al otro, en el caso del COVID-19. Sin embargo, hay que subrayar que la vigilancia biopolítica y la distancia social impuestas actualmente no tienen precedentes.

Las medidas para permanecer sanos nunca habían desarticulado con tanta fuerza nuestro tejido comunitario como ahora en plena pandemia por coronavirus, fortaleciendo al mismo tiempo el uso de las tecnologías de la comunicación. Por eso, además de la enfermedad, hay que revisar las formas de percepción que hoy reestructuran nuestra forma de entender el mundo y la manera en que interactuamos con él.

El aparato, como artefacto o conjunto de instrumentos, interviene en la manera en que una época percibe. Hay que recordar la repercusión de los microscopios como prótesis del ojo para poder ver, precisamente, esos organismos tan pequeños como los virus y tan decisivos en la salud. También hay que reparar en nuestra forma de entender el mundo a partir de la fotografía, el cine, la televisión y las computadoras, pero, sobre todo, hay que detenernos a pensar con urgencia en los equipos móviles y las tecnologías de comunicación que nos permiten hacer videoconferencias con una o cientos de personas en directo.

Los periodos de cuarentena actuales se han podido extender, en buena medida, gracias a las tecnologías de comunicación, ya que, en virtud de su temporalidad, hacen posible el transporte inmediato de la imagen y el afecto. Estos aparatos son parte de nuestro día a día; nos relacionamos a través de ellos como si fueran nuestras prótesis afectivas, entendiendo por afecto no sólo el cariño y el cuidado a los otros, sino, en términos spinozianos, la huella que un cuerpo deja sobre otro, es decir, la forma, la fuerza y el poder de percibir. Según Spinoza (89) tenemos una capacidad enorme para percibir las cosas, pero tanto más aptas estamos cuanto de más maneras pueda estar dispuesto nuestro cuerpo.

Un cuerpo protético está equipado con cámaras, móviles y tabletas; es activo en redes sociales, teletrabajo y constantes videoconferencias. Sin embargo, está ausente en los espacios públicos, plazas, calles, teatros y escuelas. Nos revestimos con prótesis afectivas como si fueran parte de otra piel, dando lugar a otro modo de ser, reconfigurando nuestra corporalidad. En 1984, Donna Haraway nombró “ciborg” a este híbrido de organismo y máquina que se mueve entre la realidad social y la ficción. Hoy, en el linde de un antes y un después de la pandemia de 2020, estamos destinadas a hacer política, a hacer arte, bajo otros parámetros.

No hay naturaleza ni cuerpo que no sea mediado. Todas estamos más o menos conectadas a través de redes virtuales. Si las tecnologías de comunicación permiten instalar equipos sofisticados de vigilancia, entonces, las mismas tecnologías darán lugar a dinámicas de reflexión y de ruptura. La tarea de las artes vivas no es mantener condiciones heredadas del teatro, la danza o la performance, sino modificarlas y exponerlas.

La época actual nos pide volver al distanciamiento brechtiano como técnica de producción, incluso desde el confinamiento; las artes vivas transmediadas13 deben aplicar distancia a la distancia social precisamente porque el cuerpo, sano o enfermo, no es, no debería ser, ninguna propiedad sobre la cual sea posible ejercer vigilancia ni dominio. Esto lo sabemos las artistas de la escena expandida: sabemos que el cuerpo es un territorio de exploración, que es autogestionable y autoproducible a partir de técnicas y prácticas; por eso, nuestro “progreso técnico” es la base de nuestro “progreso político” (Benjamin, Tentativas 126). Hoy más que nunca estamos llamadas a las artes vivas transmediadas para convocar a un público real y virtual sin olvidar que hay algo en nuestra práctica que no puede ser intermediado.

La generación de artistas de la escena y performers que vive esta crisis global sabe que las artes vivas son esas formas imprescindibles por las cuales vale la pena correr el riesgo. Hay algo en el convivo escénico, en el movimiento y en las relaciones entre los cuerpos que no puede ser objeto de telecomunicación, algo que nos otorga salud y que sólo sucede en la incorporación.

Aunque nuestros cuerpos debilitados por la pandemia necesiten de prótesis afectivas, lo asombroso sigue siendo el cuerpo, precisamente por su capacidad de ser afectado o modificado. Todos los aparatos y tecnologías de comunicación son obsoletos sin los cuerpos y sus relaciones. Por el contrario, las artes vivas, como la danza, despiertan nuestra memoria ancestral evocando una época en la que todas y todos podíamos bailar sin la mediación de ningún artefacto. Por eso, hoy, desde la palabra y el texto impreso, antiguo artefacto de la humanidad, hago un llamado al baile, porque la historia de los pueblos más oprimidos y adoloridos nos ha enseñado que, a través del baile y la música, podemos sobrevivir individualmente y en comunidad. Por eso, durante el confinamiento y después de él, hay que bailar; de otro modo –como decía Pina Bausch– estamos perdidas.

Fuentes consultadas

Benjamin, Walter. Discursos interrumpidos I. Traducido por Jesús Aguirre. Madrid: Taurus, 1973.

Benjamin, Walter. Tentativas sobre Brecht. Traducido por Jesús Aguirre. Madrid, Taurus, 1999.

Haraway, Donna. (1984) Manifiesto ciborg. El sueño irónico de un lenguaje común para las mujeres en el circuito integrado. Traducido por de Manuel Talens, xenero.webs.uvigo.es/profesorado/beatriz_suarez/ciborg.pdf, consultado el 23 de junio de 2020.

Spinoza, Baruch. Ética demostrada según el orden geométrico. Editado y traducido por Vidal Peña. Madrid: Ediciones Orbis, 1980.

¿Escuchas?... ¡hay mucho ruido!

Didanwy Kent*

* Investigadora y docente, Universidad Nacional Autónoma de México. didanwykent@filos.unam.mx

Al escuchar los ruidos, podremos comprender mejor
adónde nos arrastra la locura de los hombres y de las cuentas,
y qué esperanzas son todavía posibles.14

Jacques Atalli

Arden los ojos, las piernas se adormecen, una punzada en las lumbares se ha vuelto recurrente. Para las personas que tenemos el privilegio de mantenernos en casa, estos días se han convertido en jornadas largas en las que nuestras relaciones laborales, vida social, espacios de entretenimiento e, incluso, necesidades básicas, como conseguir provisiones, viajan en la intermitencia de los dedos tecleando a los ojos cautivos en la pantalla. ¿Qué cuerpo es este que escribe? ¿Qué potencias de pensamiento pueden abrirse para pensar la escena desde estos cuerpos atravesados por nuestra realidad contingente?

–Ruido, hay mucho ruido–, es un pensamiento constante en mi cabeza. En las múltiples comunicaciones que entran a la intimidad de mi casa a través de la pantalla, las frases más pronunciadas son: ¿me escuchan?, ¿se escucha bien?, ¿me oyen? Intentando establecer un flujo comunicativo siempre amenazado por la fragilidad de la señal, hemos vuelto estas frases parte de nuestro lenguaje. Esta sutil, pero contundente, subversión de las jerarquías sensoriales no puede pasar desapercibida: ¿qué es eso que está ocurriendo que ha logrado que el sonido se nos presente hoy como la condición más sustancial para la comunicación afortunada de nuestros sentires y pensares?

Hasta hace poco, la vista parecía ser, indiscutiblemente, el sentido que articulaba nuestra comprensión del mundo. No es novedad que nuestras sociedades contemporáneas han sido ocularcentristas y que nos hemos habituado a confiar más en aquello que es comprobable por nuestros ojos. Esbozo algunas notas sobre por qué pienso que el ruido puede ser una categoría de interés para pensar este panorama de contingencia. Cuando digo que hay mucho ruido no pienso en la noción de habitual, como algo que interfiere con la vida humana; para precisar, recurro a esta cita de Atalli:

Desde hace veinticinco siglos el saber occidental intenta ver el mundo. Todavía no ha comprendido que el mundo no se mira, se oye. No se lee, se escucha. Nuestra ciencia siempre ha querido supervisar, contar, abstraer y castrar los sentidos, olvidando que la vida es ruidosa y que sólo la muerte es silenciosa: ruidos del trabajo, ruidos de los hombres y ruidos de las bestias. Ruidos comprados, vendidos o prohibidos. No ocurre nada esencial en donde el ruido no esté presente (11).

Cuando digo que hay mucho ruido, estoy tratando de aludir a la ebullición de sonoridades múltiples que noto en las reacciones de la comunidad de artistas e investigadores de las artes escénicas. La escena es un hipermedio, en el sentido de que es capaz de alojar otros muchos medios que, al llegar a ésta, necesariamente se rigen bajo las leyes de la cultura viviente; otro gran hipermedio es la red, en donde todo está regido bajo las leyes de la cultura digital.15 Ante la imposibilidad de realizar los diversos haceres de la escena en esta contingencia, éstos han transitado de un hipermedio a otro. Esta transmedialidad ha ocasionado mucho ruido. ¿Qué clase de ruido es éste?

En esta suerte de comunidad ruidosa que hemos venido configurando, que hace ruido y a la que le hacen ruido las tensiones del tránsito de lo convivial a lo tecnovivial, sentimos que nuestra acostumbrada forma de trabajar está bajo amenaza. Un doble flujo performa estas imágenes de lo amenazante: 1) nuestros haceres implican la reunión física de los cuerpos, por lo que entrañan una amenaza para la vida de nuestra sociedad. 2) En un flujo inverso, las prácticas escénicas, sus modos de ser y hacer se ven amenazados por no saber cuándo ni cómo encontrarán la vía adecuada para sus expresiones. La necesidad de transitar al espacio digital ha hecho surgir una gran diversidad de formas de presencia virtual (no se comparte el mismo tiempo ni espacio) y telemática (se comparte el mismo tiempo, pero no el mismo espacio). Tenemos contenidos de grabaciones de acontecimientos pasados, reverberaciones que ahora se nos presentan desde su virtualidad; piezas intermediales surgidas durante la pandemia que ensayan formas de lo escénico en otros medios jugando con la presencia telemática y virtual; un repertorio de conversatorios, charlas y conferencias paradójicamente articuladas bajo el título de “en vivo” (en Instagram o Facebook) en donde compartimos el espacio digital desde nuestras presencias digitales. Más allá de las categorías que se tensan en estos tránsitos y del ruido que se hace presente monopolizando buena parte de las discusiones, ruido que celebro por ser potencia que devela una comunidad dispuesta a pensar sus límites disciplinares, me interesa resaltar que, en las formas de transitar de la escena, observo como denominador común una importante necesidad comunicativa a partir del discurso de la voz, la música y el sonido.

El territorio de lo sonoro, y de manera específica la voz como único medio capaz de abandonar al cuerpo y continuar siendo vehículo de los afectos, han jugado un rol sustancial en estos momentos, pero además son quizá el lugar donde se articula una promesa de futuro y una vía de emancipación vital para los tiempos por venir. En los últimos meses tuve que mudar mis actividades a la pantalla. El imperativo de dar clases frente a la computadora, guiar o participar en un conversatorio, o dar una conferencia en línea me representó un desafío y una crisis respecto a los principios pedagógicos y participativos que suelo defender. El obligado estrabismo de la mirada que la pantalla dicta es uno de los factores que mas problemático me ha resultado de superar. Como atinadamente señala Georges Simmel:

Todo el trato entre los hombres, sus acuerdos y sus repulsiones, su intimidad y su indiferencia, cambiarían de un modo incalculable si no existiera la mirada cara a cara, que engendra una relación completamente nueva e incomparable, a diferencia de la mera visión u observación del otro (623).

Es decir, aquello que miramos cuando nuestras presencias físicas están en el mismo espacio y tiempo nos mira de vuelta, por lo que me resultaba imposible que en los encuentros telemáticos se pudieran establecer relaciones de confianza y profundidad para el intercambio de saberes.

Con el pasar de los días se fueron dislocando algunos de mis prejuicios sobre estas formas de comunicación y fui comprendiendo que son otras las potencias que habilitan nuestras relaciones telemáticas y virtuales. Desde mi sentir el territorio de la escucha, de la voz y el sonido ha sido una suerte de sustituto de la presencia física de los cuerpos, quizá porque algo de la energía de lo vivo pareciera preservarse en la transmisión sonora. La experiencia por las plataformas digitales en reuniones ha implicado frecuentemente apagar las cámaras y dejar de tener una imagen visual de los rostros, para estabilizar la red cuyo tráfico sobresaturado amenaza permanentemente con tumbar la conexión. Esto para mí ha sido revelador de una subversión en las lógicas comunicativas pues, en el momento en que dejamos de insistir en que sean la miradas, de todos modos imposibles, las que establezcan un territorio comunicativo eficaz, el cuerpo puede recobrar su movimiento articulado, transitar por el espacio, tumbarse de panza en un sillón, preparar un café, echar una carga de lavadora, poner el pollo a cocer, lavar los trastes..., todo esto sin dejar de tener una escucha atenta, interesada y empática en el flujo de las voces que acontece en la pantalla.

Mi cuerpo emancipado de la tiranía de la pantalla, la silla y la mesa, comenzó a entender que un mundo otro, distinto, que no se ve, sino que se escucha, puede ser un mundo en el que se compartan saberes, se estimulen debates, se construya conocimiento, se aprenda y se enseñe desde un espacio de libertad para el cuerpo. No estoy implicando que la visualidad no sea también una vía sustancial, no quisiera que estas palabras se leyeran como si se seccionaran nuestras experiencias sensoriales que, como la propia etimología lo implica (sentidos = vías), siempre están presenten todas a la vez. Lo que intento subrayar es que el mundo que está naciendo va a requerir que dejemos de pensar que la atención implica un cuerpo estático mirando.

En los años por venir, las probabilidades de que nuestra vida implique una constante hibridación de presencias (físicas, telemáticas y virtuales) a la vez son muy altas. Por ejemplo, la asistencia a las aulas al parecer será escalonada y habrá personas que estén compartiendo el espacio mientras otras estarán en línea siguiendo las clases. Quizá tengamos que empezar a atender las capacidades performativas de nuestras voces para la transmisión de conocimiento, será vital hacerlo a menos de que en la necedad de querer que sea la mirada la que rija nuestros intercambios nos decidamos por una vía de domesticación de los cuerpos sometidos frente a las pantallas y los teclados. La contradicción de pensar los procesos formativos desde/para/por la escena sin que sea el cuerpo el territorio de exploración y el laboratorio de trabajo me parece que es un desafío mayor; debemos imaginar modalidades híbridas en las que los cuerpos no pierdan su libertad de tránsito.

En otro orden de ideas, esos espacios que actualmente percibimos como amenazantes/amenazados –el aula, la sala de ensayos, el teatro, etcétera–, que necesariamente, ante los protocolos de sanidad, habrán de reconfigurar la disposición de los cuerpos en el espacio y representarán un desafío para los lenguajes acostumbrados de las artes escénicas. Ya hemos comenzado a ver imágenes circulando de posibles semblantes de la escena: teatros que retiran butacas, sillas con distancias claras acomodadas en las plazas, escenarios con actores y actrices adentro de burbujas plásticas o con caretas y tapabocas. ¿Qué va a pasar con el gesto del rostro?, ¿cómo vamos a ser capaces de fundar el territorio del convivio con distancias físicas tan marcadas? Ensayo, como promesa de futuro, una imperiosa necesidad de confiar en el potencial que los lenguajes intangibles de la escena, la luz y el sonido tengan para fundar ese “mundo paralelo al mundo”. Creo que estos lenguajes tendrán un rol protagónico en los años siguientes, si la cercanía de cuerpos, el tacto y el contacto, se nos siguen apareciendo como territorios de amenaza, el sonido y la luz se nos ofrecen como promesas.

El sonido, además, posee una capacidad increíble para la creación de ficciones, pues el oído es, de nuestros sentidos, el más fácil de engañar. Si las performatividades sonoras serán o no fundamentales para la escena es algo que sólo el tiempo dirá; lo que hoy alcanzo a escuchar es el ruido de una comunidad que se está interrogando a sí misma sobre sus prácticas. Un gremio que ha ido habilitando modalidades de escucha que yo no había visto surgir. Mi impresión es que se advierte una escucha más abierta sobre nuestras posturas éticas y políticas; escucho, en la diversidad de espacios en las plataformas, una suerte de democratización de las voces, en donde los diálogos se dan de manera más horizontal.

Me resulta particularmente sintomático que la vulnerabilidad que nuestros ojos, boca y nariz tienen ante este virus, expresada en el uso del cubrebocas, lentes, y artefactos para proteger nuestros sentidos del contagio, deje exento a nuestros oídos y a la epidermis, órganos de la escucha. Esta condición puede ser leída como una invitación a la escucha, como un exhorto a no ser sordos al ruido potente y poderoso, por ser señal de vida, contrario al silencio estremecedor de los escenarios de muerte por los que la humanidad está atravesada en estos momentos. Vaticino que harán falta muchos espacios de escucha sensible, atenta y hospitalaria, tanto para el grito, como para el murmullo, el secreto o, incluso, para los sonidos inaudibles que quedarán de lo que esta experiencia está implicando para nuestra sociedad. Abrir la escucha, aprovechando que nada la amenaza, podría ser un buen principio para imaginar un futuro posible. En lo que podemos volver a abrazarnos, a tocarnos, a respirarnos cerquita, podemos por lo pronto escucharnos. Quizá en las vibraciones del sonido y la voz encontremos otros modos de sentir y procesar nuestros afectos hoy tan reprimidos. Por lo pronto, disfrutemos el ruido que esta contingencia nos está regalando.

Fuentes consultadas

Atalli, Jacques, Ruidos: ensayo sobre la economía política de la música. Madrid: Siglo xxi, 1997.

Simmel, Georg, Sociología: estudios sobre las formas de socialización. Estudio introductorio Gina Zabludovsky y Olga Sabido. Traducido por José Pérez Bances. México: Fondo de Cultura Económica, 2014.

Teatro de objetos y pandemia: hacia un giro matérico de la mirada

Shaday Larios*

* Investigadora y creadora, México. microscopiateatro@gmail.com

Durante el confinamiento, logramos hacer que nuestros espacios domésticos se convirtieran en escenarios. Distintos ciclos de creación lanzaron la propuesta de intervenir las casas a partir de las afecciones del aislamiento y a partir de traslaciones estéticas con los objetos que, per se, co-habitan con nosotros.16 En este estado de excepción, un fuerte fenómeno de “rematerialización” de la vida ha acompañado nuestra sensibilidad y sus distintas manifestaciones creativas a lo largo de los días de cuarentena. Para quienes nos dedicamos al teatro de objetos, el contexto pandémico se ha convertido en un observatorio muy fértil para pensar distintos puntos de fuga de los vínculos del cuerpo con la materia, el encuentro de sus memorias y presencias en la escena,17 pues nos dedicamos a practicar la conciencia material de lo que nos rodea, ya que nuestras investigaciones están centradas en los tránsitos inusuales, extraordinarios, de la cultura material.

Nuestra mirada está enfocada en detectar y capturar los instantes y razones por las que un objeto abandona sus funciones utilitarias o prácticas para devenir en un caudal poético, pleno de asociaciones que lo abren a otra subjetividad y otros significados. En este sentido, las catástrofes naturales y sociales son discontinuidades, irrupciones del mundo material más próximo, en las que los flujos cotidianos de las cosas se alteran y visibilizan otras formas de relación posibles entre lo humano y lo no-humano.18

Pienso que, después de este encierro inducido, de esta obligación de “vivir intensamente el espacio íntimo”, después de permanecer alertas ante aquello que tocamos, de esta desaceleración del tiempo de nuestra existencia absorbida por el capitalismo cognitivo, los objetos pueden tener una nueva oportunidad de reivindicarse como protagonistas performáticos, agentes en potencia portadores de un lenguaje propio capaz de desvelarnos psicosocialmente desde territorios aún desconocidos.

En un dossier sobre diarios de la pandemia, la escritora mexicana Cristina Rivera Garza escribió un texto que acompañó y reforzó mis pensamientos; de ella tomé la palabra “rematerialización” para tratar de comprender este giro matérico de la mirada en su vínculo con la escena. Tomo un pasaje:

[...] los objetos queer –esa silla incómoda, la mesa que de repente brilla por su presencia– no se desvanecen en el trasfondo. Los objetos queer se resisten a fusionarse en el segundo plano de las cosas. La pandemia, que no nos ha dejado olvidar el límite material de nuestra experiencia, también ha obligado a la mirada, a todos nuestros sentidos, a reconocer los objetos de los que dependemos en su valor de uso (y no en su valor de cambio). Los sartenes, despostillados, ya casi sin teflón. El matamoscas. El sofá, que se ha movido de la sala donde nadie lo utilizaba hacia la barra de la cocina, donde es posible recostarse a leer algo mientras hierve el agua. La suela de los zapatos, con las huellas del afuera que dejamos a la entrada. La materialidad del hogar nos circunda, nos cerca, a algunos hasta los asfixia, pero al final del día está aquí, físico y sólido, contra las borrascas de la información y el miedo, en un tú a tú contra la abstracción del Estado y el capital, incitándolos o conminándolos a saberse cuerpo de nuestro cuerpo.19

En estas palabras encuentro una resonancia esencial para desentrañar las distintas poéticas de lo doméstico, sucedidas a la par de esta atmósfera de irrealidad. Esa condición queer, o extraña de la materialidad que reclama su sitio y está aquí para anunciar algo, para afectarnos y liberase de su posición silente. A este giro perceptivo le beneficia el uso de dispositivos de filmación (desde los más sofisticados a los más “caseros”). El ojo de la cámara que se entromete ahí donde el ojo humano no llega es un aliado del tiempo de los objetos. Las experimentaciones de registro funcionan como encuadres específicos que construyen un marco preciso para aquello insignificante que de sólito se pierde en la abundancia de los estímulos de la vida.

La intimidad para con lo no-humano se crea a través de esta intromisión digital que engrandece la micro-experiencia matérica y no es más que un desplazamiento de la proximidad inherente al teatro de formas animadas en general (públicos reducidos, cercanía con la audiencia debido al trabajo con la pequeña escala y sus gestos ínfimos) encauzado por la propia situación de emergencia. Un contacto que no sabemos ni cuándo ni cómo podrá volver a defender la plenitud de su experiencia presencial.20

Con mi compañía de teatro de objetos documentales, Oligor y Microscopía, nos adentramos en este uso para una video-creación llamada Zurcido invisible, que forma parte del ciclo Escena viva: intervenciones al espacio doméstico, organizado por Gabriel Yépez, en el departamento de Artes Vivas del Museo Universitario del Chopo en la Ciudad de México.21 La pieza descubre nuestra casa, como una casa anterior por lo que guarda en su memoria: el confinamiento de una mujer que, por motivos de género, no pudo estudiar y se vio privada de su libertad hasta que pudo casarse. Su adolescencia destinada al cuidado de lo doméstico y de las necesidades del padre y del hermano dejó su huella en múltiples objetos que todavía están en nuestro entorno y que aún utilizamos.

Nuestros confinamientos, tan diferentes, se acompasaron de algún modo en este tiempo suspendido. En Zurcido invisible, el recorrido de la lente de la cámara busca transmitir esta sensación de encuentro a través de aquello que tocamos tanto ella como nosotros en épocas diferentes y que, al final, se convierte en una pregunta implícita sobre las políticas invisibles del cuidado. Este ejercicio nos marcó especialmente, porque pese a que nos dedicamos al universo objetual, nuestra conciencia material no había alcanzado a percibir ese otro encierro espectral que habitaba en nuestra casa, hasta que nos vimos retenidos, envueltos en el tiempo de excepción de la pandemia.

Es imposible prever lo que dejará el paso del trauma en nuestros cuerpos y cómo impactará en la imaginación escénica porvenir, y si realmente podremos hablar de “un antes y un después”. Pero la reconexión con la intimidad del propio cuerpo fuera de las dinámicas de explotación laboral, provoca, ciertamente, otra vivencia de los espacios, percibidos como en una condición refleja, en sus más mínimas insinuaciones, mismas que no creo que pasen desapercibidas por los teatros de objetos en proceso de enunciación. Sólo espero que no perdamos la memoria de las afecciones de este detenimiento, de este impacto en la subjetividad singular y colectiva.

Volver a los escenarios

Vivian Martínez Tabares*

* Directora de la revista Conjunto, Casa de las Américas, Cuba. vivianmtmr@yahoo.es

El impacto de la pandemia COVID-19 sobre las artes escénicas es demoledor, porque las limitaciones preventivas que impone un virus de alta capacidad de contagio se oponen directamente a condiciones intrínsecas de su naturaleza, pues probablemente son las que involucran más la intimidad del ser humano. Artes vivas que se construyen colectivamente desde la presencia y a través del contacto más o menos cercano entre los cuerpos, además de que se concretan en el intercambio en vivo y frente a frente con los espectadores; acostumbradas a retroalimentarse de su energía, se ven amenazadas en su esencia.

La profusión de iniciativas desarrolladas por los artistas al reproducir espectáculos por numerosas plataformas virtuales o trasmitiéndolos vía streaming habla de la urgencia por comunicarse con su público y con los colegas del oficio. Es un grito de atención sobre una actividad que les/nos es entrañable y necesaria, además de una forma de ocupar activamente la mente y/o el cuerpo, como antídoto contra la soledad y el aislamiento, contra el tedio y la muerte; en algunos casos, además, representa cierto ingreso económico para paliar la crisis que se cierne sobre buena parte de la escena, especialmente en América Latina, donde escasean políticas culturales que valoren el arte y protejan la labor de los artistas, donde muchos padecen de precarización laboral y de falta de seguros médicos y sociales.

He ayudado a difundir anuncios y enlaces de muchas de esas presentaciones virtuales, que saludé con alegría en sus inicios, por lo que contenían de resistencia; comienzo a sobresaturarme de ellas, porque ni la pantalla de la computadora, ni ninguna otra por grande que sea su formato, suplen la experiencia viva del convivio, el enlace invisible, pero palpable, que se tiende el entre actor y el espectador, a nivel de la atención, la concentración, las emociones, y a través de un frágil, pero enorme, compromiso psicofísico en ambas direcciones. Cada vez más me convenzo de que cuanto antes sea posible, hay que volver a las salas y a los espacios alternativos, y aun con medidas de protección, salvar el encuentro, no vaya a ser que algunos –sobre todo, aquellos con poder de decisión– lleguen a creer que esas nuevas formas puedan ser un sustituto práctico, más viable y rentable, a largo plazo, para el teatro, la danza, el performance o el circo.

Escribo desde Cuba, donde el Estado se empeña en la informatización de la sociedad, pero donde aún padecemos severas limitaciones que nos impiden acceder a muchas de esas transmisiones por poco ancho de banda y por carencias económicas, muchas de ellas derivadas del bloqueo económico del gobierno de los Estados Unidos. He replicado, por las redes sociales, enlaces de espectáculos de calidad apreciable que conozco, puesta en función de promoverlos para otros artistas y públicos, sin que yo misma ni mis coterráneos hayamos podido disfrutarlos.

Sin embargo, retomando el hilo del discurso, más allá de lo que ocurre sobre las tablas, ¿qué quedaría para los espectadores, mortales que acudimos a las salas a recibir una sacudida al intelecto y a los sentimientos, a encontrar explicaciones para tantas inquietudes sociales y existenciales, que nos permitan penetrar con mayor lucidez la compleja realidad del mundo de afuera, encontrar fuerzas para lidiar con nuestras contradicciones y seguir batallando contra adversidades e injusticias? Perderíamos la ocasión de volver a ser, regularmente, parte de un rito que alimenta nuestro espíritu y fortalece nuestra condición humana y nuestra voluntad ciudadana. Renunciaríamos a la emoción y a la expectativa de integrarnos voluntariamente con otros, para vibrar juntos al ritmo de respiraciones suspendidas, risas, toses incómodas y chirriar de lunetas, claves inequívocas de reacciones conocidas que procesamos juntos como coro.

Quienes reflexionamos sobre el teatro, solemos insistir en su condición de arte vivo e irrepetible. En estos tiempos, reafirmo cómo ambos adjetivos tienen que ir indisolublemente juntos, como garantía del encuentro y el disfrute con una forma de creación que jamás agota sus armas, y que mantiene la capacidad de renovarse y de crecer –o decrecer y morir– ante nuestros ojos.

El tecnovivio será siempre un vehículo útil para apreciar formas escénicas distantes en el tiempo o en el espacio, o que por su magnitud, presupuesto y especificidad que las hace imposibles de trasladar, no nos son accesibles. Para los profesionales de la escena –críticos, investigadores, estudiantes–, es también una forma de acceder al teatro o la danza del pasado, irrecuperable de otro modo, a sabiendas de que se está viendo teatro o danza grabados y que la mediación impide apresar una parte importante del hecho artístico; también es la forma de volver una y otra vez a visionar una representación concreta para analizar aspectos técnicos y soluciones específicas con propósitos de estudio.

El tecnovivio ha sido, de hecho, un lenguaje más del cual el teatro se ha apropiado, como recurso útil de complemento, contrapunto, o arma de amplificación de la mirada, pero integrado a la dinámica vital, que en definitiva domina la calidad viva de la acción. Las alternativas del tecnovivio no son nuevas ni resultado de la pandemia. La escena también ha ensayado antes, radicalmente, con montajes que se concretan de manera interactiva y simultánea desde distintos puntos del orbe, pero éstos no se han planteado desterrar la condición primigenia, sino coexistir con ella (Carreira, “Performance”). Su principal limitación es que, por mucho tiempo, en las condiciones de desigualdad socioeconómica del mundo, y conscientes de la diversidad cultural en que inserta cualquier práctica, esa opción estaría muy lejos de llegar a amplios sectores del público.

La pandemia ha instaurado en nosotros altos niveles de incertidumbre, por lo que aún me resulta difícil discernir nuevas performatividades y corporalidades como reales aportes a la teatralidad que hayan llegado para quedarse. Las urgencias del día a día y la precariedad de medios en las condiciones de encierro dejan ver propuestas con sentido minimalista, en las cuales la pretendida síntesis sacrifica matices y riqueza expresiva, por lo que espero que sean sólo alternativas de ocasión. Loables y sostenibles a mi juicio son las nuevas formas de la escena de la calle, como las prácticas de artistas circenses venezolanos y de los grupos de Matanzas (Cuba), con espectáculos y acciones para espectadores en balcones y ventanas, con lo que se potencia además el componente comunitario.

En mi país, inmerso hace más de 60 años en un proceso revolucionario de justicia social y orientación socialista, en el cual la cultura goza de una atención prioritaria, el Estado y el Ministerio de Cultura han sabido proteger la escena y a sus agrupaciones y artistas en tiempos de pandemia. Cuba reportó el primer caso de contagio el 11 de marzo de 2020 y el 15 se cerraron los teatros y otros espacios públicos; asimismo, se decretó el aislamiento social.22 Todas las provincias excepto La Habana, que lo hizo recientemente, entraron en la primera fase de recuperación el 17 de junio, lo que abrió la posibilidad a los artistas de comenzar a ensayar según protocolos sanitarios de protección, con vistas a prepararse para el futuro, cuando se reabran los teatros con otras medidas (uso obligatorio de mascarillas y desinfección a la entrada para el público, ocupación de asientos alternos, etcétera). Durante dos meses de inactividad, los artistas escénicos afiliados a grupos y compañías estables mantuvieron protección salarial completa y, en el tercero, el 60% del ingreso regular para quienes no podían ejercer ninguna actividad; los que mantuvieron acciones de cualquier tipo percibieron el 100% de sus salarios. Para los actores independientes, que cobran según trabajen, se equiparó el tratamiento salarial al de los primeros, tomando como referente su evaluación técnica. Cada agrupación con sede propia la ha mantenido, aún cerrada, en algunos casos con labores de reparaciones y mantenimiento, igual que las principales salas y teatros de uso colectivo.

Hemos gozado de relativa tranquilidad, gracias también a un sistema de salud capaz de manejar con excelencia la COVID-19, como resultado del derecho universal a la medicina gratuita –desde la atención primaria (médicos de la familia y policlínicos), hasta hospitales e institutos especializados– para toda la población, con un fuerte componente preventivo y pesquisas casa a casa. No obstante, sufro la situación de los artistas del mundo y especialmente de los de América Latina y el Caribe, donde tantos amigos teatreros sobreviven a duras penas al abandono de sus gobiernos neoliberales a falta de políticas culturales. Innumerables grupos han perdido salas por no disponer de recursos económicos, pues normalmente no tienen garantizados salarios ni subvenciones.

Urge que estados y gobiernos respalden el arte y la cultura, como expresión de identidad, patrimonio humano y sostén espiritual de los pueblos. También, que concienticemos como ciudadanos –y sobre todo los decisores–, que de esta pandemia y de esta crisis planetaria sólo nos salvaremos juntos.

Fuente consultada

Carreira, André. 2017. “Performance entre lo real y lo virtual: el proyecto Odiseo.com”. En Territorio Teatral núm. 15. Revista digital, disponible en línea.

¿Qué tecnologías? ¿Qué expolios? ¿Qué teatros?

Rubén Ortiz*

* Creador escénico e investigador, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Teatral “Rodolfo Usigli”, inbal, México. rubgomer@gmail.com

I

En 1918, Vladimir Maiakovski se acerca al chofer del comisario de Educación ruso, Lunacharski, para leerle su obra Misterio bufo. El chofer lo escucha y bajo el compromiso de la insistencia, elogia la obra del poeta. Más tarde, el chofer le comentará a Lunacharski que, verdaderamente, no entendió mucho. La obra, sin embargo, se estrena como parte del primer aniversario de la Revolución rusa, bajo la dirección de Meyerhold.

Poco tiempo después, Maiakovski, además de diseñar números para el clown Lazarenko, hará también piezas cortas para La blusa azul, periódico escénico viviente que se mueve en plazas públicas, y que tendrá tal importancia que será replicado por más de 300 compañías en la nueva Unión Soviética y en algunas ciudades europeas. Asimismo, el impulso dramatúrgico y escénico de Maiakovski se metamorfoseará en imagen cuando, en 1920, desde la agencia de comunicaciones ROSTA llene de carteles satírico-didácticos las vitrinas de las tiendas.

Las famosas ventanas ROSTA se hacían con la premura de los nuevos medios: las noticias llegaban por telégrafo a la agencia, donde los artistas ilustradores elegían las más relevantes para el público, corrían al escritorio y luego a la imprenta, para que a primera hora de la mañana el público se acercara a ver las ventanas. El nombre de ventanas venía básicamente por la composición del cartel en cuatro imágenes; dos arriba y dos abajo en el papel y podemos pensar fueron algo más que sólo una serie de caricaturas montadas en un papel. Su composición correspondía con una brevísima dramaturgia que planteaba: tema, desarrollo, peripecia y desenlace; y donde, en el caso de Maiakovski, podemos adivinar el gesto de la lectura de la obra al chofer del comisario. Las preguntas formales no estaban dirigidas tanto al medio (¿el pensamiento dramático debe hacerse en los teatros?), ni al estilo, sino al punto de encuentro entre la obra y el público.

Pero esta metamorfosis de pulsiones artísticas no era exclusiva de Maiakovski, estaba en gran cantidad de artistas que apostaron por el mundo nuevo que parecía avecinarse. Por citar un ejemplo más, el trabajo cinematográfico de Dziga Vertov se sumó a los trenes de agitación que recorrían el gran territorio ruso para mostrar, a través de documentales montados por él, las diversas formas de vida del territorio, así como la cadena de producción los productos básicos. Mostrando cómo un pedazo de pan disfrutado en Moscú era amasado por cocineros, la masa era fabricada por obreros, el grano llevado en carros por cocheros y cargado por trabajadores que, por medio del ferrocarril, se vinculaban con las familias campesinas las cuales, además, eran ayudadas por los jóvenes pioneros. Vertov se oponía, así, al uso ilusionista del cine, pero también desmontaba el ciclo de producción, distribución y exhibición del cine al uso.

II

Pareciera que en las emergencias encontramos dos tipos de preguntas: unas que nos llevan hacia la nostalgia por aquello que creemos perdido y otras que apuntan hacia el presente: ¿qué hacer? Se trata bien de las preguntas por la esencia o bien de las preguntas por la estrategia. De entrada vale decir que ningún arte se ha hecho con las primeras. O, en todo caso, habría que traer a cuento la frase de Godard: “La cultura es la regla, el arte la excepción”.

Y ese “¿qué hacer?” estratégico es, en primer lugar, la constitución de un teatro de operaciones: la puesta en cuerpo sobre un territorio que precisa ser cartografiado. ¿Qué flujos se mueven en este territorio? ¿Qué herramientas dan forma a ese flujo? ¿Hasta dónde ese flujo deprecia la vida y qué de él puede pervertirse para apreciarla? ¿Con qué cuerpos contamos? ¿Con qué saberes? ¿Qué tenemos que modificar en esos saberes para ser eficientes en este territorio?

Y el segundo movimiento no puede ser otra cosa que un ensayo. ¿Dónde emplazarse? ¿Cuál es el mejor lugar para el encuentro? ¿Qué protocolos podrían inventarse para que el encuentro suceda? ¿Qué escenarios imaginar para potenciar el encuentro una vez que se dé? La estrategia, entonces, nos reserva una serie más de preguntas que no pueden ser sino preguntas situadas, nunca tan abstractas y vacías como “¿qué es el teatro y cómo preservamos su herencia?”.

Ahora bien, aunque las preguntas se sitúen en el epicentro de la situación, es importante hacer notar que una estrategia es lo contrario de la improvisación angustiada. Para hacer una cartografía eficiente hace falta la impaciente paciencia de la que, por ejemplo, hablaba Ludwik Margules con respecto a los procesos de asimilación de los actores. Más que una cabeza fría, hace falta comprender que toda situación está en marcha y es un proceso. Y para reconocerlo hace falta la pausa de la observación. La potencia mayor emerge desde un pensamiento situado que está en la paradoja de saberse en el proceso y, al mismo tiempo, poder interrumpirlo para generar un espacio que lo pueda analizar y confrontar.

III

El director ejecutivo de una farmacéutica declara hoy, 30 de junio de 2020, que:

[...] el remdesivir, un medicamento que acorta el tiempo de recuperación de enfermos de coronavirus, costará las siguientes cantidades: 2 mil 340 dólares, unos 54 mil pesos, para personas con seguro médico en Estados Unidos y otros países desarrollados. Cada dosis del medicamento tendrá un precio de 390 dólares y cada tratamiento implica unas seis dosis. El remdesivir costará 3 mil 120 dólares para pacientes con seguro privado. Lo que desembolsen los pacientes dependerá de su seguro, los ingresos y otros factores. “Tuvimos que desviarnos realmente de las circunstancias normales” y ponerle precio al medicamento para garantizar un amplio acceso en lugar de basarnos únicamente en el valor para los pacientes, dijo.23

El enigma de este empresario, por supuesto, no es la preservación de la vida, sino la multiplicación del capital. Pero eso ya lo sabíamos.

Nuestro enigma (digo, de quienes hacemos práctica en territorio) no es el teatro, es un vértice donde x es el espacio común y y son las formas de vida. Y ese vértice se llama para nosotros teatralidades.

¿Qué es un espacio ahora mismo y cómo hacerlo común?

¿Qué formas toma la vida en las circunstancias presentes?

¿Qué pueden desatar las teatralidades en el entrecruce?

Nuestro enigma, ahora, son nuestros espacios y nuestras formas de vida en medio de una interrupción y de una transformación. ¿Qué potencias se pueden cernir de la situación y qué apuestan nuestros propios cuerpos y nuestra propia situación particular? Plantear preguntas. Dejar que el presente nos apele. Responderle. Nada que no hayamos hecho antes. Todo por inventar.

Fuentes consultadas

Meyerhold, Vselvolod. Textos teóricos volumen 1. Madrid: Alberto Corazón, 1972.

Peixoto, Fernando. Maiakovski. Vida y obra. São Paulo: Paz e Terra, 1986.

Encierro solar: un proceso voluntario

Elvira Santamaría*

* Artista de performance, Sistema Nacional de Creadores, México. elvirasantamaria@gmail.com

“Oaxaca, Oax., 3:20 am, 11 de mayo de 2020, año de la gran pandemia mundial del COVID-19. Yo, Elvira Santamaría, doy cuenta de estos días en este diario y en acciones en proceso...” Así inicié el diario escrito –con tinta de rosas elaborada por mí– que daría cuenta de mi hacer, pensar y sentir en la obra de proceso Encierro solar. Nadie dudará de que este encierro fue impuesto por la contingencia; yo afirmaré que lo realicé por voluntad propia.

El año pasado propuse al Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca (maco) un proyecto de obra de arte de proceso a ser realizado durante 20 días, para trabajar la vivencia y transformación del tiempo y del espacio físico, psicológico y artístico como ejercicio creativo de resiliencia performativa. La intervención sería parte del proyecto Corpología de la Resiliencia Performativa, apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, a través del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Mi propuesta planteaba una inmersión, mediante procesos duracionales de arte acción, en el duelo humano, la resiliencia y la elaboración simbólica contra la deshumanización.

Antes de la infame pandemia, la visión de esta obra partía de una de las ideas que me llevaron a hacer performance hace ya casi 30 años: reinventarme el tiempo y espacio, así como a mí misma, ser yo misma materia de creación. Esta vez, para ello, tomaría como pretexto el número 20, en relación con un mes del año solar en la rueda del tiempo de los pueblos indígenas mesoamericanos, medición del tiempo terrenal-cósmico, que dejó de existir a partir de la conquista española. Aparte de la observancia de eventos naturales, planetarios y cósmicos de la época prehispánica, se encuentra una serie de factores de tiempo –económicos, sociales, políticos e ideológicos– que estructuran la vida de los seres humanos en cualquier sistema.

Así pues, quise crear un sistema de tiempo fuera de los ritmos, hábitos y procesos acostumbrados tanto de nuestra vida cultural como individual y, en la medida de lo posible, crear una estética del tiempo. Concreté dicha meta a partir de un proceso de destilación para producir tinta de flores y agua aromática. Para lograr esto, concebí una serie de acciones concretas y repetitivas, realizadas de manera lenta y ceremoniosa, a la vez que lúdicas e improvisadas. Trabajé con ritmos arrulladores, meditativos, calmantes, para darle al producto, la tinta, un carácter especial. Ya no sería una tinta ordinaria, sino significada principalmente por su confección temporal. Esta estética del tiempo en la producción de tinta se articularía con mi deseo por realizar una escritura performática. Organicé el tiempo de la obra en un sistema que iba menguando una hora por día: el primero realizaría 20 horas continuas de proceso; el segundo día, 19; el tercero, 18… hasta el último que culminaría con una hora de acción para finalizar toda la obra. En total fueron 210 horas de proceso, incluyendo tiempo suficiente para desayunar, comer y apenas dormir.

No sin ciertas dudas, acepté la propuesta que me hizo la directora del maco de transmitir todo el proceso en vivo. Lo tomé como una manera de cuestionar mis emociones: el miedo a fallar, a lastimar mi imagen y a traicionar uno de los principios que tanto he cultivado sobre el arte acción: ser, infaliblemente, una forma de arte presencial. Me pregunté cuál sería el límite de la presencia y pensé que podía trasladar el principio de la obra presencial a mis propios límites preconcebidos, cosa que en otro contexto quizás nunca hubiera pensado y menos buscado. Acepté emprender este largo proceso en presencia de una sola cámara para una transmisión en vivo por YouTube. Me comprometí a atravesar estos días cruciales en el desarrollo de la pandemia en México, para generar un proceso de deconstrucción y reconstrucción, tanto física como simbólica, de materiales y elementos, posiblemente estimulantes, abiertos y generosos para la facultad simbólica de la psique en estos duros momentos. Sabía que con este trabajo pondría a prueba mi resiliencia como ser humano y artista.

Al ver que el nuevo plazo de alerta máxima se extendía hasta el 30 de mayo, pensé en sincronizar el final de la pieza con este segundo y crítico plazo de la cuarentena. Empecé la obra a las 24:40 horas del día 11 de ese mes, después de una breve inauguración que incluyó un modesto brindis con mezcal “a sana distancia”. Es así como, prescindiendo del espectador, testigo o viviente en/de mi obra, empecé el proceso sintiendo que tenía el deber de potenciar la acción en el estrecho cuadro de la cámara de video. También debí salir varias veces de los ritmos de “mi tiempo” para lidiar con problemas técnicos de la transmisión en vivo. Eventualmente pude retomar la idea original de que la obra, como la vida, se estructura en la inmediatez y fluidez del presente, y me entregué a la convicción de que todo lo que sucedía era parte del proceso.

Hubo momentos difíciles. El cansancio acarrearía un abismo de dudas las primeras noches. Escribí en algún momento de la segunda madrugada: “esta noche tan oscura de tan noche. Soy la única testigo de estas horas”. Pero a medida que avanzaba, todo fue transformándose en aventura, con problemas, riesgos prácticos y torbellinos en la mente, pero con hallazgos, sucesos interesantes y momentos de claridad y seguridad. ¡Qué alegría al amanecer! Mi cuerpo empezaba a resentir fuertemente la falta de sueño, pero no cedí en el ritmo de mis tareas: a cada hora, ponía un clavo en la pared, le cortaba el tallo a una rosa y la incrustaba en el clavo, una suerte de pequeño “empalamiento” (horrible asociación que tuve bajo la influencia del desánimo). Al término del primer día, tenía una línea de 20 rosas rojas en la pared para marcar 20 horas de proceso.

Entre el montaje de cada rosa realicé otras actividades: escribía con tinta de rosas preparada para iniciar el diario de escritura automática; improvisaba rutinas de movimientos corporales en el espacio; hallaba gestos que me confortaban; jugaba con las varas de las rosas; contaba del uno al veinte en voz alta en diferentes idiomas, los mezclaba todos: ¡uno, two, trois, vier, cinco, six, sept, acht, nueve, ten, onze, zwölf, trece, forteen, quinze, sechzhen, diecisiete, eighteen, dix-neuf, zwanzig! Sobre todo, observaba lo que pasaba por mi mente, lo que se me ocurría; advertía la extraña influencia que a veces tenía la cámara sobre mí. Entre un proceso cuasi-artesanal, cuasi-artístico, cuasi-atelier, cuasi-poético, cuasi-anti-capital, cuasi-elvirasantamaria, realicé una suerte de passage, una travesía o viaje en el inconsciente. Pude disfrutar de una poesía emergente para mí misma, que registré en textos escritos sobre diversos pliegos de papel artesanal. Manipulé estos pliegos para convertirlos en estructuras espirales que rodeaban mi cuerpo.

En algún momento me vinieron a la mente los 27 años que pasó Nelson Mandela en una de las peores prisiones de Sudáfrica y los 20 años durante los cuales Aung San Suu Kyi24 mantuvo prisión domiciliaria en Myanmar, país en el que estuve el año pasado haciendo otra obra de proceso. Pensé en mis amigos, los artistas birmanos Htein Lin y Aye Ko que vivieron la brutalidad de la dictadura y un cruel confinamiento carcelario, así como de tantos y tantos presos en las cárceles de México y el mundo. Lejos estoy de compararme con ellos, pero durante estos meses un virus nos obligó al confinamiento involuntario, estado de sitio de un régimen sanitario y capitalizable. A virus suelto, ganancia del biopoder.

Encierro solar fue un laboratorio de la imaginación y de la mente, para ejercer el aquí y ahora a través de la acción. El proceso llegó a convertirse en un ágora de diálogo conmigo misma, a la vez que una negociación con instancias que nos condicionan. Debatí mucho con mis ideas sobre el arte, la vida y lo que quiero trabajar en relación con las personas que observan mi trabajo, como vivientes de mi obra en presencia y distancia. A través de este proyecto sigo indagando en la capacidad de la creatividad humana para realizar procesos de vida menos tortuosos, que alimenten nuestras esperanzas en la base del conocimiento de ese potencial.

Sin proponérmelo, Encierro solar resultó en una instalación que muestra los vestigios del laboratorio para destilar flores, las botellas y sus tintes ordenados sobre la pared como una pirámide invertida. Emergió en aquel espacio una cartografía de mis intereses, emociones y visiones, registrados a través de la escritura automática sobre papel artesanal, la yuxtaposición de objetos y los restos orgánicos de las flores. En estos momentos en que la pandemia parece extenderse sin fin, la instalación aguarda paciente la apertura del museo para que alguien pueda un día acudir a vivirla en persona.

Reflexiones pandémicas desde el teatro independiente

Alejandra Serrano*

* Gestora e investigadora, Área 51 Foro Teatral, Méxicoarea51. foroteatral@gmail.com

Partamos de lo evidente: estamos en crisis. No sé por qué últimamente siento que lo olvidamos y hacemos foros buscando respuestas imposibles a preguntas nunca antes formuladas en medio de una tormenta que no termina de pasar. Me da la impresión de que la ansiedad por respuestas, por querer racionalizar lo que estamos viviendo, es un intento por acelerar la “vuelta a la normalidad” o, por lo menos, a la cordura personal. En mayor o menor medida, todos hemos sufrido pérdidas.

Una y otra vez preguntamos a los creadores: ¿hacia dónde va el teatro?, ¿consideras que es teatro esto que estás haciendo?, ¿crees que van a permanecer estas nuevas experiencias? Y, en general, la respuesta es la misma: no sé.25 Lo que es claro hasta el momento es que se trata de un impulso vital, tanto el generar estas experiencias virtuales como el no hacerlo. Es decir, la resistencia está en ambas posturas y, aunque la reacción es diametralmente opuesta, el impulso es el mismo: la pérdida.

Las artes escénicas no sólo perdieron al público, también perdieron el cuerpo. Quizá lo entiendo porque he pasado por lo mismo: en marzo, escribía una especie de rezo al vacío sobre la presencia en el teatro. Al ver las posibilidades que empezaban a circular ya en el ámbito virtual y, viendo cómo ha ganado terreno la tecnología en los espacios teatrales, vislumbraba aterrada un futuro donde existirían primordialmente estas expresiones en la escena contemporánea, dejando a la resistencia obligada a presentarse en parques y plazas con otros formatos. En cambio, ahora observo el fenómeno con menos recelo; por supuesto, extraño la presencia física de los cuerpos, pero no niego el encuentro que se produce en las experiencias virtuales y observo la potencia creativa.

Quien ha vivido una muerte cercana en medio de la pandemia sabe que no sólo se pierde a la persona, sino el consuelo del luto en compañía, el abrazo. Estamos en un luto permanente de todo aquello que nos hace sociedad y, por lo tanto, humanos. “¿No es cierto que perder nos suscita deseos después de que el luto nos haya inmovilizado?”, nos pregunta Didi-Huberman (17). La pérdida como un lugar de creación y de esperanza, incluso en medio de la incertidumbre; todos hemos perdido en esta pandemia y todavía nos falta mucho por andar.

En este sentido, la creación de la Asociación Nacional de Teatros Independientes (anti) no sólo es una forma de resistencia, también es una forma de pensar en el futuro. Ha terminado ya la Jornada Nacional de Sana Distancia en México y sin embargo no es claro cuándo podremos volver a los teatros, no sólo por los permisos, sino por la propia seguridad de los grupos y las personas. En cuanto empiezas a pensar en la “nueva normalidad” como una posibilidad, los contagios se multiplican y nos volvemos a esconder. ¿Cómo invitar al público a salir de sus casas con confianza? La virtualidad sigue siendo el refugio y el Antifestival surgido de esta nueva asociación es un paso agigantado en la relación de los creadores con estas plataformas.

La premisa del Antifestival –para diferenciarse de los contenidos ya existentes en línea de forma gratuita– fue realizar funciones en vivo durante el verano de 2020. No todas las compañías tenían un proyecto de esa naturaleza, por lo que también se incluyeron obras en video de buena calidad con una charla en vivo al final. Se programaron –del 15 al 30 de junio– 20 experiencias en tiempo real y 19 obras en video, además de charlas, conversatorios, mesas de discusión y talleres en un periodo de 15 días con 58 actividades. En este festival nacional, independiente, participaron 18 estados y más de 30 salas autónomas. Es el festival de artes escénicas independiente más grande que se haya convocado en nuestro país, con más actividades y más estados participantes que la mayoría de las Muestras Nacionales de Teatro. No habría existido sin la pandemia, sin la imposibilidad del encuentro físico, porque ¿quién en su sano juicio hubiera organizado un festival de teatro virtual?

Por otro lado, el hecho de que se hubieran vendido boletos en línea y se hicieran las funciones en Zoom fue posible gracias a que la gente ya tenía más de dos meses familiarizándose con estas herramientas. Los pagos en línea, por ejemplo, hasta principios de la segunda década del siglo xxi, continuaban generando resistencia en la población mexicana con acceso a internet.

Algunas de las críticas hacia estas actividades señalan que se excluye a quienes no cuentan con acceso a internet, lo cual es cierto. Sin embargo, el teatro presencial también es excluyente, desde la capacidad del propio teatro, hasta la ubicación, la dificultad de trasladarse al foro, sin hablar del costo del boleto. Entonces, el resultado de poner de manifiesto las limitaciones tanto del teatro como de la virtualidad me parece positivo. Por un lado, tenemos que exigir políticas culturales que nos permitan atender y generar más públicos; por otro, debemos entender el acceso a internet como un servicio básico, ligado al derecho a una vida digna. Esto último es una discusión que tiene varios años desarrollándose en algunos grupos reducidos con poca atención del público en general. Creo que la pandemia cambiará esa percepción, o al menos eso espero.

A mi ver, la pregunta relevante de esta pandemia no es si las “nuevas formas” continuarán desarrollándose o hacia dónde se perfilan. Creo que la pregunta dolorosa es: ¿qué tan fuertes serán los lazos a distancia que generamos durante la pandemia? Cuando reanudemos nuestras actividades, ¿necesitaremos de los otros, de los que no están cerca?

Fuente consultada

Didi-Huberman, Georges. Sublevaciones. México: Museo Universitario de Arte Contemporáneo, 2018.

Cabareteando ando en pandemia

Cecilia Sotres*

* Actriz y directora, Las Reinas Chulas, México. cecisotres@gmail.com

Si estás leyendo esto es que sigues con vida y te interesa el teatro; eso, en tiempos de pandemia, ya es ganancia. Esto parece ciencia ficción, pero no lo es; la ficción nunca supera a la realidad. Lo que hoy vivimos es como un sueño perturbador del que no podemos despertar. Érase una vez hace tanto tiempo o tan poco… un 14 de marzo, que cuatro mujeres locas, liosas, cabareteras, llamadas Las Reinas Chulas, dimos la última función en nuestra casa, el Teatro Bar El Vicio (en Coyoacán, Ciudad de México), antes de que comenzara el confinamiento por el COVID-19. La afluencia de la gente ya había disminuido desde una semana antes y, aunque en esa fecha, aún no era obligatorio, por el bien común decidimos cerrar nuestras puertas el 15 de marzo.

No dimensionábamos lo que estaba sucediendo. Apenas unos días antes, el 8 de marzo, millones de mujeres en el mundo habíamos salido a marchar y defender nuestros derechos. Una semana después, estábamos encerradas en nuestras casas. Encerradas de nuevo, pasamos de ocupar el espacio público a regresar al privado, sin tener otra opción. Pensamos que iba a ser cosa de unas pocas semanas, un poco más que con la crisis de la influenza, pero nunca nos imaginamos que el teatro iba a estar cerrado meses y meses, pues hasta este momento (21 de junio de 2020) no sabemos cuándo reabriremos y bajo qué circunstancias, probablemente en septiembre u octubre y con el 30% del aforo, con la preocupación de que mucha gente tendrá miedo y ya no querrá salir o no tendrá recursos para ir al teatro o la combinación de ambas circunstancias. Lo único cierto es la incertidumbre.

Han sido meses dolorosos, de angustia, de miedo, pero también de mucho aprendizaje. Como cualquier teatro independiente, El Vicio vive al día y, cerrado o abierto, tiene que pagar más de 20 sueldos al mes, más los gastos básicos: renta, servicios, proveedores, impuestos, seguro social, permisos, etcétera. Los meses en que El Vicio “sale tablas” con sus gastos son ganancia.

Fue ante esta circunstancia, y al ver que la cosa iba para largo, que nos preguntamos qué podíamos hacer para mantener el espacio y regresar a lo que más nos gusta, a nuestro oficio: actuar y hacer cabaret, que he definido como “género teatral popular de resistencia que utiliza el tono fársico, el humor para lograr una crítica política y social elaborada a partir de temas sinuosos y del uso de elementos satíricos e irónicos y con la participación activa y cómplice del público” (Sotres, 21). ¿Cómo lograr que el Teatro Bar El Vicio siguiera vivo y no se fuera a la quiebra, aun estando cerrado? Es importante decir que El Vicio es el epicentro del cabaret, es un espacio icónico de la Ciudad de México y, justo este año, cumple 30 años de ser cabaret (15 años como El Vicio y 15 como El Hábito). Antes, fue la casa del poeta Salvador Novo.

Aunque no teníamos la respuesta, sabíamos que no podíamos sentarnos a esperar, así que, a finales de marzo, con semana y media de teatro cerrado, sin pensarlo mucho, decidimos emprender diversos proyectos para tener recursos y solventar los gastos del teatro, la compañía y las personas que vivimos de este cabaret. Para empezar, propusimos, a la Secretaría de Cultura, el proyecto Cabarentena, que consistió en la realización y transmisión de 100 cápsulas cabareteras caseras durante el mes de abril, que abordaron con humor los temas urgentes de la cuarentena. Este proyecto lo planteamos no sólo para Las Reinas Chulas y El Vicio, sino para la comunidad cabaretera. Por otro lado, iniciamos la Chuliversidad, un proyecto con el diseñamos e impartimos cursos, talleres y clases diversas de cabaret, escritura y música.

Finalmente, nos propusimos hacer espectáculos de cabaret en línea. ¿Cómo se hace una obra en línea? ¿A qué nos íbamos a enfrentar? ¿Cómo lo tomaría el público? ¿Le interesaría verlas? ¿Cómo resolveríamos técnicamente? ¿Qué narrativa y recursos serían mejores para dar estas funciones? ¿Cómo hablaríamos de lo que estamos viviendo: del COVID-19, del dolor, de la muerte, del miedo, pero con tono cabaretero? Son preguntas que nos hemos ido contestando en estos meses.

El 4 de abril realizamos el primer experimento de cabaret en línea: fue un espectáculo-conferencia-cata de vinos que hizo Ana Francis Mor con uno de sus personajes consentidos, Santa Rita, y comenzamos a ver una ventana de oportunidad. El siguiente fin de semana era el sábado de la Semana Santa y, aprovechando la fecha, presenté “El Viacrucis en tiempos del coronavirus”. La plataforma de Zoom sólo aceptaba 100 personas; de pronto comenzaron a comprar boletos y cuál fue nuestra sorpresa que se quedó gente “afuera”, lo que nos orilló a crecer la capacidad de pantallas conectadas.

Y es así que comenzamos a hacer más espectáculos a los que titulamos Cabarezoom; al principio, cada 15 días y después cada ocho: La curva de la estupidez, Pongámonos a toda madre, El Buda en cuarentena, Homilía para una nueva normalidad, Bendiciones Chulas para la nueva normalidad, en conjunto con artistas argentinos y, finalmente, el 13 de junio, estrenamos nuestro espectáculo más ambicioso en este formato, titulado La Casa de Papel de baño, en alianza con la dramaturga y actriz yucateca Conchi León. Fue uno de los 91 ganadores de la convocatoria Espacios Escénicos Independientes en Resiliencia. En síntesis, en estos tres meses hemos presentado ocho obras, once funciones y hemos tenido 114 aparatos conectados en promedio por función. Es importante decir que, de lo recaudado en todos estos proyectos que hemos emprendido, el 50% se destina a los salarios del personal del teatro.

Uno de los momentos más emocionantes de las funciones del Cabarezoom ocurre al final, cuando pedimos a la gente que prenda sus cámaras. En ese momento, podemos ver un cachito de sus vidas; nos comparten sus espacios privados, íntimos, sus salas, sus camas, sus cocinas. Nos quedamos platicando y compartiendo; nos preguntamos cómo estamos, cómo sobrellevamos este período. Hemos llorado, reído, cantado con la gente y, así, estamos cerca en la distancia. Es un momento muy conmovedor.

Por supuesto que ya quisiéramos estar sobre nuestro escenario, bajo la luz del seguidor, escuchar en vivo las risas del público, pero siendo pioneras en esto de los espectáculos en línea, puedo ver la fructífera experiencia que nos ha dejado y que me lleva a muchas reflexiones tales como:

Podría seguir reflexionando sobre mil aprendizajes más, pero se me acaba el espacio. Sólo quisiera decir que no podemos ni debemos salir de la pandemia siendo los mismos que cuando entramos. La realidad de la gente de teatro se ha visto potenciada por esta crisis: no hay sueldos fijos, no hay seguridad social, no hay estabilidad. Los espacios teatrales independientes fuimos los primeros en cerrar y seremos los últimos en abrir, lo cual genera angustia, pero también se crean redes y soluciones en comunidad y equipo. Dice Eugenio Barba: “Se hace teatro por necesidad, de la forma que se pueda: en casa, por la calle, en lugares convencionales y no convencionales. Si se tiene la necesidad, se puede hacer también teatro en el infierno” (2020). Yo diría, se hace cabaret en el infierno y se cobra para seguir viviendo de ello.

Fuentes consultadas

Sotres Castillo, Cecilia. Introducción al cabaret (con albur). México: Paso de Gato, Ediciones Chulas, 2016.

Barba, Eugenio. “Eugenio Barba, la hora de la transformación”. Ovejas muertas, El Colectivo del Texto, 25 de abril de 2020, ovejasmuertas.wordpress.com/2020/04/25/barba-transformacion/. Consultado el 22 de agosto de 2020.

Danzar desde el encierro a la pantalla

Margarita Tortajada Quiroz*

* Investigadora y docente, Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de la Danza “José Limón”, inbal, México. margaritatortajada3@gmail.com

El 29 de abril es el Día Internacional de la Danza (did). La fecha es en honor del coreógrafo francés Jean George Noverre (1727-1810), quien impulsó una ruptura con las formas de hacer y vivir la danza escénica de su época. Buscó humanizarla, volverla expresiva, artística, y no un “divertimento” de cortes y diletantes “desprovistos de gusto”. De ahí su importancia como bailarín, maestro, coreógrafo y teórico, además de razón para que se festeje desde hace décadas en el mundo entero.

Quienes organizan esa fiesta son integrantes de la gran comunidad que practica ese arte y que son cómplices de su existencia. A pesar de la distancia en el tiempo y el espacio, han construido una subcultura común, que comparten y expanden; están unidos por sus conocimientos, tradición, experiencia, creencias, técnicas, repertorios y deseos. Podría decirse que los unen lazos invisibles que, de hecho, son prácticas corporales y maneras de ser, hacer, sentir y pensar que se traducen en formas materiales.

En 2020, ante el encierro en el mundo entero, el did fue un pretexto para gritarle a la vida y hacer saber que la danza está presente, es necesaria, nos da fuerza y ayudará a combatir esta y todas las pandemias. Más que nunca, las personas que hacen danza dieron una muestra cargada de energía en defensa de sí mismas, su identidad y su labor, su aporte social, su saber incorporado que no cuenta con reconocimiento social, económico ni académico, pero que es fundamental en la cultura (y las culturas).

Así, las redes estuvieron llenas de videodanzas, fragmentos de obras, otras completas, nuevas, antiguas, originales, pregrabadas, convencionales, alternativas, expandidas, restringidas y mucho más. Quisiera mencionar, en especial, dos eventos que se realizaron en México, ambos colectivos y llenos de emoción porque, como dijo Noverre, eran verdad y “hablaban con fuego y energía”, aunque con mediación de la tecnología.

De manera inédita, los hacedores de danza mexicanos, esparcidos por el país, acordaron bailar como un colectivo. Lo lograron, y cada estado (no todos) conjuntó su danza en un video en el que aparecieron juntos. El otro video partió de una iniciativa institucional: la Coordinación Nacional de Danza del Instituto Nacional de Bellas Artes. Las reglas: crear una danza con la música del Huapango de Moncayo para transmitir por Facebook ese mismo 29 de abril. Aunque inicialmente algunas cejas se levantaron, fue un éxito, la participación resultó abrumadora y la edición, un creativo ejercicio. En nueve minutos, vimos desfilar bailarines y bailarinas de todos los géneros y procedencias, niveles y tendencias, atuendos y lugares. Bailaron danza clásica, neoclásica, contemporánea, folclórica, bailes de salón, flamenco, jazz, break dance, tango, capoeira, árabe. Lo hicieron en solos, duetos y un cuarteto; en sus camas, en las carreteras, en terrenos despoblados, en las azoteas, escalando paredes, en pasillos, sobre la mesa, en la sala, en la cocina, en calles, en esquinas abandonadas, en patios traseros, en estudios con duela, en las escaleras, enmarcando su rostro, en las terrazas, en sillones, en cuclillas, sobre el pasto, el cemento, un cojín. La música intensa, in crescendo, mientras los y las bailarinas vestían largas o cortas faldas, jeans, trajes de charro, con cuera, con escobas, pelucas, cascos, rebozos, mantones, guantes, abanicos, hojas de plátano, pañuelos, flores, tocados, cabellos sueltos, sombreros, listones. Estaban descalzos o con zapatos, tenis, tacones, botas, botines. Cerraba Elisa Carrillo y un texto de la Coordinación que concluía con la frase “somos un solo corazón en movimiento”. Bien por todos ellos y ellas.

Con el alma llena de danza me dije que Noverre tenía razón. Que hay orden en la asimetría y la diversidad, que la danza es verdad y, sobre todo, es vida, aunque esté encerrada en una pantalla. Sin embargo, a lo largo de estos meses, aparecieron otros videos que me dejaron perpleja. Mostraban otra “danza” sombría, que se está realizando en centros de salud. Son videos cortos que ilustran el rito tan riguroso que significa vestirse y desvestirse para atender a los enfermos de COVID-19. Con esas ropas y aditamentos, las personas del servicio médico se crean otro cuerpo; borran el suyo y se unifican con telas, plásticos, colores, texturas, protecciones. Se han construido una estética propia. Este también es un rito mundial, como el del did; también lo comparten quienes mantienen una subcultura propia, la de la medicina, y hacen la diferencia entre la vida y la muerte.

Es el cuerpo que la enfermedad les obliga a construirse a partir de ropa, lentes, caretas, guantes, peinados, zapatos. Portan otro cuerpo que ellas y ellos mismos, de manera consciente, se han creado (obligados), pero les impide moverse. Un cuerpo para la inmovilidad. Su “vestuario” es reflejo de miedo, precaución, profesionalismo, cuidado para con ellos mismos y el otro. Para “armarlo” y “desarmarlo” se necesita tiempo, parsimonia, atención, mucha atención. Se mueven lentamente, impiden todo contacto físico con los enfermos y, por eso, además de tantas batas y plásticos, se han puesto encima sus propias fotos. Es lo único humano que ven los enfermos. Su humanidad está en el cuerpo, pero de manera artificial, pues esas imágenes son producto de la tecnología.

Ese vestirse y desvestirse, ese prepararse para la enfermedad-muerte y salud-vida, para su trabajo profesional y su vida personal, su espacio público y privado, es como una coreografía. Hay uso de espacio, tiempo, movimiento, diseño, cadencia, cambio de dinámicas, intención. Hay acciones determinadas, predeterminadas, azarosas, hallazgos de cómo hacerlo (más rápido, mejor, más eficaz, más, más, más). Tras esos ropajes y coreografías dejan su identidad, se vacían (como en la danza Butoh) y no son en sí mismos, sino sólo en tanto “medio” de otra cosa, en este caso el consuelo, la cura, la esperanza, la medicina, el cuidado, el último adiós.

Son cuerpos ataviados de vida y muerte, de esperanza y fatalidad, todo al mismo tiempo, y hacen su danza, o su “instalación para cuerpo humano”, diría Lukas Avendaño. Viven con el cabello amarrado, los ojos apretados por los lentes, la frente presionada por las caretas, las orejas por los turbantes, las manos por los guantes. Son “otro cuerpo”, pero aprisionado, que les impide la movilidad, que no los deja respirar. Me imagino que llenos de olores (a gel, por lo menos), con palabras o sonidos que nadie puede escuchar. ¿Qué piensan? Usan tanto tiempo para vestirse y desvestirse que deben entrar en procesos reflexivos muy profundos. Igual que la danza colectiva del did, este rito macabro es una coreografía. ¿Les ha modificado su visión del mundo y de su espacio escénico (hospital)? ¿Han estudiado sus textos, porque aparentemente tienen personajes muy específicos? ¿Hay libertad para cada uno, hay espacio para la “improvisación” o tienen “líneas” y conductas aprendidas que deben repetir?

Una de las críticas más fuertes que lanzó Noverre a la danza de su tiempo fue el uso que se hacía de máscaras y de vestidos. Las primeras porque eran “envoltorios espesos y groseros que ahogan los afectos del alma”, y los segundos porque carecían de “veracidad”. Pero ahora, en tiempos de pandemia y en la danza médica de los hospitales, tienen razón de ser, y también mueven y conmueven. Qué contrastes de las danzas encerradas entre cuatro paredes y una pantalla.

 

Notas

1 En Brasil, algunos grupos de artistas se movilizaron para defender la cultura. Entre estos grupos se puede destacar Artígo 5 y A.T.A.C. (Articulação de Trabalhadores das Artes da Cena pela Democracia e Liberdade), que impulsaron campañas virtuales en defensa de la financiación pública de socorro a las artes, incluso participando de la creación de un proyecto de ley en defensa de la cultura.

2 Artistas se organizaron en redes como Artigo 5º y A.T.A.C realizando campañas de denuncia del gobierno y articulación de iniciativas y leyes en defensa de las artes, incluyendo propuestas de auxilio financiero de emergencia.

3 Junto a Vanéssia Gomes y Narciso Telles, organizamos el concurso de textos teatrales “Escenas del confinamiento” que, a pesar de ser una iniciativa informal sin ningún financiamiento, reunió más de 30 artistas en un jurado internacional y recibió 325 obras de diversos países de América y Europa.

4 Hay innumerables posibilidades en el uso de plataformas de intercomunicación en vivo por internet, y es innegable que la pandemia mostró eso con el acceso a plataformas como Zoom o Jitsi, entre otras. Las personas confinadas en sus casas inventaron formas de convivencia en grupos, yendo mucho más allá que las simples conversaciones.

5 En 2014, con un elenco internacional, dirigí Odiseo.com, proyecto para el cual Marco Antonio de La Parra creó el texto original. Odiseo.com fue un espectáculo realizado simultáneamente en Buenos Aires, Florianópolis y Bremen (Alemania) con uso del Skype y plateas presenciales.

6 Algunas secciones del presente texto fueron publicadas recientemente en un artículo más extenso titulado “Experiencia teatral, experiencia tecnovivial”, en la revista brasileña Rebento (vol. 1, núm. 12, enero-junio 2020).

7 Para la distinción in extenso entre convivio (reunión territorial de cuerpo presente, en presencia física) y tecnovivio (actividad en soledad o reunión desterritorializada a través de recursos neotecnológicos, en presencia telemática que permite la sustracción del cuerpo físico), véase nuestro recién publicado libro Teatro y territorialidad. Perspectivas de filosofía del teatro y teatro comparado (Barcelona: Gedisa, 2020, e-book).

8 También, con una solidaridad conmovedora, organizan reparto de comida, dinero y vales, pura ayuda y colaboración con los teatristas que menos tienen.

9 Mauricio Kartun, “El teatro sabe” y “El teatro teatra”, en su Escritos 1975-2015 (Buenos Aires: Colihue, 2015, respectivamente 239-240 y 136-137). Kartun se basa en David Bohm, La totalidad y el orden implicado (Barcelona: Kairós, 1998).

10 Samuel Beckett, “Carta alemana de 1937”, Beckettiana 5. Traducido por Ana María Cartolano, 91. También en su Disjecta, bajo el título “Carta de 1937 en alemán” (Valencia: Pre-textos, 2009).

11Prótesis afectivas” fue el título que le di a una video charla transmitida en directo el 18 de abril de 2020 para un colectivo virtual en redes sociales llamado “Aislados Conectados”, que surgió en Gran Canaria, España, durante el confinamiento derivado de la pandemia del COVID-19.

12 Para los hombres y las mujeres de la era victoriana, la tuberculosis era una enfermedad a la que se le atribuía una energía menguante, pero una sensibilidad exacerbada, pues el aspecto pálido de la tuberculosis era bien estimado entre los aristócratas del xix. La moda Tribly de las mujeres o la aparentemente marcada sensibilidad del tuberculoso fue una estetización de la enfermedad.

13 Trans quiere decir mediación. En una video charla grabada para el Museo Universitario del Chopo en la serie “Romper el tiempo. Diálogos desde el aislamiento” desarrollo una reflexión sobre las artes vivas a la par de este prefijo. Tiempos de confinamiento, transdisciplina y artes vivas trans. Ver: https://www.youtube.com/watch?v=HfjIbGG1-lo

14 Ruidos: ensayo sobre la economía política de la música. Madrid: Siglo xxi, 1997, pp. 11.

15 Para ampliar la noción de hipermedio véase: Chiel Kattenbelt, “Intermediality in theatre and performance: Definitions, Perceptions and Media relationships”. Cultura, Lenguaje y Representación. Revista de Estudios Culturales de la Universidad de Jaume I, vol. 6, mayo 2008.

16 Por ejemplo: Acción + Aislamiento: 15 ejercicios de liberación virtual, organizado por Teatro UNAM, México: teatrounam.com.mx/teatro; Desde mi cocina, organizado por el Centro Dramático Nacional de España y Ciclo objeto, organizado por Ina Morales y Catalina Corredor en Buenos Aires a través de una cuenta de Instagram: www.instagram.com/cicloobjeto.

17 Adelanté algunas de estas ideas en el artículo “Casa y teatro de objetos: intimidad del espacio doméstico en tiempos de guardar distancia”. Titeresante, revista de títeres, sombras y marionetas, 20 abril del 2020.

18 En el capítulo “Los objetos en tiempos de guerra” de mi libro Los objetos vivos. Escenarios de la materia indócil (México: Paso de Gato, 2018) abordo las relaciones entre catástrofe social, alteraciones de los tránsitos cotidianos de los objetos y teatro, a propósito de la obra de Tadeusz Kantor.

19 “Del verbo tocar: las manos de la pandemia y las preguntas inescapables”. Especial: Diario de la Pandemia, Revista de la Universidad de México, abril de 2020, www.revistadelauniversidad.mx/articles/6428d816-f2cf-420d-977e-c9c0f8fc7427/del-verbo-tocar-las-manos-de-la-pandemia-y-las-preguntas-inescapables. Consultado el 22 de agosto de 2020.

20 Al día de hoy que escribo esto, 22 de junio del 2020, en España se prevé que los teatros vuelvan a sus funciones regulares, pero con el tercio de su aforo y respetando un metro y medio de distancia entre espectadores, entre otras normativas. Esto es que si en mi obra entraban cuarenta y ocho personas, ahora entrarán doce, distantes y con mascarilla. Una modalidad que con mi compañía, Oligor y Microscopía, estamos próximos a vivenciar.

21 El registro se puede ver en: www.chopo.unam.mx/01ESPECIAL/artesvivas/escenaviva.html

22 Por insistencia de la psicóloga Carolina de la Torre, en mayo, el término oficial se cambió por aislamiento físico, mejor ajustado a la realidad.

23 “El remdesivir ya tiene precio; Gilead fija costo al fármaco contra coronavirus”. Milenio, Grupo Multimedios, 26 de junio de 2020, www.google.com/amp/s/amp.milenio.com/negocios/coronavirus-gilead-pone-precio-remdesivir-medicamento-covid. Consultado el 22 de agosto de 2020.

24 Prominente política birmana, Premio Nobel de la Paz 1991.

25 Ver, por ejemplo, las notas de Fernando de Ita: “¿Sin presencia no hay teatro?” Teatromexicano. No. 63. 11 de mayo 2020 http://teatromexicano.com.mx/8674/sin-presencia-no-hay-teatro/; Rodolfo Obregón: “Nuestra malditas manías”. Teatromexicano. No. 63. 15 de mayo 2020. http://teatromexicano.com.mx/8680/8680/; y Alejandra Serrano: “La resistencia del teatro”. Teatromexicano. No. 63. 16 de abril 2020. http://teatromexicano.com.mx/8649/la-resistencia-del-teatro/