Doi: 10.25009/it.v10i16.2615

Documento

En el camino hacia Meyerholdia, de Andrzej Drawicz

Elka Fediuk*

* Centro de Estudios, Creación y Documentación de las Artes, Universidad Veracruzana, México, efediuk@uv.mx

Recibido: 09 de mayo de 2019

Aceptado: 08 de agosto de 2019

Nota introductoria

Vsévolod Meyerhold, artista que transitó del naturalismo con cariz psicológico de Konstantín Stanislavski al simbolismo –que le alejó de su maestro–, fue un declarado constructivista en la era revolucionaria y creador del entrenamiento actoral llamado biomecánica. Sin embargo, la propuesta meyerholdiana no se reduce a esta técnica, de la cual realmente se supo poco hasta años recientes. La mise en scène moderna le debe mucho a este creador, cuyo programa integral escena-cuerpo-ideología-espectador influyó en los conceptos del gran cineasta Sergei Eisenstein –por un tiempo, alumno suyo–, así como en las siguientes generaciones de directores de escena. Son, entre otros, la dispersión de sus escritos y la despreocupación del propio autor por ordenar su contenido, las causas de una lectura difícil, aunadas a las circunstancias políticas adversas que –tras decretar el realismo socialista como la única poética permitida– condenaban la vanguardia en cualquier manifestación. El tema de Meyerhold fue proscrito a mediados de los años 30, periodo de las “purgas” ideológicas orquestadas por el régimen estalinista. Su desaparición en los calabozos de la kgb1 le convirtió en mártir de la libertad de expresión.2 En consecuencia, se impuso silencio a sus colaboradores, hasta los deshielos paulatinos, posteriores a la muerte Stalin en 1953.

En una primera etapa se permitió el acceso, de algunos estudiosos, a la biblioteca que guardaba los textos y documentos de la pluma de Meyerhold. Aparecieron las publicaciones, previamente revisadas por la censura del régimen soviético; no obstante, fue hasta 1968 cuando aparecieron, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (urss), dos tomos con casi la totalidad de su obra. Las traducciones de aquella publicación permitieron un acercamiento mayor, así como los estudios más profundos sobre su vida y obra. De allí que sus ideas fueron conocidas e incorporadas tardíamente a las teorías y a los discursos de creadores escénicos.

Por muchos años, Meyerhold fue una leyenda sobre la que no había suficiente información. La biomecánica, su método de entrenamiento actoral, contaba tan sólo con descripciones rudimentarias, ya que la política del “miedo” dictaba cautela en divulgar las ideas contrarias a la normativa estética. Con la paulatina apertura se han dado a conocer imágenes, en particular circularon algunas fotografías de Nikolai Kustov,3 discípulo directo de Meyerhold e instructor de biomecánica, en posiciones que develaban el trabajo esquelético-muscular. Fue una revelación cuando se conocieron los documentos fílmicos grabados en las presentaciones hechas durante los años 20, donde los alumnos realizan ejercicios de composición precisa. Luego, en los tardíos años 80 y 90, la Perestroika abrió también la divulgación de los materiales visuales y el conocimiento sobre esta técnica. Uno de los alumnos de Kustov, Gennadi Bogdanov, con gran precisión mostraba y explicaba cada ejercicio y sus bases rítmico-teóricas.4 La era digital facilitó el acceso a videos y archivos fílmicos, lo cual permitió una mayor comprensión de esta práctica. Sin embargo, el conocimiento llegó de manera tardía, cuando se desvanecía el interés por las técnicas y entrenamientos –en boga durante el siglo xx–, desplazado por estrategias creativas de mayor inmediatez.

En cuanto a las publicaciones en español, la primera etapa está marcada por Textos teóricos, en dos volúmenes (Editorial Alberto Corazón, Madrid, 1972, 1a ed.), con la traducción directa del ruso de José Fernández y la selección, estudio preliminar, notas y bibliografía de Juan Antonio Hormigón. Contiene casi la totalidad de la publicación de 1968, en la urss. Las ediciones consecutivas siguen bajo el mismo cuidado, aunque encontramos un equipo de traductores ampliado y se suma el prestigio de la Asociación de Directores de Escena de España (ade 1992 y consecutivas). Algunas otras se limitan a una breve selección de los textos de Meyerhold y, por lo general, carecen de estudio preliminar. Los textos de Meyerhold generados antes de la Revolución de Octubre, y publicados en la edición ampliada de la ade, contienen solamente sus cartas a Chéjov y una selección de ocho artículos. La edición polaca (WAiF, 1987) incluye otros documentos (publicaciones menores, notas, entrevistas, apuntes y cartas) que permiten una mirada desde distintos ángulos y que resulta sustancial para comprender el desarrollo de la personalidad artística de Meyerhold, así como de sus construcciones poéticas, con todas las contradicciones que conlleva el bullicio vanguardista en la Rusia de aquel tiempo y la atmósfera de renovación del arte teatral. Como lo subraya el autor del presente ensayo, es muy importante contextualizar la generación de textos y artículos con los procesos escénicos, las búsquedas en el vaivén de éxitos y fracasos, así como descifrar el sentido desde el tono de las disputas por el “nuevo teatro”.

El texto que aquí presentamos apareció en la revista Dialog5 en febrero de 1988. Andrzej Drawicz, traductor del ruso para la edición del libro mencionado: Vsévolod Meyerhold Antes de la revolución (1905-1917),6 que incluye materiales no integrados en las ediciones en la lengua española, comparte sus reflexiones acerca de la trascendencia del fenómeno Meyerhold y ofrece una lectura de los documentos contenidos en dicha publicación. En particular, aporta una amplia descripción de las puestas en escena del periodo prerrevolucionario, lo cual permite observar los trayectos poéticos previos a sus obras maduras.

En el camino hacia Meyerholdia7

Andrzej Drawicz

Obviamente, este teatro meyerholdiano al que doy la bienvenida con toda mi alma, no habrá que llamarlo teatro, sino de algún modo diferente. Propongo, cuando lo lleguemos a crear, que la primera apuesta de este tipo se llame Meyerholdia.7

Lunacharsky

1.

(…)8 Es indudable que Meyerhold es un fenómeno particularmente importante. La Gran Reforma9 tuvo sus excelentes defensores y líderes; cada uno se ganó su importancia según su aporte. Meyerhold es importante de manera especial. Esto sucedió por un sentir general.

¿De dónde parte este sentir? Tal vez se deba a la composición de los destinos sujetos a tensiones, a saltos y vueltas tan vertiginosos como si se aplicaran reglas de un particular dramatismo, como si el creador del juego teatral fuese jugado por la vida misma en diferentes escenarios y con un inevitable final trágico. O tal vez el hecho de que Yevgueni Vajtángov dijera: “Meyerhold creó las raíces de los teatros del futuro y el futuro se lo pagará”, palabras clásicas y citadas con frecuencia que resultaron evidentemente ciertas, porque en los actuales intentos rumbo a un teatro nuevo, en ir más allá de uno mismo, sustraerse del condicionamiento propio, en cuestionar todas las reglas y todos los límites de lo posible, se encuentra indudablemente la herencia meyerholdiana. El testamento espiritual de Meyerhold fue él mismo en las condiciones que le fueron dadas y así actuaba, contradecía todas las normas y, con vehemencia, buscaba relaciones no comunes entre el teatro y la vida.

Aquí llegamos a una tercera suposición: tal vez la particular importancia de Meyerhold se debe a sus múltiples encarnaciones, que impiden una posible clasificación en cuanto a la escuela o la corriente. Lo constatan todos sus investigadores; es la característica que atrae e inquieta a la vez, ya que es mucho más cómodo tratar con un fenómeno posible de encuadrar en una fórmula. Meyerhold requiere de todo un conjunto de fórmulas siempre abiertas y que [con frecuencia] se anulan mutuamente. Constituye algo como un repaso, en un solo individuo, de toda la historia del teatro nuevo, de todas sus aventuras espirituales. No existe tal árbol del conocimiento de donde no haya cogido frutos. El texto de Vajtángov, citado anteriormente, continúa: “cada (de Meyerhold) puesta en escena es una nueva corriente teatral”. No hubo exageración en ello.

Otros entusiastas de la Gran Reforma, por lo general, buscaban y, cuando lograban encontrar algo, perfeccionaban y desarrollaban sus concepciones. Son entonces aprehendibles. Podemos, con mayor o menor exactitud, en pocas frases, abarcar el sentido de las concepciones de Craig, el pensamiento de Appia o Fuchs; es posible determinar el experimento de Reinhardt; son accesibles y posibles de definir las visiones de Tairov, el sistema stanislavskiano; es clara la dirección por donde alcanzó a avanzar Vajtángov; los creadores del Cartel Francés tienen caras definidas... El imperativo meyerholdiano de rechazar y comenzar siempre de nuevo permitiría, más bien, buscar analogías en otras ramas del arte, tal vez en Picasso o en Stravinsky.

El gran Stanislavski, con quien –dentro de la historia del nuevo teatro ruso– Meyerhold se contracompone como si se tratara de dos polos opuestos, es también, en este aspecto, diametralmente distinto a su alumno y rival. Stanislavski, al lograr en su fase temprana la novedosa y muy fértil fórmula, la incorporó a la praxis casi inmediatamente; luego, la observó cauteloso, la mejoró y sobre esta base obtuvo un sistema teórico sólido. A la vez, trató de ampliarlo, pero se topó con una resistencia y, siendo dueño de la fórmula, se convirtió en su prisionero; emprendió con ella luchas heroicas, atacó por diversos flancos con la conciencia de un gran artista, con arriesgado coraje y con un miedo auténtico de quedarse inmóvil. Fue un espectáculo altamente dramático, porque, en efecto, en determinadas circunstancias, la fórmula, separada de su creador, ganó bastándose consigo misma. En el ocaso de su vida, Stanislavski tuvo que entenderlo y no le quedó más que doblegarse ante su propio invento; la cadena perpetua de la perfección precoz no le fue perdonada y la idea vulgarizada del innovador genial se convirtió en un cascarón de inmovilidad.

La historia del teatro soviético lo formuló desde la perspectiva del tiempo, en un sentido único: “La Dirección del Comité de Asuntos Artísticos comenzó en la rama del teatro a llevar la política del parámetro tam’,10 ignorando las contradicciones y complicaciones en la vida del propio tam y las inquietudes de Stanislavski y Nemiróvich-Dánchenko respecto al destino del teatro”.11

Meyerhold muy pronto, en 1901, con el exaltado estilo de la época, apuntó en las notas a su propio programa:

¡Adelante, adelante, siempre adelante! Que haya errores, que todo sea extraordinario, estridente, lleno de pasiones terribles, espantoso y desoladoramente triste; eso siempre será mejor que el justo medio. ¡Jamás permitirse concesiones, siempre ir cambiando, agitando con los juegos multicolores, nuevos y nunca antes expuestos! (ídem).

Y cuatro años después: “Nunca así como todos. (…) Despreciar la chusma, con cada pleamar orar a un nuevo dios y con cada bajamar olvidarlo. Y cambiar la coloración cada hora como el mar”.

Muchos creadores lo sintieron así o de modo similar, mientras duró su juventud. Sin embargo, la mayoría, mirando hacia atrás con perspectiva de los hechos, calificó estos sentimientos como una exaltación juvenil dominada. Meyerhold permaneció fiel a sus principios juveniles. Cualquier gran artista es un fenómeno excepcional. Meyerhold fue excepción entre las excepciones. Su particularidad, de la cual sabemos más de lo que entendemos, la que sentimos que de verdad existe; su excepcionalidad realmente se confirma.

2.

Los escritos de Meyerhold, en la publicación a la que aludimos, provienen de la etapa prerrevolucionaria; corresponden a los años de su peregrinación.12 Se van sumando las primeras etapas del viaje hacia la citada Meyerholdia, es decir, la visión de un teatro total o, tal vez, es ya una visión del mundo teatralizado que tan bellamente nombró Lunacharsky, aplaudiendo –aunque no de manera acrítica– las acciones de Meyerhold.

La pluma no era el instrumento favorito de Meyerhold. Él, quien tan consecuentemente y antes que nada derrumbaba,13 no pudo tener ambiciones de perdurabilidad. Aquí, nuevamente, Stanislavski fue su polo opuesto. Stanislavski, escritor de teatro y su científico, para quien el papel y la escena eran plataformas simultáneas de la acción. Por el contrario, Meyerhold no tuvo un sistema, sino varios o, más bien, sus gérmenes y esbozos repartidos y entregados con mano generosa a los demás. No fue posible, aun queriéndolo mucho, ponerle a todo esto un carácter coherente y culminar con una estructura teórica que pudiera abarcar todos sus hallazgos. Además, a Meyerhold no le interesaba hacerlo. Tampoco le fue dada, como a Tairov, la facultad de una interesante divagación y la facilidad para convencer de que cada una de las soluciones era la mejor de todas las posibles. Conocemos a los directores-escritores también en otras disciplinas. Eisenstein casi tradujo al lenguaje verbal el diseño promocional y la poética del montaje de metáforas. Dovjenko creaba, sui generis, guiones poéticos en prosa; casi, casi, se puede conocerlo leyendo sin ver. Nada parecido en el caso de Meyerhold.

Lo que escrib fue un glosario, un conjunto de comentarios fragmentados y apuntes para el trabajo del director. No se preocupaba por explicar ni bien ni consecuentemente. Sus comentarios tenían mayor fuerza en la crítica de las acciones de los demás que en la explicación de las propias. Meyerhold aprendió pronto a ser crítico, porque desde el comienzo se defend atacando y, en todo momento, intentaba ser sensible a la falta de consecuencia de otros. No tenía que ser demasiado caballeroso, tampoco eludía frases ingeniosas y efectistas, pero entonces su pluma cedía ante su pasión innata y su temperamento que, sintiendo la resistencia del hombre o de la materia, lo volvían frecuentemente encarnizado. Sus enemigos, que el destino no le ahorraba y él mismo multiplicaba y afianzaba, le pagaron con creces, ya que no hubo epíteto negativo que no le hubieran aplicado durante su vida (términos como “Canguro rabioso” o “Rasputín” fueron algunos de los más elegantes). De la perdurabilidad de esos sentimientos podemos darnos cuenta aun en los últimos capítulos de la Historia del teatro ruso de Evreinov, editada en los años 50, 40 años después de las disputas por la fórmula de la estilización y su relación con la tradición, donde todo lo que tiene que ver con Meyerhold está escrito con la bilis y la mano temblorosa del odio.

Así, pues, Meyerhold atacaba, pero también explicaba, comentaba y proponía. Aprovechaba gustoso el pensamiento teórico de los otros, daba cuenta de qué había leído y qué le fascinó, componía las premisas de su propio programa con lo que tenía a la mano. También le gustaba deslumbrar con la erudición y probar que leía más que sus adversarios, que era au courant de la literatura en la materia y los libros especializados. Sin embargo, en las descripciones de sus propios trabajos le gustaba servirse de los críticos y cuando él mismo escribía prefería tener coautores. Su herencia literaria exige, pues, de una lectura cuidadosa, con la conciencia de a qué se refiere y entre qué trabajos se sitúa y con proyección hacia la práctica (nota bene: del mismo modo que en el legado de Vajtángov).

[Meyerhold] fue un gran práctico del teatro. Los bosquejos de la teoría que compuso a propósito de En relación a la historia y la técnica del teatro o en algunos otros artículos de la colección Sobre el teatro son importantes porque salieron de su pluma y aportaron elementos para conocerlo a él. La propiamente dicha teoría del teatro nuevo les salía mejor a otros; él, sin embargo, fue insustituible en la creación de premisas para generarlas. Además, seríamos injustos no estimando que los apuntes de Meyerhold hacen legible la atmósfera candente, el alboroto y el ritmo acelerado de la época de la Gran Reforma. Reinaba allí el ambiente multicolor, el caos, que no exactamente encajaba, pero era auténtico. Prevalecía la descripción externa. El compenetrado monógrafo de Meyerhold, Konstantín Rudnicki, escrib con conocimiento de causa sobre su maestro: “A menudo no llegaba a darse bien cuenta de la importancia, incluso, de sus propios descubrimientos; por eso (lo que se hace más notorio en sus textos anteriores a la revolución), con más gana y más seguridad atacaba los problemas de la técnica y la forma, que la esencia y el sentido de sus búsquedas innovadoras”.14

Con frecuencia se tiene la impresión de que, justo en el proceso de escribir, Meyerhold concretaba para sí mismo el significado de lo que hacía, que trataba sus anotaciones como diálogos consigo mismo; en este sentido, nunca fue para él una forma importante y concluyente, sino un apoyo, parte del proceso de trabajo, una forma abierta. Con razón, no fue difícil, para quienes polemizaban con él, constatar que el Meyerhold de hoy está negando al de ayer y que le falta precisión en lo que escribe aquí y ahora. Ya en 1908, el citado Lunacharsky demostraba eso en su artículo con el título significativo El buscador perdido, mientras que los comentarios maliciosos que agregó a su propio texto en 1924 dan testimonio de que no había cambiado de posición. Y tuvo razón. Su razón. Pero también Meyerhold tenía la suya y ésta es, hoy, para nosotros, la más importante, porque es la razón de un gran buscador quien, si se perdía, lo hacía en los caminos y veredas del arte verdadero.

3.

Colocado en el primer lugar de la selección,15 el texto titulado En relación al proyecto de la nueva compañía dramática... proviene del año 1905, cuando la situación exigió que Meyerhold formulara un programa introductorio. Fuera del tomo quedaron los anteriores apuntes sueltos y las notas, entre los cuales se encontraba el –publicado hace poco– esbozo del artículo inconcluso Procesos de germinación del teatro contemporáneo. Esos son textos juveniles, ingenuos, como ingenuo fue él mismo en los primeros años de su vida escénica, un hombre joven, flaco y algo anguloso, un poco desalineado, con una cara tan característica y expresiva (“como si fuera esculpida a golpes de hacha”, escribió Maria Andreieva), con tendencia a exagerar los rasgos de personajes para llenarlos con la temblante y neurasténica inquietud del hombre joven con “atributos puntiagudos” (como lo describió Nemiróvich-Dánchenko), que de manera notoria les imprimía las características de su propia personalidad.

Meyerhold llegó al teatro como a un destino inevitable. La prehistoria de su vida teatral fue muy corta. Él mismo la describió, aunque con una sobreacentuación intencional en sus compromisos y convicciones políticas, ya que su autobiografía fue escrita como una especie de purga partidista. Nació el 10 de febrero de 1876, en Penza, en una familia de fabricante de alcoholes, emigrante de Alemania. Fue el octavo hijo de Emil Meyerhold. En la temprana formación de su personalidad, su madre, Alvina, de naturaleza sutil y sensible y con inclinaciones artísticas, tuvo gran influencia. Al terminar la enseñanza media en su ciudad natal, comenzó los estudios de Derecho en la Universidad de Moscú, cambiando del luteranismo a la religión ortodoxa; por ello, tomó, en vez de su nombre de bautismo –Karl–, uno nuevo –Vsévolod–, que, en conjunto con su apellido, sonaba algo exótico para el oído ruso y parecía anunciar la alienación por la cual más adelante sufriría tanto sicológica y emocionalmente. Sus enemigos tampoco perdían oportunidad para recordarle su origen “impuro”.

El Derecho no le satisfacía. Cuando, en 1896, vio el espectáculo amateur de Otello, con dirección de Stanislavski, vivió un quiebre [en su vida]. Dejó la universidad y comenzó los estudios en el segundo año de la clase de Drama en la Escuela Filarmónica, bajo la dirección de Nemiróvich-Dánchenko. Anteriormente, ya actuaba con entusiasmo en los espectáculos de aficionados. Como egresado prometedor, entró entusiasmado y de manera natural, en 1898, al recientemente creado 16 que abrió una nueva época en el teatro ruso. Desde el principio le fascinó Stanislavski y fue a él –y no a Nemiróvich-Dánchenko– a quien tomó como maestro.

Se destacó por su enorme inquietud intelectual y sensibilidad social. Desde el principio, su personalidad llamó la atención. Empero, su carrera actoral, que al principio fue prometedora, comenzó a descender. Actúo en 18 papeles, de los cuales los más importantes son: Tréplev, en La gaviota; Tusenbach, en Tres hermanas; Príncipe de Aragonia, en El mercader de Venecia, y Fockenrath, en Los solitarios de Hauptmann. Era un actor expresivo y –si podemos creer en lo que se decía– siempre subrayaba las grietas internas y la autodestrucción de sus personajes. No obstante, carecía de atributos para ser el favorito del público, le faltaba encanto y suavidad. Antón Chéjov elogiaba mucho su Tréplev; Maria Andreieva lo ponía por encima de Kachalov (“a pesar de su extraordinario físico”, subrayaba), pero Nemiróvich-Dánchenko decía, en relación a Fockenrath: “Johann no se logró”. Habría que pensar que las inclinaciones actorales de Meyerhold reñían, por sus características, con el tono general de los espectáculos del tam.

Tampoco tuvo suerte con la crítica. Esta situación, sin duda, hizo profundizar su postura de “joven rebelde” de su tiempo. Sus apuntes y cartas están llenas de desesperación, de deseos nebulosos, de anhelos indefinidos, de ardiente compromiso social; con conmovedora sinceridad, en una carta dirigida a Chéjov, a quien trataba como su confidente y quien por su parte también le estimaba y distinguía, confiesa:

Soy muy susceptible, importuno, desconfiado y todos me toman por un individuo antipático. Y yo sufro y pienso en el suicidio. Que todos me desprecien. Yo sigo el mandato de Nietzsche: “Werde, der du bist”.17 Digo abiertamente lo que pienso. Odio la mentira, no desde el punto de vista de la moralidad acostumbrada (que de por sí se erige sobre la mentira), sino como un hombre que trata de purificar su propia personalidad (...) Tengo ganas de arder con el espíritu de mi tiempo. Quisiera que todos los trabajadores de escena tomaran conciencia de su gran misión. Me irritan mis colegas, quienes no quieren elevarse por encima de los estrechos intereses de su casta y están ajenos a los problemas sociales.

Así es, el teatro puede cumplir un gran papel en la reconstrucción total de la realidad (...)

Quisiera saber si [debo] perfeccionar mi personalidad o partir al campo de batalla por la igualdad.

Quisiera saber si verdaderamente puede haber igualdad entre la gente y simultáneamente se puedan seguir los preceptos de la moral propia, inofensiva para los demás y comprendida como una manifestación del espíritu individual.

Además, me parece que uno no puede volverse “amo” si la lucha social pone al hombre en las filas de los esclavos.

Me fustigo y estoy ávido del saber.

Y, cuando miro mis manos enflaquecidas, comienzo a odiarme a mí mismo porque me parezco tan impotente y ocioso como estas manos que jamás se han apretado en un fuerte puño.18

La carta es de abril de 1901 y realmente sería difícil encontrar un documento más característico del estado espiritual de un ruso inteligente de la época de la gran transición; hombre que se llenó, por un lado, de las lecturas de Stirner y Nietzsche y, por otro, de los folletos socialistas, y quien, antes de tomar una decisión definitiva, quiso aplazarla un poco más, soñando con unir ambos extremos: individualismo y colectivismo. No es extraño, entonces, que Nemiróvich-Dánchenko escribiera, en una carta a Olga Knipper, en julio de 1902, sobre Meyerhold: “Es una especie de caos, un revoltijo salvaje. Maeterlinck y el estrecho liberalismo con tendencia al radicalismo lúgubre. ¡Diablo sabrá qué! Huevos con cebolla. Es un enredo de un hombre que diariamente descubre varias verdades que se excluyen recíprocamente”. Ésa era la verdad, pero este estado de desequilibrio e irritabilidad se estaba sublimando para transponerse a las esferas del arte; Meyerhold-hombre germinaba en un artista equipado con una doble furia: la destrucción y la construcción, la que encuentra y la que deshecha.

El radicalismo buscaba su salida y no importa si fue agudizado por la no muy feliz carrera actoral o, al revés, si fue él quien deformaba su personalidad actoral. Lo importante fue el acto de decidir; en la traducción al lenguaje concreto de las alternativas descritas en la carta a Chéjov se manifestaban: la política o el arte. Ése fue el problema esencial para mucha gente, porque en aquellos tiempos no pocos creadores rusos, a menudo, partían de convicciones radicales (en el entorno de Meyerhold, al menos Aleksey Remizov, más tarde un excelente escritor). De manera muy aguda, Mayakovski sintió este dilema y lo comentó más tarde en su autobiografía Yo solo: “Para permanecer y trabajar en el partido –hay que convertirse en un ilegal. Un ilegal no aprenderá nada (…) Interrumpí el trabajo en el partido. Me senté a estudiar”. Meyerhold no estaba comprometido hasta este grado, aunque Ojranka19 tuvo bastantes razones para observarlo con sospecha. Sin embargo, a él lo absorbió el arte que, en esta primera fase, era de aprendizaje. El conflicto con el tam se agudizaba cada vez más y de manera multiplicada. La vibrante inteligencia y pasión del buscador de concepciones y soluciones totales expresamente predestinaban a Meyerhold hacia una dirección que, de joven, practicaba de manera amateur. Quería un teatro nuevo; presentía apenas y, tal vez, únicamente sabía cómo no debía ser. Así maduró la decisión.

Meyerhold dejó el tam en 1902 y aceptó con coraje la posición de actor y director de provincia. Desde hacía seis años estaba casado con Olga Munt, con quien tuvo tres hijos; la situación económica holgada había terminado, junto con la muerte de su padre y la quiebra de su negocio. La compañía organizada por él, que posteriormente se llamó Asociación del Nuevo Drama, dio funciones durante dos temporadas en Jersón; luego, Tiflis, Rostov y Poltava. Comenzó por Tres hermanas, Tío Vania y La gaviota; montó también a Hauptmann, Ibsen, Gorki, Przybyszewski, Heijermans y muchos otros autores de la nueva dramaturgia, haciendo honor al nombre de la compañía, aunque cediendo, en ocasiones, a los gustos provinciales de sus espectadores, por lo que entretejía este repertorio con obras de vuelo bastante bajo. De todas maneras, para aquellos tiempos y lugares, conservaba una muy ambiciosa línea de repertorio.

En sus comienzos, el joven director copiaba las soluciones del tam; sin embargo, desde la segunda temporada, ensayaba con cierta timidez y de modo caótico las soluciones más apropiadas para la dramaturgia simbolista. Estas soluciones no iban más allá de una elemental estilización del movimiento, la creación de atmósferas de misterio y la ambigüedad lograda a través del manejo impresionista de la iluminación. Había en esto notorias carencias de la consecuencia y la concepción, porque aquellos eran tiempos de trabajo muy acelerado (en la primera temporada, alrededor de 18 estrenos) y de aprendizajes diversos e intensivos. Meyerhold volvía a ciertas obras con terquedad, buscando soluciones más perfectas; entre ellas estaba, por ejemplo, La nieve, de Przybyszewski, y Los acróbatas, de Schönthan, donde el director logró, si podemos confiar en lo que se decía, una de sus más interesantes creaciones actorales: el personaje del payaso viejo, cuya estrella ya se opacó y cuyos intentos por revivir su antigua vis cómica son lamentables. Konstantín Rudnicki, acertadamente, aprehendió, en su monografía, la importancia de este motivo de clownada triste o payasada dolorosa –no solamente para Meyerhold, quien desarrollaría este motivo, excelentemente, en La barraca de feria de Blok, sino para el arte de nuestro siglo en general–.

En la dirección de la compañía (al principio compartida con A. Koshevierov), así como en la dirección de espectáculos y en el trabajo actoral (actuó en varias obras), Meyerhold vertía gran energía y pasión. Así, la fama de las atrevidas acciones de la Asociación del Nuevo Drama se esparció instantáneamente por toda Rusia, asegurándole, al joven artista, el crédito de confianza entre los conocedores y partidarios del arte nuevo. En cambio, el público local reaccionaba de diversas maneras; se mantenía el constante vaivén entre éxitos y fracasos, además de que a las simpatías y al favorablemente animado esnobismo le acompañaban los shocks y las aversiones. Tampoco fueron fáciles las relaciones con el aparato gubernamental de la localidad ni con la prensa. Desde el comienzo estaba claro que la rudeza y la arrogancia de la personalidad meyerholdiana, muy clara en la carta a Chéjov, había de originar una cadena de conflictos, provocar irritaciones y despertar la contragresión de su entorno, afianzando aún más sus rasgos característicos. El arte y la vida se enredaron inseparablemente. Es significativo que Meyerhold juzgó como prehistoria todo lo que hizo durante este periodo y no lo incluyó en su biografía artística. Tampoco aparece en la lista de sus trabajos de dirección.

La fortuna, aunque difícil, pronto le favoreció. Los directores del tam, particularmente Stanislavski, en relativamente poco tiempo se dieron cuenta de que la fórmula del teatro naturalista, aunque bastante exacta, era muy estrecha y especialmente inservible para abordar la nueva dramaturgia, lo que fue muy visible en el fracaso del espectáculo compuesto de tres obras en un acto de Maeterlinck, realizado por Stanislavski en 1904. En el arte ruso, y en todas sus disciplinas extrateatrales, reinaba ya el simbolismo con su visión universal y la fascinación por el misterio del “ser”; también se asentaba el concepto de arte como mediador entre la realidad y el absoluto, como una guía al reino de lo desconocido, entreabriendo los telones del secreto por donde se asomaban las mágicas señales de los símbolos.

Esta corriente artística tenía amplias bases institucionales y formaba a la cultura rusa de manera compleja; sin embargo, la praxis teatral, a pesar del impulso de la nueva dramaturgia, quedaba atrás notoriamente. El pensamiento estético dejó constancia de este hecho. En 1902, Valeri Briúsov, en el artículo titulado La verdad inútil, criticaba al teatro naturalista con el lema: “En donde hay arte, también está la convención”. Además, estimulando la estilización, afirmaba: “De la inútil verdad de los escenarios contemporáneos, invito a la consciente convención del arte antiguo”.20 Poco después, en su primer trabajo más amplio, En relación a la historia y técnica del teatro, Meyerhold se apoyó en Briúsov y Viacheslav Ivanov (autor, entre otros, de las reflexiones sobre la genealogía histórica del espectáculo teatral como tal, sobre su bagaje mítico y sobre el elemento dionisiaco en el arte escénico) “... cuyos artículos sobre el arte y el teatro son, creo, los más preciados anunciamientos de la revuelta que está ocurriendo”.

Stanislavski, que en aquel entonces era un artista extraordinariamente sensible a las necesidades de la contemporaneidad, tomó la idea de organizar –paralelo al tam y a la vez vinculado– una compañía con carácter experimental que sería un taller de ensayos sobre la nueva dramaturgia y la nueva técnica de actuación. A pesar de la oposición de Nemiróvich-Dánchenko, Stanislavski decidió confiar la dirección de esta escena a su exalumno y al mismo tiempo disidente que había logrado ya el aura de un enérgico organizador y un experimentador audaz. Meyerhold aceptó la proposición y envió, desde Tiflis, una corta presentación de su programa En relación al proyecto de la nueva compañía dramática... Este documento atestigua que quien lo escribió sabía decididamente qué era lo que no soportaba en el teatro y de qué definitivamente se apartaba, en tanto lo afirmativo de su programa era bastante nebuloso (y también resultó inoperante); su objetivo parecía proponer un rescate del tam del propio tam, mediante la extracción de los elementos místicos ocultos, contenidos en el “lirismo” dominado por el “realismo”. La nueva compañía iba a ayudarle a su hermano mayor21 mostrando el trabajo sobre el drama nuevo, y sin embargo haciéndolo “basándose en el realismo con la ayuda de los medios de expresión descubiertos por el Teatro del Arte de Moscú”. El factor unificador de elementos tan distantes debió haber sido el “fanatismo” [sic] en el trabajo y la disciplina creativa a la cual el director alentaba a la compañía con ardientes exclamaciones.

Todo esto escondía un germen del peligro que, en breve, se iba a presentar; mientras tanto, Meyerhold declaró la disolución de la Sociedad del Nuevo Drama e inició ensayos muy intensos con un grupo recién conformado. Este nuevo escenario se llamó, provisionalmente, Estudio en Povarska (el nombre “estudio”, creado a la ligera por Meyerhold, más tarde se puso de moda). Se ensayaba La muerte de Tintagiles de Maeterlinck y Schluck y Jau de Hauptmann, introduciendo innovaciones atrevidas desde el inicio: los jóvenes escenógrafos Sapunov y Sudeikin se apartaron de la tradicional maqueta del espacio escénico, proponiendo únicamente un panneau22 pintado como fondo; el compositor Ilia Sac haría un tipo de música que permitiera a los actores mostrar la plástica de gestos expresivos y lentos, por momentos casi moribundos, libres de la lógica naturalista común. Por vez primera, Meyerhold enfrentó, pues, (con relación a la obra de Maeterlinck) un ensayo de la convención total correspondiente al drama simbolista, aplicándola en todos los elementos, porque también la palabra escénica iba a ser estilizada. “La ansiedad, la conmoción, el miedo, el dolor, la alegría –recordaba una de las actrices, Valentina Veriguina–, todas las emociones eran transmitidas por medio de los sonidos claros y fríos –las gotas cayendo en el fondo el pozo–. Cuidadosamente elaborábamos el ritmo interior, las pausas eran la prolongación del diálogo”.

Stanislavski vio primero uno de los ensayos del Estudio y [pareció] causarle muy buena impresión. En cambio, el ensayo general, en octubre de 1905, terminó en fracaso; los actores no conjugaban con los decorados, ni los decorados con las luces. Resultó que al “basarse en el realismo”, usando palabras de Meyerhold anteriormente citadas, no era posible concordar los elementos de la estilización con el comportamiento actoral formado en la escuela naturalista. La muerte de Tintagiles, concebida como un sugestivo y oscuro misterio de la soledad humana y la impotencia ante el poder de la muerte, que Meyerhold quiso –además– dotar de acentos políticos de actualidad, fue muy interesante en la concepción, pero inacabada e ilegible en su realización. Ése fue el juicio común de los espectadores. A conclusiones similares también llegó el propio director al describir sus experiencias en el artículo En relación a la historia y la técnica del teatro. Asimismo, la obra de Hauptmann, aunque resuelta en un marco escenográfico estilizado y de gran efecto, presentada en aquella misma tarde, no logró modificar la recepción. El Teatro-Estudio quedó cerrado. Los resultados del trabajo de Meyerhold no se presentaron al público.

El director vivió un doloroso fracaso, pero ganó enseñanzas muy útiles. Pasó una prueba, se asentó (La muerte de Tintagiles fue la primera posición a partir de la cual siguió el listado de sus puestas en escena) y, ante todo, se afirmó –mediante la experiencia negativa del compromiso– en la convicción de que es necesario, de manera más radical, rechazar el naturalismo en todas sus manifestaciones. “La caída del Estudio fue mi salvación –escribió con la característica exaltación a su esposa– porque aquello no era eso, no lo era”.

Entretanto, el destino le ofrecía una nueva oportunidad al director. No aprovechó la posibilidad de regresar al tam, del cual le separaba mucho y de manera radical. Por un tiempo, viajó a San Petersburgo, donde trabó relaciones con las luminarias del simbolismo e ingresó a los exclusivos círculos literario-artísticos, ya como socio de hecho y de derecho, por ser el agente y propagador del arte nuevo. Luego, reactivó la Sociedad del Nuevo Drama y, durante corto tiempo, en la primera mitad de 1906, dirigió sus espectáculos en Tiblisi y Poltava, presentando, entre otros, una nueva versión de La muerte de Tintagiles. En Poltava también hizo –importantes para sus concepciones– ensayos de la eliminación del telón y sobre la creación de premisas para la composición homogénea del espacio escena-público. Allí también intentó resumir sus experiencias en el mencionado artículo En relación a la historia y la técnica del teatro, ideado primeramente como parte de una obra mayor, y publicado en el volumen editado dos años después. Fue una revisión algo fragmentaria de la situación en el teatro ruso, con una particular crítica a las concepciones del tam, al que Meyerhold objetaba la incapacidad de superar el naturalismo, mediante un “teatro de la atmósfera” y las enseñanzas tomadas de Chéjov. Simultáneamente, el director presentaba sus experiencias, relacionaba sus pensamientos con las lecturas y esbozaba de manera general la concepción del Teatro de la Convención, con la “c” mayúscula. En aquel tiempo, a Meyerhold ya le había cansado bastante la actividad en la provincia; así, pues, cuando surgió una nueva oportunidad, gracias a una invitación de la destacada actriz Vera Komissarjevskaia, la aprovechó gustoso. De esta manera, pasó la temporada 1906/1907 en San Petersburgo, como director titular de su teatro, llamado comúnmente Teatro en la Oficial.

Fue una etapa de renovado ímpetu experimentador. Dirigió Hedda Gabler, de Ibsen; La eterna leyenda, de Przybyszewski; La hermana Beatrix y Pelleas y Melisanda, de Maeterlinck, además de La victoria de la muerte, de Sologub. Con gran pasión, Meyerhold desarrollaba las fórmulas del teatro de “bajorrelieve”, con un ritmo lento y un totalmente detenido movimiento escénico, con el gesto fuertemente estilizado y cuidadosos grupos “estatuarios” compuestos sobre un fondo pintado. Buscaba la posibilidad de aplanar el escenario en el espíritu de los intentos de Georg Fuchs en el Künstlertheater de Múnich y acercar el actor al espectador, con una simultánea ampliación del espacio escénico; de allí iban a nacer como unos frescos en movimiento. La visión de Fuchs requería, además, una nueva arquitectura teatral, pero como Meyerhold no tenía esas posibilidades en aquel momento, se limitó únicamente a desplazamientos espaciales en el marco de la escena tradicional y a pacientes experimentos con los “relieves” y las “estatuas”.

Pronto se dio cuenta de la misma contradicción que Julius Bab descubrió en la práctica de los de Múnich, como la describió en su Teatro contemporáneo: “Es una verdad, ciertamente, que la escena jamás puede proporcionar un cuadro pictóricamente puro, si entre sus estáticos prospectos pintados se moverán, en distintos intervalos, las personas tridimensionales”.23 Al valorar las útiles enseñanzas del trabajo sobre La muerte de Tintagiles, Meyerhold escribió de esta manera, en el artículo En relación a la historia y la técnica del teatro: “El panneau de decorado es bidimensional, requiere también de figuras bidimensionales. El cuerpo humano y los objeto que le rodean –mesas, sillas, camas, armarios– tienen tres dimensiones. En el teatro, donde el elemento fundamental es el actor, no hay que buscar soluciones pictóricas, sino espaciales. El actor debería conservar la monumentalidad de la escultura”.

Bab, quien vio en toda su amplitud los ensayos del nuevo teatro y también los intentos de su implementación, en la siguiente frase reprendía concepciones como las de Meyerhold: “Pero la conclusión que deriva de que habría que construir... una escena totalmente plana, para que sobre este fondo las figuras humanas dieran efectos artísticos basados en el relieve, sería falsa simplemente porque no es posible, ni por un momento, reducir el arte escénico, basado en el movimiento, a las leyes de un cuadro estático... Los intentos para lograr continuos efectos plásticos, sea en un sentido pictórico o escultórico, habrían de derivar en una petrificación del movimiento escénico y en la anulación de su nervio dramático”. Meyerhold parecía responder a ello en el artículo En relación a la puesta en escena de Tristán e Isolda..., escrito en 1909, una vez cerrado el ciclo de experimentos realizados en el Teatro de Komissarjevskaia (artículo –entre otros– que ampliamente se remite a las premisas básicas de Appia y Fuchs, leídos anteriormente, pero particularmente necesarios para Meyerhold en el trabajo sobre el drama operístico de Wagner): “la construcción de la ‘escena de relieves’ no es un objetivo en sí misma, es tan sólo un medio. El objetivo es la acción dramática. (...) Así, pues, si la escena ha de exponer el movimiento del cuerpo en el espacio, debería ser construida de modo que no se pierdan, en ella, las composiciones rítmicas expresadas con la ayuda de todos los recursos artísticos posibles”.

Este cuasi-diálogo es naturalmente ficcional, en el sentido de que el libro de Bab es un resumen de las tormentas y presiones en los años de la Gran Reforma, escrito 20 años después. Se trata aquí de hacer visible el hecho de que algunas ideas experimentales estaban, entonces, en el ambiente y de que se intentaba incorporarlas a las formas de la puesta en escena de manera distinta, en diversos lugares, pero manteniendo una conciencia similar sobre la dirección general de las búsquedas, teniendo la información sobre tales o cuales, a veces corrigiéndose entre sí y, a menudo, en disputa con obstinación.

Meyerhold desarrolló ciclos de experimentos de manera consecuente; a veces, al grado de laboratorio, con limitación y aislamiento del campo de investigación, ensayando todo en orden. Las nuevas ideas encendían su imaginación; él se convertía en su fanático, [en] un extremista que, en los ensayos, llegaba a los límites de la resistencia de materiales. En seguida, sacaba conclusiones, reorientaba [su visión], hacía un giro y avanzaba en una nueva dirección, provocando desconcierto en sus observadores. Daba pasos en veredas zigzagueantes hacia –como lo sabremos más adelante– una síntesis propia o, más bien, hacia sus numerosas versiones. No soportaba, sin embargo –y con furia atacaba en los demás–, toda síntesis aparente, o sea el eclecticismo y la falta de consecuencia en el conjunto de los supuestos adoptados. Digamos también honestamente que, como un gran práctico, comúnmente criticaba aquello que no le gustaba en sus propios trabajos. Así, señalaba las contradicciones internas en las puestas de Reinhardt, también se las apuntaba –no sin revancha y rencores personales– a Evreinov y a Alexandre Benois y, en tiempos posteriores, con especial furia, concentró el fuego de sus críticas sobre Tairov. No preguntemos por la justicia de estas valoraciones y por su mesura, dado que los trabajos de los creadores citados ya están cubiertos con los comentarios expresados científicamente; por el contrario, lo que escribió Meyerhold es importante porque da testimonio sobre él mismo.

No es casualidad que la cita tomada del artículo sobre Tristán e Isolda emanara una amplia orientación; los relieves eran dominados por el movimiento y por las “composiciones rítmicas”. Al final se hablaba de un amplio abanico de (“todos los posibles”) recursos artísticos. Meyerhold no escribía nada parecido unos cuatro años antes. El doctrinario quebraba, aquí, los marcos de las doctrinas. Y, justamente, para ello fue necesario el ciclo de ensayos en el Teatro de Komissarjevskaia. Aquella relación, de antemano, anunciaba un conflicto y estaba condenada a una corta vida. La genial actriz, destinada a roles contemporáneos, soñaba con una fórmula no bien definida, liberada de las ataduras de las convenciones rígidas que le ofrecía el “teatro de actor con soltura, el teatro del espíritu”.

Sin embargo, éste tenía que ser siempre su teatro, formado en torno a ella y para ella; en este sentido era una compañía tradicional, de espíritu pre-Meiningen, carente de un sentido de grupo. Meyerhold entró allí con la dura e implacable certeza de un creador que forma de la materia el amasado conjunto de fuerzas y recursos teatrales que le exigía su imaginación; deseaba hacer su trabajo sin tomar en cuenta a nadie. El teatro de director se enfrentó al teatro de actor.

Dicha colisión presentó fases consecutivas. En Hedda Gabler, el director, junto con el escenógrafo Sapunov, colocó a Komissarjevskaia en una feria pictórica que en su concepción concretizaría el mundo de sus sueños. Esto era muy atractivo, pero anulaba, desde el embrión, el criticismo de Ibsen e hizo simplemente incomprensible la obra. Sin embargo, La hermana Beatrix, de Maeterlinck, fue el único ejemplo de la coexistencia armónica de ambos teatros. Meyerhold creó un muy bello, y consecuente en estilización, espectáculo de misterio, al que muchos observadores asociaron con la pintura de un Renacimiento temprano, donde –entre los sugestivamente compuestos grupos de “relieves”, modelados en gestualidad expresiva– Komissarjevskaia brillaba en todo su esplendor. Este espectáculo tuvo una gran resonancia social y, generalmente, buena crítica.

También gustó La eterna leyenda de Przybyszewski, a pesar del endeble material dramatúrgico. No obstante, el verdadero triunfo de Meyerhold (sin Komissarjevskaia) fue La barraca de feria de Blok, montada en diciembre de 1906, junto con El milagro de San Antonio, de Maeterlinck. Fue, sin duda, el momento histórico del nuevo teatro: el drama de un simbolista que superó [en esta obra] los extremos del simbolismo, donde de alguna manera luchaba consigo mismo al burlarse de la asfixiante mística de la muerte, y demostraba la ambivalencia lírico-grotesca de la existencia, [para lo cual el director] logró una forma idónea (el mismo Blok la definió como ideal). Los críticos y comentadores, al unísono, admiraban la solución de mostrar en escena un pequeño teatro junto con una parte de tramoya; así, pues, el teatro dentro del teatro dispuso un tipo de doble paréntesis en el espectáculo: la manera de resolver la escena de la “junta de los Místicos”, donde los actores metían sus cabezas y manos en las siluetas de las figuras de cartón sentadas a la mesa –momificadas, pues–, [además de] la actuación de Meyerhold como Pierrot, quebradizo, anguloso y líricamente desorientado. El final del estreno fue un caos: la sala quedó dividida en dos campamentos enemigos y, como recuerda Sergei Auslender: “... ante la desenfrenada audiencia se erigía radiante, como un magnífico monumento, como un extranjero del país desconocido, Aleksandr Blok, en su gabán negro con lirios blancos en la mano y la sonrisa y tristeza en sus ojos lívidos. A su lado se retorcía y enrollaba, como un fantasma incorpóreo y sin huesos, Pierrot-Meyerhold, ondeando sus largas mangas de caftán blanco”.

Su propio autor dio un muy interesante comentario a La barraca de feria; escribió, después del ensayo general, a Meyerhold: “cada feria, y entre éstas también la mía, trata de ser un carnero que abre una grieta en un caparazón muerto (...). En los abrazos del clown y en la barraca de feria, el viejo mundo mejorará y rejuvenecerá; sus ojos se harán transparentes, sin fondo”. El espectáculo encarnaba una esencia de este programa, tomando y desarrollando el tema, cuyo germen fue visible algunos años atrás en Acróbatas. El resquebrajamiento de la homogeneidad de la corriente emocional, el lirismo grotesco y el significado dual de la payasada que enmascara una mueca trágica, vulgar desacreditación de las apariencias henchidas, realmente quebraban los cánones, abrían perspectivas de una nueva sensibilidad y una nueva interpretación del mundo mediante el arte.

No es casual que la magia del circo, la feria, el suburbio, los recursos de prestidigitación, la acrobacia y las mascaradas llenaran, en aquellos años, el nuevo arte, la poesía de Apollinaire o los cuadros de Picasso. Meyerhold fue uno de esos vanguardistas: rebasaba sus propias premisas al abrir el escenario en su profundidad, alejándose del riguroso “esculpir” y, simultáneamente, de acuerdo con sus deseos previos, introducía un consecuente anti-ilusionismo, mostrando la maquinaria del espectáculo; lo que estaba contenido en el espíritu de la obra, el espectáculo –en su forma grotesca– lo hacía con la vida misma, con el amor y la muerte. Entre tanto, como escribe Rudnicki: “Para la escena rusa del siglo xx, la idea del atrevido desenmascaramiento de la cocina teatral era hasta aquel momento totalmente ajena”.

Por su innovación, este espectáculo fue comentado con mucha cautela en la prensa; además, en aquel entonces, los periodistas continuamente criticaban a Meyerhold. Los siguientes estrenos (La tragedia del amor, de Heiberg; La boda de Zobeida, de Hofmannsthal, y Nora, de Ibsen) resultaron menos interesantes; en cambio, Vida de hombre, de Andréiev24 constituyó un nuevo suceso, donde la sugestiva manipulación de la partitura de luces creó una sensación de personajes alienados sobre un fondo nebuloso e indeterminado, como [si fuera] espacio abierto. Todo esto creaba una atmósfera de ensueño, desdibujaba favorablemente los contornos del –un tanto plano e importuno– símbolo-expresionismo de Andréiev, lo que dio como resultado un espectáculo muy consecuente artísticamente –como se puede derivar de los testimonios– y un modelo para el teatro simbolista que subraya, siempre, el misterio de la existencia humana. Komissarjevskaia tampoco participó en este éxito. Actuó en Pelleas y Melisanda, de Maeterlinck; sin embargo, esta puesta, al igual que Despertar de primavera, de Wedekind, tuvo una recepción negativa. Ciertamente, ninguna de éstas representaba logros particulares de Meyerhold.

El conflicto del director con una gran parte de la compañía por un lado y con la diva, por el otro, se agudizaba. Lo intensificaron aún más –durante el trabajo sobre Maeterlinck– las premisas de Meyerhold sobre la cualidad “titeril”, de cierto modo un objetivo de esquematizar y simplificar el movimiento y el desempeño actoral en pos de un efecto de convención, lo que hizo que los actores juzgaran al director por su deseo de aniquilar la esencia de su arte. Estos temores, tal vez exagerados o fundamentados parcialmente, creaban una atmósfera de trabajo difícil, sumándose a la recepción desfavorable que la compañía recibió en Moscú durante su gira. Finalmente, a pesar de una buena recepción de la crítica en la última puesta –la tragedia de Sologub La victoria de la muerte–, Komissarjevskaia destituyó al director a media temporada. Estalló un escándalo, porque Meyerhold dirigió la queja al juzgado conciliador, pero su solicitud no fue admitida.

Meyerhold se encontró nuevamente fuera del barco y de nuevo la situación desfavorable se tornó en oportunidad para él. Telakovski, el director de los llamados Teatros Imperiales, el Teatro Mariinsky y el Teatro Alexandrinski, bajo el consejo del destacado artista plástico y escenógrafo, Golovin, decidió proponerle, a Meyerhold, el puesto de director de estas escenas representativas, altamente conservadoras en esencia. Los teatros imperiales no habían sido tocados con el más leve viento de la reforma, se basaban en el modelo tradicional en que las grandes figuras estaban rodeadas del resto del elenco que les servía de fondo. Meyerhold entró en este anacrónico sistema odiado por él, con un aura de sensación, temores y, en parte, boicot –con la conciencia del estado de la cuestión–; así, cautelosamente, disminuyó su radicalismo y se convirtió –según necesidad– en un nada despreciable diplomático.

Proclamaba ceremoniosamente [su programa de teatros imperiales] y supuestamente convencido sobre la necesidad de separar el experimento –digno de ser continuado en condiciones de estudio y en pequeñas escenas– de las normas de una política de repertorio basada sólidamente en la clásica para resucitar su esplendor en las puestas en escena que conservaran el estilo de su época, pero libres de los manierismos acumulados. En el artículo integrado a la tercera parte del ciclo Del diario, hace una solemne declaración: “Estoy dispuesto a afirmar, que del mismo modo en que son necesarias las galerías de pintura y los museos, también son necesarios los teatros en estilo imperial, donde actuarán los veteranos del arte escénico formados en la tradición viva que viene de los Mochalov, los Shumski, los Shchepkin25 o Karatigin”. Y más adelante: “Yo llamaría echo du temps passè26 a este teatro. Su principal tarea sería el renacimiento del arte escénico de los tiempos pasados. No sería un teatro anticuado hecho para representar obras viejas como han sido actuadas en sus buenos tiempos”. Aquí tenemos el siguiente gancho de la polémica en contra del proyecto de Evreinov y Benois sobre “Starinnyi Tieatr”.27 En cambio, en los últimos fragmentos del artículo, nota bene inconcluso, donde Meyerhold habla sobre el estilo de este proyecto escénico, leemos de manera sorpresiva en este contexto: “Sería pues, un realismo que sin restarle a descripción costumbrista supiera superarla, ya que buscaría únicamente al símbolo de la cosa y a su mística esencia”. De verdad, tiene algo de contradicción [...]: “... el renacimiento del arte escénico de los tiempos pasados” resulta ser un recurso sensu estricto simbolista. No obstante, hay que recordar que, por un lado, Meyerhold-teórico solía generalizar con gran soltura; no siempre seguía la consecuencia y [su juicio] era nada fácil de comprobar. Por otro lado, Meyerhold-práctico modificaba todas las variantes del teatro simbolista (creándolo al mismo tiempo, ya que este teatro, en su forma acabada, aún no existía en ninguna parte); tampoco tenía intención de refutarse a sí mismo, ni cuando la situación se lo exigía. Realizaba reacomodos estratégicos, elegía variantes sinuosas, aplicaba una táctica flexible, diversa y de largo plazo. El objetivo, sin embargo, era siempre el mismo: teatro nuevo.

Pese a todo eso, resultó que, proclamando la escucha del “eco del pasado”, [Meyerhold-director] inició esta nueva etapa creativa con la puesta del drama de Hamsun A las puertas del reino, actuando, él mismo, el personaje protagónico, Kareno, un solitario y anticonformista. En la matriz de la vieja actuación perfeccionista, éste fue un paso arriesgado. De acuerdo con las predisposiciones de Meyerhold, este papel agudizó sus características y seguramente se alejaba bastante del estilo de los teatros imperiales; se le consideró también como un miscast, como un malentendido. También el espectáculo sufrió un juicio severo.

[Lo anterior] no aminoró el ímpetu del director, quien tenía asegurada la libertad de maniobras en las escenas pequeñas: primero, en el teatrito Lukomorie, el cual no logró superar un primer programa realizado en 1908; dos años después, en [un teatro] igualmente efímero, llamado Casa de Entremeses,28 donde Meyerhold operaba bajo el seudónimo de Doctor Dapertutto –tomado de Gozzi–, reivindicando, con pasión, el estilo de la commedia dell’arte. Particularmente interesante resultó El Velo de Colombina de Schnitzler, una pantomima realizada con espléndidos efectos en el movimiento y la plástica, alabados incluso por Benois, el acérrimo crítico de Meyerhold. De allí, supuestamente, Vajtángov29 tomó muchas ideas, absolutamente fascinado con la puesta. Meyerhold, acorde con sus inclinaciones pesimistas, extendió el grotesco lírico-trágico de La barraca de feria hacia un macabro clownesco-desesperado, con una atmósfera ambivalente forrada de miedo a la existencia. El crítico Bończa-Tomaszewski describió el espectáculo de la siguiente manera: “Sobre el fondo de la expresiva y magistral-primitiva ‘comedia de máscaras’, detrás del velo de los antinaturales e inventados gestos y el fantasioso vestuario, se dejaba ver, en pleno esplendor, la tragedia; en el contexto de lo risible, tanto más terrorífico, aquello se volvía inevitable. Y cuando recuerdo la terrible polca tocada por unos músicos ridículos con sus instrumentos derruidos y bajo la batuta de un flaco endemoniadamente infeliz, cuando recuerdo, como de una pesadilla, los giros de formas moteadas y primitivas que envolvían con su anillo al pequeño corifeo Gigolo, con una cresta de gallo, aun hoy, tres años después, siento aquel frío que atravesaba los huesos de la audiencia”.30

Igualmente, fueron libres las acciones de Meyerhold, cuando realizaba en el mismo teatro una comedia ligera de Znosko-Borovski, El príncipe convertido. En otro lugar, en la famosa “torre papal” de los simbolistas, donde durante los miércoles artístico-literarios se reunía la crema y nata de la intelectualidad de San Petersburgo, en La devoción de la cruz de Calderón –espectáculo semi-amateur–, por vez primera introdujo el recurso de la entrada desde el público.31 En los suburbios de San Petersburgo, con la ayuda de un elenco ocasional, reunido para la temporada de verano 1912, produjo, entre otros, la arlequinada de Soloviov Arlequin casamentero, como un intento de recrear las reglas de la commedia dell’arte en la forma más pura.

La energía de Meyerhold, temperada en las sutiles y complicadas estructuras de relaciones en los teatros imperiales, buscaba, siempre, un desfogue en salidas laterales. Entonces empezó su actividad didáctica en la escuela de música Dannemann; luego condujo, junto con el compositor Gnesin, un estudio de actuación “casero” y, finalmente, desde el año 1914, dirigió el llamado Estudio de Borodinska. Durante los años 1914-1916 fue redactor de la revista Liubov k tryom apelsinam (El amor a las tres naranjas),32 utilizándola como una plataforma de expresión para él y para los seguidores de sus juegos teatrales en los pequeños escenarios. En 1912, publicó una selección de sus artículos bajo el título Sobre el teatro, que reúne sus reflexiones, notas, polémicas y críticas. También actuó en una película, salió al extranjero y viajó por Europa Occidental; en 1913, gracias a la invitación de una acaudalada actriz y protectora de artistas, Ida Rubinstein, montó, en París, Pisanelle de d’Annunzio, un espectáculo con gran decorado y exuberante lujo de colores y formas que fue recibido favorablemente por los conocedores, sobre lo cual escribió a su esposa: “...al parecer me llegó la hora de dirigir a las masas. El primer acto, donde participan más de cien personas, casi doscientas, transcurre increíblemente armónico”. Fue la famosa “temporada rusa” en París: Stravinsky, Diaghilev y Chaliapin, Boris Godunov, todo esto se sumaba a una increíble atmósfera de interés por el arte ruso y su expansión dinámica. También Meyerhold tomó parte en ella.

Esta simultaneidad y multiplicidad de las encarnaciones del libérrimo Doctor Dapertutto, maestro, redactor y teórico, pero, sobre todo, un aventurero de la imaginación escénica siempre listo para un nuevo reto, completaba sus trabajos principales presentados en las escenas imperiales y no le permitía a Meyerhold calcificarse en su atmósfera solemne. En 1909 puso, en el Teatro Mariinsky, Tristán e Isolda de Wagner; luego, en el Alexandrinsky, la obra de Ernst Hardt, Tantris der Narr (El payaso Tantriss), una variación contemporánea sobre el mismo tema. Eran puestas con recursos artísticos condescendientes, aunque exponían fuertemente los motivos de sentimientos fatales que afloraban en la premonición de la muerte, encubriéndose, al mismo tiempo, con el gesto de payaso. Era una línea cercana a Meyerhold. Además, ambos espectáculos confirmaban su reputación profesional y parcialmente acallaron la crítica hostil. En la ocasión del trabajo sobre Wagner, Meyerhold reflexionó profundamente y expuso, en el mencionado artículo, sus concepciones sobre la puesta en escena operística, derivados, ante todo, de la convicción de que la ópera es, en su esencia, una convención, y que el movimiento escénico debería emanar del espíritu de la música para ser traducido al lenguaje de gestos estrictamente elaborados y no directamente del libreto. La ópera era, pues, para Meyerhold, un ejemplo de la necesidad de reglas de un teatro de la convención; las reflexiones que [el director] fundamentaba sobre este tema, desde la perspectiva histórica, manifestaban una gran erudición. En un futuro volvería a este tipo de reflexiones.

El momento crucial de esta parte del camino creativo de Meyerhold resultó ser la puesta de Don Juan de Molière. Golovin, maestro de pintura decorativa escenográfica, unió la escena con el auditorio en un solo diseño arquitectónico; eliminó el telón, amplió el proscenio e hizo una reconstrucción libre de la época de Molière. El acento fue puesto sobre la parte decorativa, la plástica del movimiento, el juego al teatro; de acuerdo con la idea del director, el protagonista sería un “cargador de máscaras” multiplicando sus encarnaciones como un “títere necesario para el autor sólo para saldar cuentas con la multitud incontable de sus enemigos”. Esta solución tal vez se arriesgaba en debilitar la agudeza de esta comedia libertina; sin embargo, fue muy consecuente desde el punto de vista formal y dio vida a un espectáculo que se convirtió en un episodio histórico del teatro ruso, y que tuvo –como se supo después– una larga vida.

Meyerhold dedicó numerosos comentarios a Don Juan, particularmente cuando Benois, en su sarcástica crítica titulada Ballet en Alexandrina, denominó como “una feria decorativa” a este espectáculo. El director retomó este término argumentando, triunfalmente, en su artículo La feria, que esta interpretación era absolutamente coincidente con sus intenciones. Al vociferar “La feria es eterna”, aprovechó la ocasión para exponer sus ideas sobre el arte de actor, el cual...debería, quitándose los velos de la sociedad, sabiamente elegir una máscara y traje decorativo para mostrar frente al público el virtuosismo técnico de un bailarín o de un intrigante, de un simplón de la vieja comedia italiana o un prestidigitador, como en un baile de máscaras”.

De esta manera se acumulaban las premisas de la concepción meyerholdiana del arte de actor que, robustecidas en la práctica, se convirtieron, para él, en las principales directrices de su teatro. Esto le permitió consolidar las separaciones fundamentales entre él y la escuela del tam, lo cual, en el periodo posrevolucionario, llevó un esbozo de su propio sistema. Hasta ese momento, las generalizaciones meyerholdianas eran, como siempre, fragmentarias. Empero, en 1911, en una entrevista de prensa, el director habló cosas muy interesantes sobre el grotesco, y tal vez fue el primero en introducir el concepto a la circulación en el teatro ruso”, según lo afirma Rudnicki.

Podemos realizar una estilización sintética en plenitud, transformando su método en un nuevo recurso.

Este nuevo recurso del que hablo –y que, según mi parecer, es el único que puede aportar brillo a la estilización escénica– se puede describir con el nombre de grotesco (...) Por primera vez, aunque tímidamente, lo usé en La barraca de feria33 de Blok. Con más atrevimiento intenté manejarlo en El velo de Colombina y en Don Juan. (...) Cosa primordial en el grotesco es la permanente desorientación del espectador, llevándolo de una plataforma de percepción asequible para él a otra totalmente inesperada.

Más: cada gesto, cada paso, cada giro de la cabeza, en una palabra, cada movimiento, debería ser analizado como un elemento dancístico, entendido de modo como se entendía, por ejemplo, en el teatro japonés antiguo.

Me interesan mucho los excéntricos, sus extremadamente rápidos y rítmicos traslados de un movimiento a otro en los más inesperados saltos; el espectador recibe lo que en el momento dado no espera.

Del mismo modo como son opuestos, por ejemplo, Hofmannsthal y Hoffmann, así es opuesta escénicamente la literaturidady la teatralidad con su grotesco....34

Llama la atención el hecho de que, siendo más bien un práctico teorizante –y no un teórico–, gracias a su sensibilidad y su instinto de artista, Meyerhold supo sacar, generalmente, conclusiones estéticas, muy acertadas, de la propia experiencia; aprehendía –hablando sobre el grotesco– su esencia. Su descripción de la esencia de esta convención [poética] coincide con otras definiciones, incluso más actuales, por ejemplo, en los estudios estéticos especializados de W. Kayser o G. Mensching.35

Entretanto, en los escenarios imperiales, Meyerhold producía obras que no causaban gran impresión: la pieza en un acto de Bielaiev, La taberna roja, y El cadáver viviente, de Tolstoi, con algunas interesantes soluciones de puesta en escena, aunque su espectáculo resultó opacado por el aún reciente estreno de esta obra por el tam. Preparó, asimismo, la reposición de Boris Godunov, de Mussorgsky, con Chaliapin,36 a quien consideraba un archi-modelo de actor operístico, uno que sabe, con su actuación, unir la verosimilitud con el sentido genérico [poético] de la convención. Este espectáculo logró una importante resonancia gracias a la famosa ejecución de Chaliapin, cantando de rodillas el himno “Dios salve al zar”,37 dedicado al zar Nicolás ii, lo cual provocó una tempestad en la opinión pública progresista. Al mismo tiempo, la prensa conservadora atacaba a Meyerhold por su falta de lealtad al espíritu ruso y le señalaron su origen étnicamente ajeno. Éstas fueron, sin embargo, circunstancias extra teatrales. En cambio, el éxito llegó con la puesta de la ópera de Gluck, Orfeo y Eurídice. Meyerhold, Golovin y el famoso coreógrafo Fokin38 lograron ahí, como se debe deducir, una unidad dinámica entre los coros y el ballet en el escenario de diversas plataformas, con un proscenio muy expuesto, decorado lo mismo con telas tejidas que con paneles pintados. Fue un caso muy raro cuando, incluso, los más acérrimos enemigos de Meyerhold, con Alexandre Nikolayevich Benois al frente, tuvieron que hacerle justicia.

El siguiente estreno fue el de la obra Los rehenes de la vida, de Sologub; este hombre infernal, pesimista, martirizado por la convicción sobre el carácter inmanente del mal terrenal, quien veía la vida en una mueca diabólica, era un clásico hijo de la época y debía ser cercano a las inclinaciones de Meyerhold. En 1913, montó Electra de Richard Strauss; según las posteriores reflexiones del propio Meyerhold, él mismo y Golovin sucumbieron allí a la tentación de hacer una reconstrucción cuasi arqueológica de la Antigüedad. En 1915, fueron realizados los espectáculos Dos hermanos, de Lérmontov, y El anillo verde, de Zinaida Hippius, así como El príncipe constante, de Calderón, y Pigmalión, de Shaw.

En 1916, resultó muy importante la puesta de La tempestad, de Alexander Ostrovsky. Meyerhold reflexionó profundamente, en este trabajo, sobre la obra clásica del teatro ruso, lo que se puede apreciar en el discurso dirigido a los actores, publicado en la selección polaca.39 Llegó a la conclusión de que era necesario purificar la puesta de las tentaciones costumbristas y de la estilización barata en espíritu de un jugoso cuadro de costumbres; además, que se debe “hablar en un lenguaje pleno de divertidos secretos’, en el cual se oyen ecos de las grandes pasiones y el destino trágico”. Así, La tempestad iba a lograr elementos universales, aunque, simultáneamente, la puesta en escena estaba sostenida en el espíritu de los años 40 del siglo pasado.40 Y, como resulta de, entre otros, la relación dada por el propio director de los teatros imperiales, Teliakowski, [de la puesta en escena] emanaba la convicción sobre la permanencia de las características negativas de la vida rusa. “Habiendo visto La tempestad –escrib él– se aprecia primeramente que muchas cosas han cambiado en nuestros tiempos solamente de manera superficial y, en segundo lugar, se entiende por qué muchos fenómenos pueden existir y desarrollarse actualmente”. 41

Los colores expresivos y las formas creadas por Golovin, así como la sutil y espiritual presencia de la actuación protagónica de la famosa actriz Roschina-Insarova, además de los sugestivos paisajes del pasado, se sumaban al efecto de una totalidad [armónica] pretendida por el director y aportaban a La tempestad, en oposición a sus puestas tradicionales, características de un drama romántico, teñido de simbolismo. El espectáculo despertó muy diversas opiniones y una fuerte discusión en la prensa; sin embargo, para Meyerhold, quien, por primera vez y de manera profunda, clavó su mirada en las entrañas de la tradición del drama ruso, intentando encontrar una clave original para su lectura, fue una experiencia muy importante y valiosa. En un futuro, volvería a retomar los dramas de Ostrovski y, a pesar de trabajarlos en muy distinto estilo, las lecciones aprendidas durante La tempestad, seguramente, le fueron útiles.

La síntesis de la primera etapa de sus aprendizajes, así como de todo el periodo prerrevolucionario de experiencias creativas, se cristalizó en el histórico espectáculo de Baile de máscaras, de Lérmontov, cuyo estreno se llevó a cabo el 25 de febrero de 1917, con el acompañamiento de disparos y con la atmósfera del fin de una época. Por la ley de coincidencia entre las tensiones, su atmósfera se proyectó en la forma y la expresión escénica. El director montó el espectáculo con gran pasión y detalladamente, con intervalos, durante cinco años, constru una visión monumental del lujoso y frío Petersburgo que extiende la red de intrigas en contra de sus víctimas, Arbienin y Nina. La mascarada, desde el título, se llenaba de un sentido múltiple y amenazador.

“Si en La barraca de feria –escrib Rudnicki– la máscara protegía al protagonista lírico de la vulgaridad y el tedio de la vida, permitiéndole cubrir el sufrimiento en su rostro con una mueca irónica e inmutable, si en las variaciones meyerholdianas de ejercicios sobre la commedia dell’arte –realizados en su estudio las máscaras invitaban a los juegos burdos y plebeyos, alejando al espectador de las neurasténicas reflexiones contemporáneas y oponiéndoles una sana pasión de las jugarretas de feria, en Baile de máscaras ambos motivos sufrieron revalorización y unión. El personaje Desconocido entraba como si del mundo de los escenarios de Blok arrastrara consigo la imagen romántica de un Destino implacable, una terrible anunciación de un final trágico. En cambio, en el continuo girar de la mascarada misma, así como en el ambiguo y alternado juego de máscaras, encontraban su expresión la ambivalencia y lo engañoso de la existencia, un misterio camaleónico de todos y de cada uno. La imagen de la mascarada se dejaba descifrar como una visión fantasmal de la vida”.42

Las espléndidas construcciones y composiciones de Golovin, la riqueza de la producción que convertía la sala teatral en un aristocrático interior lujoso, así como la enorme cantidad de los extras, todo estaba supeditado a la precisa y, al mismo tiempo, multifacética lógica de la concepción del director. Meyerhold operaba con un enorme abanico de recursos artísticos bien dominados: la palabra, el gesto, la lógica del movimiento, los acomodos grupales, las composiciones dinámicas de colores mediante la combinación del vestuario, el acompañamiento musical, la iluminación... todo inserto en la totalidad como complementariedad o contrapunto hacía un tipo de sinfonía escénica de impacto poco común: el mundo agonizante. Arrastrado por el sentimiento de su propia aniquilación, perdía a sus seres humanos más valiosos, a la vez que cautivaba y producía un nudo en la garganta. El encanto de este espectáculo, casi hipnótico y un tanto envenenado, era reconocido, incluso, por sus acérrimos enemigos, quienes le reclamaban el innecesario uso de grandes esfuerzos y recursos. Entretanto, el espectáculo asentaba su permanencia en tiempo: fue reestrenado en 1923; luego, tuvo ajustes en 1932 y, en 1938, permaneció en cartelera hasta julio de 1941, cuando una bomba nazi destruyó la escenografía. Además, Meyerhold ya había muerto y estaba prohibido mencionar el nombre del creador.

En 1917, montó la trilogía escénica de Sujovo-Kobylin. La mayor resonancia fue la parte final, La muerte de Tarelkin (presentada bajo el título Alegres días de Raspluyevov), mostrada al público por primera vez el 23 de octubre, en la víspera de la revuelta bolchevique. Esta vez, la época se derrumbaba sobre el escenario, en terribles y espectrales convulsiones de un tragi-grotesco, con la mueca diabólica, con las imágenes del destino del hombre que perdía su identidad tragado por la máquina político-burocrática. Era un acento muy fuerte, digno de un creador que, luego de haber pasado casi 20 años en el escenario, llegaba al umbral de las nuevas e imprevisibles décadas con no pocos logros y, como siempre, decidido a comenzar de nuevo.

4.

¿Quién es aquel Meyerhold de antes de la revolución? Ya se habló de que era un creador no adscrito, porque rebasaba cada círculo de iniciación. [Un tiempo fue] aprendiz del naturalismo; luego, tímidamente, ensayó el Impresionismo y “atmósferas”. En el simbolismo, sin duda, anidó con fuerza, pero en aquella época el simbolismo fue algo más que un estilo: fue una manera de comprender el mundo, retornarle su profundidad multidimensional aplanada por los positivistas. Era su reintegración tras la desintegración cometida por las ciencias duras; era un intento de tomar una nueva responsabilidad por la condición del ser humano colocado en el umbral de las experiencias dramáticas del siglo xx y su universalización, con la devolución de un particular rango al arte y a su propio lenguaje. Incluso, teniendo en cuenta las limitaciones y desvíos de esta corriente, no es posible sobreestimar la larga duración de su impacto. Así, los intentos emprendidos para restringir o tomar a la ligera la presencia de Meyerhold en el simbolismo podrían parecer, a veces, poco fértiles. He aquí que, disperso en los aires de la época, saturando auténticamente las acciones artísticas, tan obvio que casi imperceptible, el simbolismo tenía que parecerle a Meyerhold un punto de partida indispensable para la lucha contra la llana significación unívoca del teatro naturalista, un soporte necesario para cada siguiente intento por articular un nuevo lenguaje escénico.

También, aunque ocasionalmente, era un expresionista en algunos cuadros [escenas] –en las versiones estilizadas, en las inclinaciones hacia lo macabro para “espantar” al público–, lo que frecuentemente era recordado por los testigos. Así, este estilo aparecía como consecuencia del simbolismo y en él se enmarcaba. Tal vez sería más apropiado hablar sobre un tipo de una aguda expresividad.

En los primeros años del siglo xx [Meyerhold] tuvo, al parecer, un periodo de debilitación en la dinámica de su búsqueda; [padecía] un tipo de sumisión ante la convención estilística de carácter moderno, ante un promedio estadístico de la secesión; sin embargo, le salvó su permanentemente renovada necesidad de escarbar hasta [alcanzar] la forma pura, expresiva, artísticamente unívoca, mientras que la exuberancia y la perversidad de la secesión era imitativa y segundona en su simulación de ciertas convenciones, de la misma manera que el naturalismo lo era de la vida. Por supuesto que los viajes hacia las fuentes, hacia la antigüedad, al teatro de la feria, la comedia de máscaras, el arte de los mimos, los experimentos del estudio-laboratorio realizados en teatros pequeños condujeron al director a tierra firme. Efectivamente, muy rápido y decidido atravesó los años de su aprendizaje. En un principio, cedía ante las convenciones, hacia el final éstas se volvieron un material dócil para su expresión sintética.

Partiendo de las numerosas descripciones de Baile de máscaras de Lérmontov –espectáculo que coronaba el periodo–, concluyo que en su estilo fusionaba una pureza excepcional y una precisión y transparencia de las formas con la sugestiva presencia de los oscuros e informes abismos de un destino fatal, apenas sugerido. Los acmeistas43 aportaron estas características al simbolismo, a la vez siendo su negación y continuación, como la manifestación de una oscuridad evidente de líneas expresivas, con características precisas para lo que debía permanecer profundamente intangible e imposible de reconocer (Gumiliov propuso: “... siempre recordar lo imposible de conocer sin deformar sus imágenes con las verosímiles o inverosímiles conjeturas”). El acmeísmo, que hizo tanto para la poesía rusa a través de varias décadas, no tuvo, sin embargo, ni teoría ni práctica de su teatro, de modo que el carácter “acmeísta” de Baile de máscaras es una hipótesis sólo parcialmente comprobable. No obstante, hay que recordar que ciertas orientaciones ampliaban su espacio con el tiempo, y en el aire de la época simplemente se les respiraba.

Meyerhold fue el hijo prodigio de aquella época. Como muchos de sus contemporáneos, y la mayoría de los intelectuales rusos, padecía un pesimismo consciente sobre la decadencia. Estaba envenenado por la atmósfera de la decrepitud y la agonía, partido entre la pasión de su rebeldía por instinto y la convicción de no tener perspectivas. Encontró su salida, sin embargo, en el activismo artístico, sin tener preciso su programa social y, sintiendo, simultáneamente, su vocación; descubrió la válvula de escape para su descontento en la destrucción de las anquilosadas convenciones inertes. Fue una forma de salvarse de un marasmo informe.

Sus inclinaciones personales –que confesaba sinceramente a Chéjov–, su susceptibilidad y nerviosismo, rayando en la neurastenia, su facilidad para llegar a arrebatos o caer en desconfianza, su obsesión por la soledad en medio de los enemigos y su pesimismo se fueron objetivando como una enfermedad de la época padecida por amplios círculos de la inteligentsia44 sensible. Como creador, Meyerhold supo convertirlo en material para su producción artística. [Supuestamente] toda creación en su esencia es una negación del pesimismo extremo. Así, multiplicando y desarrollando sus pesadumbres y visiones terribles de violencia y encierro, sus afirmaciones sobre los ineludibles triunfos de la muerte, dances macabres de las girantes máscaras deformes, la imagen espectral de las exuberantes y a punto de derrumbarse arquitecturas, atravesadas por la carcajada diabólica –todo aquello que a Meyerhold “aterraba” y lo que también alcanzó su culminación en Baile de máscaras, emulando en una analogía a la sinfonía de la destrucción, como lo es Petersburgo,45 de Andréi Biely–, el director con la misma pasión evocaba la energía y la exuberancia de la feria, la vitalidad plebeya, no sin razón apostando a que son la oportunidad para el teatro. En esta convivencia [entre el discurso culto y la apología popular] había una contradicción interior y, sin duda, Meyerhold, de modo similar como Mayakovski, maduró plenamente en su fuero interno la revolución como un acto ante todo radicalmente purificador de la atmósfera, indispensable para su propia existencia en el arte reconciliado con la vida.

La experiencia del director aportó otra enseñanza, porque, una vez más, contradecía el juicio común: que la crisis de las estructuras sociales y políticas, de manera automática arrastra tras de sí la crisis del arte. El florecimiento de las artes rusas en los tiempos de la “Edad de plata”46 –aun si tuvo en su exuberancia febril un anuncio de su pronta decaída–, sin exageración, deslumbró Europa; hace suponer que ahí no operó la regla de una simple identidad, sino, más bien, una complicada química de acción-reacción, y que la tensión de los procesos destructores provocó un fermento intelectual y emocional de una fuerza extraordinaria. Meyerhold se sit en el centro y en relación con casi todas las figuras de la cultura rusa; utilizó la experiencia de Briúsov, Remizov y Vsévolod Ivanov; puso en escena a Blok, Sologub, Zinaida Hippius; aprend de Chéjov y, simultáneamente, observó y retomó los elementos teóricos de Andréi Biely; se inspiró y aprovechó las experiencias de ruptura en la pintura decorativa del círculo Mundo del Arte; atrajo a los músicos a la colaboración y, entre los prácticos, conoc a todos y con todos se mid. Igualmente –de lo que se habló no una sola vez en este ensayo–, conocía muy bien la situación en el teatro europeo, la verificaba in situ. Juzgaba “en caliente” los trabajos de aquellos creadores y teóricos de donde tomaba lo que le parecía útil y cercano a sus ideas, pero criticaba, sin ambages, aquello que rechazaba o que consideraba perteneciente a la etapa ya superada.

Ensayaba con todo y, en el cruce de épocas, se erguía con el invaluable bagaje de un comprobado profesionalismo de amplio espectro, como un práctico universal y, aún más, como poseedor de una determinada idea del teatro, tamizada escrupulosamente, gota a gota, como una esencia de pruebas consecutivas. La afirmación o rechazo ocurría simultáneamente. Su idea era lo suficientemente abierta y preparada para las siguientes transformaciones. Meyerhold no contaba aún con recursos para romper la estructura teatral tradicional, pero la debilitó, la hizo tambalear, la sacudía con experimentos, la amasaba hasta volverla maleable. A veces, aplanaba el escenario y otras lo ensanchaba, profundizaba y, gracias a la iluminación, lo podía hacer ilimitado. En ocasiones, lo llenaba de construcciones; otras, de paneles y telas pintadas o lo dejaba totalmente desnudo. Empujaba el proscenio hacia adelante; desaparecía las candilejas y el telón; desenmascaraba la ilusión con sus bastidores y la concha del apuntador, descubriendo la tramoya y haciendo cambios de escenografía a los ojos del espectador; mostraba los gérmenes de acciones simultáneas; paseaba a los actores por entre el público o, repitiendo sobre el escenario la estructura de la sala, incorporaba la audiencia al espectáculo, incitándoles a sentir que todo era un teatro. También sus actores tenían que adaptarse para parecer un dibujo, un bajorrelieve o un grupo de estatuas; otras veces, superando la inmovilidad, oleaban en gestos hieráticos y en otras más, danzando, girando, acrobáticamente flexibles, anticipaban las muestras deportivo-gimnásticas que su maestro organizaba en el escenario de los años 20.

Así, era un teatro de síntesis de recursos: movimiento, gesto, mímica, palabra dicha con precisión, contrapunto musical, espacio escénico reorganizado. Un teatro que exponía su espectacularidad, su esencia festiva, atacando la consciencia y la imaginación del espectador con todo un abanico de recursos propios de su esencia,47 exagerados a veces, pero utilizados en su estado puro. Un teatro de sorpresa y asombro por la coexistencia heterogénea, es decir, el grotesco concebido profundamente que Meyerhold, no en vano, declaraba tan importante para él. Otros ensayaban, también, con elementos de este tipo, pero ninguno lo hizo como Meyerhold que, además, permanentemente cambiaba la forma [de hacerlo]. Fue, realmente, una gran innovación.

Creciendo por encima de su época, este teatro –que contiene su quintaesencia, desde la perspectiva de la memoria– se convirtió en su símbolo. En el Poema sin héroe,48 Ajmátova claramente incluye reminiscencias meyerholdianas de Don Juan, Baile de máscaras, La barraca de feria, que crean una particular dimensión del espectáculo en la historia, donde se quiebran y desmoronan los destinos de la gente, mientras que la fantasmal Necrópolis-Petersburgo, evocada como un teatro de sombras, emerge del pasado entre las acciones grotescas de los lacayos-tramoyas, siempre presentes en escena en aquel espectáculo de Moliére:

De todas formas, se aproxima la expiación...

¿Ves? Allí, tras el remolino de nieve

los negros49 de Meyerhold

juegan de nuevo. 50

Las creaciones de Meyerhold permanecen como signos de su tiempo y, cuando este tiempo se cerró, su creador emprendió, sin vacilación, una nueva aventura, mucho más grande que las anteriores. Pero esto es otra historia y tema de un siguiente libro.

Nota sobre el autor

Andrzej Drawicz (1932-1997). Escritor polaco, crítico y traductor de la literatura rusa. Fue profesor de literatura eslava en la Universidad de Colonia, Alemania, y profesor titular en el Instituto de Filología Rusa de la Universidad Jagellónica.

 

Notas

1 Comité para la Seguridad del Estado (kgb, por sus siglas en ruso).

2 Tras el cierre de su teatro y luego su arresto por la kgb en 1938, la suerte de Meyerhold permanecía incierta. Investigaciones posteriores ubicaron el 2 de febrero de 1940 como la fecha de su fusilamiento tras un enjuiciamiento (1 de febrero) sin proceso.

3 En 1934, la serie de estas fotografías fue traída a Estados Unidos por Lee Strasberg.

4 Los materiales fueron presentados en encuentros internacionales a instancia de Eugenio Barba y la Escuela Internacional de Antropología Teatral (ista, por sus siglas en inglés).

5 Dialog, revista mensual dedicada a la dramaturgia contemporánea, teatral, cinematográfica, radiofónica y televisiva. Fundada en 1956, sigue apareciendo con la misma periodicidad.

6 Meyerhold, Wsiewołod. Przed revolucją (1905-1917). Varsovia: WAiF, 1987.

7 Traducción del polaco. Dialog 2/1988, p.103-122.

8 Los paréntesis simples dentro de algunas citas son inserciones del autor de este artículo, así como las notas al pie, excepto las que se marcan como “Nota de T.” (nota de traductora). Asimismo, se respetan las cursivas en los títulos de los artículos mencionados dentro del texto. Las inserciones entre los corchetes son de la traductora. Las notas al pie 1-6 también son de la traductora.

9 Nota de T.: Se comprende la Gran Reforma como un proceso que duró casi un siglo e inició en la segunda mitad del xix. El término engloba propuestas muy diversas sin centrarse exclusivamente en la Vanguardia. Comprende, principalmente, los aspectos escénicos (dirección, actuación y concepción plástica), pero también la dramaturgia y la relación escena-espectadores.

10 Nota de T.: Teatro de Arte de Moscú, tam o mjat por sus siglas en transliteración (Moskovski Judózhestvenny Akademícheski Tieatr), fundado en 1898 por Konstantín Stanislavski y Vladimir Nemiróvich-Dánchenko.

11 Istoria Sovietskovo Dramatichevscovo Tieatra, Moskva, 1968.

12 Nota de T.: Se refiere a frecuentes cambios entre ciudades y teatros.

13 Nota de T.: El autor se refiere a su postura vital y artística de “derrumbar” las reglas sociales y del arte.

14 Konstantín Rudnicki, Rezissior Meyerhold (Meyerhold Director), Moscú, 1969.

15 Nota de T.: Se refiere al libro publicado en polaco en 1987 y que reúne los escritos de Meyerhold en los años 1905-1917.

16 Nota de T.: Teatro de Arte de Moscú.

17 Nota de T.: Del alemán: “Llega a ser lo que eres”. Cita de Así hablaba Zaratrustra de F. Nietzsche, leída por Meyerhold en idioma original.

18 Nota de T.: He seguido el texto que corresponde a la versión en polaco, tomando en cuenta las observaciones de Drawicz respecto a la escritura juvenil, algo parca y caótica. Compare la traducción literaria de esta carta en Meyerhold. Textos teóricos. Madrid: ade, 1998, pp.124-125.

19 Nota de T.: Uso peyorativo de Ojrana (del ruso “protección”), parte del Departamento de Seguridad dedicado a cuidar la familia del Zar.

20 Mir Iskustva (del ruso: Mundo Artístico), No. 4/ 1902.

21 Nota de T.: se refiere al tam.

22 Nota de T.: Del francés, “paneles”.

23 Julius Bab, Teatr Współczesny, Varsovia, 1959.

24 Nota de T.: Andréiev, Leonid. Vida de hombre (teatro). Versión directa del ruso de Rafael Cansinos-Assens, Madrid: Aguilar, 1955. En el volumen Obras escogidas.

25 Nota de T.: Pavel Stepanovich Mochalov (١٨٠٠–١٨٤٨), Mikhail Shchepkin (1788-1863) y Sergey Shumsky (1829-1878) son legendarios actores rusos del Teatro Maly; los dos últimos fueron, además, maestros de la Escuela Imperial de Teatro en Moscú, fundada por el emperador Alexander i el 28 de diciembre de 1809.

26 Nota de T.: Del francés, “eco de tiempos pasados”.

27 Nota de T.: Del ruso, “Teatro viejo” o “teatro añejo”.

28 Nota de T.: Allí, en 1910, presentó la obra que aludía a la tradición teatral española (Osinska, Katarzyna. “Del Siglo de Oro español a la vanguardia:Vsévolod Meyerhold”. El texto dramático y las artes visuales. El teatro español del siglo de oro y sus herederos en los siglos xx y xxi, editado por U. Aszyk, J. M. Escudero Baztán y M. Pilat Zuzankiewicz. New York: IDEA/IGAS, 2017, p. 228.

29 Nota de T.: El director más conocido por la puesta de La princesa Turandot, de Gozzi (1922).

30 Maski, núm. 2-3/1913-1914.

31 Nota de T.: Para mayor referencia sobre este espectáculo: Osinska, Katarzyna. “Del Siglo de Oro español a la vanguardia:Vsévolod Meyerhold”. El texto dramático y las artes visuales. El teatro español del siglo de oro y sus herederos en los siglos xx y xxi, editado por U. Aszyk, J. M. Escudero Baztán y M. Pilat Zuzankiewicz. New York: IDEA/IGAS, 2017.

32 Nota de T.: La obra de Carlo Gozzi, L’amore delle tre melarance, tuvo en Rusia también su versión en la ópera del mismo título con música y libreto de Sergei Prokofiev, el nombre de la revista seguramente se debe a la primera.

33 Nota de T.: Fue estrenada, por Meyerhold, el 31 de diciembre de 1906. En otras traducciones he encontrado: Barracón de feria, El teatro de feria, Barraca de feria y Carromato de feria.

34 Rampa y zyzñ (Rampa y vida) núm. 34/1911.

35 Compare, por ejemplo, la descripción del grotesco como “dos planos de la representación” cuando “dos aspectos se permean [mutuamente], dos planos coexisten...”, en Mensching, Das Groteske im Modernen Drama, Bonn, 1963.

36 Nota de T.: Fiódor Ivánovich Chaliapin, cantante, tesitura bajo (1873-1938).

37 Nota de T.: Texto del himno nacional del Imperio ruso hasta la Revolución bolchevique.

38 Nota de T.: Mijaíl Fokin (1880-1942), bailarín del Ballet Imperial; tras la revolución, emigra a eua.

39 Nota de T.: se refiere a Vsévolod Meyerhold. Przed revolucją (Antes de la revolución), 1905-1917. Varsovia: WAiF, 1987.

40 Nota de T.: se refiere al siglo xix.

41 Citado por Rudnicki.

42 Nota de T.: Ídem.

43 Nota de T.: Es la corriente, en la poesía rusa, que opone al simbolismo las aspiraciones superiores, con tendencia neoclásica. Surgida en 1910, tuvo como su órgano de divulgación la revista Apollon; sus representantes fueron Nikolái Gumiliov, Anna Ajmátova, Sergei Gorodecki, entre otros. Con el triunfo de la Revolución de Octubre, el grupo sufrió persecución y varios fueron condenados a prisión y muerte.

44 Nota de T.: Se trata de una clase social con predominio de actividades intelectuales y artísticas.

45 Nota de T.: Novela del simbolista Andréi Biely; convierte a esta ciudad en protagonista, sitúa la acción, los conflictos y los fantasmas en la cuadrícula de su mapa trazado por calles y ríos; transcurre en los días grises de octubre de 1905, en medio de huelgas, manifestaciones y mítines. Ha sido comparada con Ulises, de Joyce y con En busca del tiempo perdido, de Proust por su novedoso tratamiento de la subjetividad (publicado por Alfaguara en 2002).

46 Nota de T.: Se refiere a los primeros 25 años del siglo xx.

47 Nota de T.: Se trata de la esencia del teatro, en palabra de Meyerhold, su “teatralidad”.

48 Nota de T.: Réquiem y otros poemas, incorporado en el libro digital: Ajmátova, Ana. Muestrario de Poesía 26. Santo Domingo, República Dominicana: Intercoach, 2009, pp. 39-79.

49 Nota de T: Personajes vestidos de negro (neutro) que cambian la escenografía a la vista del público.

50 Nota de T.: Ídem p. 53.