Doi: 10.25009/it.v10i16.2604

Artículo

La huella de Jerzy Grotowski en la escena argentina

The Legacy of Jerzy Grotowski in Argentine Theatre

Silvina Alejandra Díaz*

* Universidad de Buenos Aires/Conicet, Argentina, silvinadiazorban@yahoo.com.ar

Recibido: 11 de abril de 2019

Aceptado: 26 de julio de 2019

Resumen

La figura de Jerzy Grotowski y su libro Hacia un teatro pobre despertaron en Argentina el interés de las corrientes teatrales innovadoras del legendario Instituto Di Tella a fines de la década de los años sesenta. Sin embargo, tanto en los espectáculos neovanguardistas como en el discurso crítico, podía observarse una comprensión superficial y estereotipada de su poética. Sus concepciones filosóficas y prácticas alcanzaron, en cambio, una mayor organicidad en las tendencias vinculadas con la antropología teatral surgidas a comienzos de la democracia, que redescubrieron el fundamento del teatro en la “comunión perceptual, directa y viva” entre actor y espectador, preconizada por el maestro polaco.

Palabras clave: Neovanguardia; antropología teatral; actor integral; entrenamiento; Argentina.

Abstract

In Argentina, towards the end of the 1960s, Jerzy Grotowski and his book Towards a Poor Theatre became a source of inspiration to those who worked on the innovation of theatre at the legendary Di Tella Institute. However, the understanding of his poetics by both neo-vanguardist performances and critical discourse remained superficial and stereotypical. It was not until the reestablishment of democracy in the country that Grotowski’s philosophical and technical notions were properly integrated into later performance trends linked with theatre anthropology. Artists rediscovered a kind of theatre that brought together performer and spectator in “direct and living perceptual communion”, as advocated by the Polish director.

Keywords: Neo-vanguard; theatrical anthropology; integral actor; training; Argentina.

Grotowski y la crítica argentina1

Paralelamente a las corrientes modernizadoras que surgieron en el campo teatral argentino de la década de los años sesenta, se conformaba una nueva crítica2 que intentaba diseñar concepciones y categorías de análisis más adecuadas a los nuevos parámetros estéticos.

En lo que constituye una de las primeras crónicas aparecidas en medios argentinos acerca del teatro de Jerzy Grotowski, el semanario Primera Plana3 publica, en julio de 1966, la nota “En busca del teatro perdido”, que en clara alusión al texto homónimo de Eugenio Barba, reconoce un vínculo entre ambas poéticas. Dicho artículo se ocupa de la presentación, en el Teatro de las Naciones, de El príncipe constante de Pedro Calderón de la Barca, adaptado y dirigido por Grotowski a partir de la versión traducida al polaco por Juliusz Slowacki. El crítico subraya:

Los actores del equipo del Teatro Laboratorio no actúan. Como comediantes de otro milenio, ejecutan una partitura físico-vocal, son capaces de estallidos físicos y vocales inimaginables, enfrentan las tinieblas del inconsciente colectivo que bañan la cultura, los idiomas y la imaginación de los habitantes de Occidente, vuelven a las fuentes perdidas del teatro (Primera Plana 5 de julio de 1966, 25).

En línea con el propósito de la revista de promover los paradigmas culturales más novedosos de la escena mundial, el cronista señala con cierta ironía: “En estos días, los franceses se olvidaron de su parquedad y sólo tuvieron habla para narrar el encantamiento de esa nueva ceremonia atrapadora: en el Laboratorio de Wroclaw, el teatro recuperó el magnetismo y el ardor primitivos, que parecían haberse diluido” (ibídem).

Un tiempo más tarde, un artículo publicado en Confirmado, con el título “Todo empezó en Wroclaw”, alude a la “fama mundial de Grotowski”, que el cronista adjudica a “la lucidez que ha instaurado en el panorama del teatro contemporáneo, traspasado por las experiencias frecuentemente irreflexivas y desorientadoras”. El comentario destaca, especialmente, la propuesta del director de “una nueva concepción del teatro, de una espiritualización emparentada con el misticismo” y el intento de rescatar su “esencialidad religiosa”:

Grotowski ha restablecido la unión vincular del espectador con el actor, pero no a través de la tradicional identificación, sino de la confrontación. Instrumentado por el dominio de la voz, los músculos, el aparato respiratorio y el rostro, el actor es capaz de liberarse y reencarnar en una acción dramática grandes mitos sociales y los signos del inconsciente colectivo (Confirmado, 11 de mayo de 1967, 15).

Por otro lado, en el número 290 de Primera Plana (16 de julio de 1968, 71-72), una crónica dedicada a Alfred Jarry asocia a Grotowski con una serie de referentes culturales –muy disímiles entre sí– bajo un mismo signo modernizador, en un intento de legitimar su teatro y demostrar su consolidación en la escena mundial.

Otra nota precursora en la difusión de la poética grotowskiana en Argentina es una entrevista realizada por Ernesto Schóo a Ludwing Flazsen (Primera Plana, 19 de noviembre de 1968, 28-29) –colaborador literario y cofundador del Instituto de Investigaciones sobre el Actor–, acompañada por un informe centrado en aspectos de su trabajo que pasaban inadvertidos o eran leídos superficialmente por la crítica de la época.

En el mismo medio, un extenso artículo, “Grotowski: La muerte de Dios”, ofrece un minucioso análisis de Apocalipsis cum figuris, eludiendo la tentación de un enfoque basado únicamente en lo argumental. El periodista Konstanty Puzyna hace referencia, entre otras cosas, a una actuación en la que prevalece el gesto, la situación y la expresión corporal por sobre la palabra:

Los símbolos pueden representar una cosa, el movimiento de las manos, otra, y la respuesta de su compañero, otra. La voz amenaza, mientras los ojos imploran y el cuerpo tiembla. Cada signo es maravillosamente preciso, pero todo se juega a ritmo de flash, de tal manera que se hace difícil al espectador captar la totalidad. Para describir esto hubo que ver la obra varias veces, de la misma manera en que un buen análisis poético requiere muchas lecturas (Primera Plana, 16 de marzo de 1971, 42-43).

Otro órgano periodístico fundamental en lo que respecta a la información y la investigación sobre Grotowski, Eugenio Barba, Richard Schechner y el Living Theatre de Julian Beck y Judith Malina, fue Teatro 70. En el número 0/1 de junio de 1971, por ejemplo, se dedica una sección completa al maestro polaco, compuesta por un artículo y una sinopsis. El primero de ellos, titulado “Cara a cara y en público con Jerzy Grotowski”, reproduce los aspectos más relevantes de un coloquio en el que el director había respondido preguntas del público acerca de su modalidad de trabajo, el lugar del texto en sus montajes, su vínculo con Artaud y el concepto de lo religioso en la escena.

Más allá de que, como puede advertirse en estos ejemplos, algunos críticos manejaban un conocimiento sólido, aunque insuficiente, de la filosofía de Grotowski, la mayoría de las crónicas dejaba en evidencia una falta de información. Los críticos apelaban generalmente a términos cuya significación desconocían: “ritual”, “ceremonia”, “teatro sagrado”, “laboratorio teatral”, “actor santo”, “teatro pobre”. De hecho, todo parece indicar que el primer acercamiento de los medios periodísticos al director polaco estuvo incentivado, más que por un interés genuino en su teatro, por el misterio generado en torno a su figura y por la curiosidad que había despertado su práctica artística, desarrollada “a puertas cerradas”.

En este sentido, las críticas de los espectáculos experimentales presentados en el Instituto Torcuato Di Tella4 incurrían frecuentemente en interpretaciones erróneas, que las llevaban a asociar todo carácter innovador con las propuestas grotowskianas. Así, el reconocimiento de esos paradigmas en “la singular idea de la integración del público con el quehacer escénico”, en el recurso a la expresión corporal o en el carácter experimental del espectáculo (Confirmado, 10 de abril de 1969, 18, “A propósito de Tiempo de Fregar”) obedecía a una operación reduccionista que develaba una notable distancia estética con respecto a la poética evocada.


Otro ejemplo que representa la incomprensión de la crítica, de gran parte del público y de muchos teatristas, es un apartado escrito para Análisis por Inda Ledesma titulado, con un sentido sarcástico, “El inventor del paraguas”. La actriz relata su experiencia como espectadora de Apocalipsis cum figuris, en Wroclaw (Breslavia). Luego de reconocer los “puntos de vista novedosos y aparentemente combativos” de la puesta en escena, afirma:

Sus “descubrimientos” se tocaban ya la cola con el peor naturalismo-expresionismo (extraña combinación), transpiraban todos como condenados –siendo pleno invierno– y jadeaban al punto de no salirles ya la voz con la consecuente sobreactuación. Era a todas luces la simple muestra de actores muy exigidos físicamente, pero cuyo entrenamiento no llegaba a cubrir semejante ritmo, totalmente artificial […]. Nada de todas esas carreras y gesticulaciones partía de una verdadera concentración y de una nueva expresividad como a través de la teoría suya se pretendía demostrar. Nada más lejos de una revolución teatral (15).

El comentario constituye una muestra de la confusión que imperaba en nuestro campo cultural acerca del teatro grotowskiano y el rechazo hacia un modelo artístico considerado ajeno a nuestros intereses artísticos. Ledesma concluye: “El mismo Grotowski ya está al cabo de su callejón sin salida. Su Teatro Laboratorio no ha dado más que mediocres frutos. A mi juicio creo que ya se dio cuenta de que por ese camino salió inventando el paraguas…” (ibídem).

Si bien, como vimos, las primeras noticias conocidas sobre Jerzy Grotowski en el campo teatral argentino datan de la segunda mitad de la década de los años sesenta, fue sin duda a partir de su visita al país, en 1971, cuando se produjo la verdadera eclosión de notas, artículos, entrevistas y reseñas informativas acerca de su obra y su concepción teatral.

Cuando, en noviembre de ese año, el director arriba a las ciudades de Córdoba y Villa Carlos Paz –ocasión en la que participa en el iv Festival de Teatro organizado por la Universidad Nacional de Villa Carlos Paz– y se presenta fugazmente en Buenos Aires, su nombre empieza a ocupar un lugar destacado en los medios periodísticos y en las revistas especializadas. Puede encontrarse, entonces, una serie de artículos que, oscilando entre la información y la investigación, brinda datos acerca de sus actividades en el país, indaga en su formación, en la creación de sus espectáculos y, fundamentalmente, en su trabajo con el actor.

Por su parte, en Análisis aparece una extensa nota sin firma que versa sobre la inminente presencia del director, quien se erige como paradigma en este sentido. El cronista toma como fuente diversos informes publicados en la revista española Primer Acto, con la intención de que el público pudiera aproximarse de un modo más objetivo a su teatro. Luego de afirmar que Grotowski había sido “prácticamente canonizado por los aficionados en todo el mundo como la voz más alta del teatro contemporáneo”, analiza su contribución al teatro moderno que, según él, consiste en “una reivindicación de los valores individuales”, a través de “la liberación de las propias fuentes creadoras”. Un elemento destacable del artículo es la alusión a las lecturas reduccionistas y los malentendidos que giraban en torno a su teatro. Este hecho deja entrever, por un lado, la conciencia adquirida por la crítica acerca de su propio papel en la creación de un mito y, por otro, la indiscutible consolidación de una poética que, en consonancia con lo que sucedía en otros países, se patentizaba en una serie de producciones escénicas:

Muchos espectáculos se han alzado frente al teatro literario, ilustrado sobre la escena con una serie de gestos y movimientos de los actores, para seguir caminos más o menos afines al concepto de actor-creador, actor-autor, actor que se vale del texto como de una provocación para liberarse, que figura en las bases del trabajo de Grotowski. […] Aunque luego, examinados uno a uno, la calificación se debilite o desvanezca, entre otras razones porque, a lo mejor, los creadores de esos espectáculos no han estudiado o no han podido conocer con suficiente profundidad el trabajo y el método de Grotowski (Análisis, 6 de septiembre de 1971, 27).

En otra nota que anuncia su visita, “El polaco Jerzy Grotowski, original teórico y gran director, arriba hoy a la Argentina”, escrita por Kive Staiff para La Opinión, se alude a él como una de las personalidades más atractivas y más polémicas del arte escénico contemporáneo. A propósito de esto, el crítico expresa: “Grotowski es –seguramente– junto a los rusos Constantin Stanislavski y Vsevolod Meyerhold, al francés Antonin Artaud y a Bertolt Brecht, el teórico5 que más profundamente y más originalmente se ha planteado los problemas del arte milenario del teatro en este tiempo” (21). El tratamiento de la información da cuenta de una lectura minuciosa de Hacia un teatro pobre, que circulaba en Argentina desde 1970. Luego de una descripción de las bases conceptuales de su poética, se publica una entrevista al director efectuada en su Polonia natal. Con la intención de despejar las visiones estereotipadas, Staiff propone una aproximación a los conceptos de “pobreza” y “santidad” asociados al actor y hace partícipe al lector de su experiencia personal como espectador de una puesta del Teatro Laboratorio:

Asistir a uno de estos espectáculos resulta una experiencia impresionante. No sólo por la cualidad objetiva de los mismos (algunos actores son absolutamente excepcionales, como el admirable Ryszard Ciéslak) sino por su carácter último: a diferencia del teatro tradicional, que colectiviza al público, que necesita incluso de esa condición grupal de público para consumarse, un espectáculo de Grotowski es una peripecia individual para el espectador, que no lo es en el sentido habitual del término, sino un participante ávido, conmovido y conmovedor, alternativamente desolado y gratificado, inserto en una intimidad removedora de imágenes antiguas como el mundo y como el hombre (La Opinión, 5 de noviembre de 1971, 21).

Staiff no pierde oportunidad de incentivar el debate generado entre grotowskianos y antigrotowskianos6 cuando advierte que “la porosidad frente al exotismo extranjero” entrañaba el “grave riesgo de las equivocadas asimilaciones de sus teorías y de sus técnicas” (ibídem).

Dos reseñas informativas publicadas en La Nación –uno de los medios de mayor circulación en nuestro país– sobre su presencia en la ciudad de Buenos Aires, dan cuenta también del intento de definir de un modo más certero su propuesta artística. En una ellas, “Jerzy Grotowski y su método teatral”, se advierte:

El método de trabajo se centra en los actores, quienes deben liberar sus posibilidades expresivas, sin mantenerse aferrados a técnicas, recursos, costumbres. Ese desterrar cosas se extiende al texto –para no hacer literatura–, a la escenografía –para no apelar a las artes plásticas–, a la música –por razones obvias– y hasta al maquillaje (La Nación 13 de noviembre de 1971, 38).

Se refiere, además, a la búsqueda de la “autenticidad del teatro”, a partir de un “teatro ascético” dirigido a un número reducido de espectadores, y a la “comunicación muy especial” que se produce entre éstos y los actores. Incentivando el mito del “profeta del teatro”, el autor considera que, para ser aceptado en el Teatro Laboratorio, el aspirante debía recorrer un largo camino en el “duro noviciado que exige un autoconocimiento espiritual y físico”. No deja de llamar la atención la referencia –común, por lo demás, a muchas críticas sobre el grupo de Grotowski– a la idea del “arte como vehículo”, que si bien había sido sugerida por Peter Brook en el prefacio de Hacia un teatro pobre, se convertirá varios años después en un tema de interés para los estudios teatrales, interesados en desentrañar el sentido de tal concepto.

En su edición de octubre-noviembre de 1971, Teatro 70 transcribía la conferencia que ofreciera el director frente a una numerosa concurrencia el 12 de noviembre de ese año, durante su breve estadía en la capital argentina. Tanto el título del artículo, “Grotowski en Buenos Aires. Una visita explosiva”, como el epígrafe, “Grotowski sí; Grotowski no. A él qué le importa, señor”, revelaban la polarización generada en nuestro campo teatral entre sus detractores –quienes justificaban su oposición enarbolando la bandera de un “teatro comprometido con la realidad nacional”– y sus seguidores (ver Teatro 70 n° 18/19, octubre 1971, 25).

Como era de esperarse, así como la visita del maestro polaco supuso una repercusión crítica importante, su partida obligó a los medios a realizar un balance. En todos los casos, y más allá del rechazo o la simpatía que despertó, las crónicas coincidieron en reconocer la convulsión que había producido su presencia en Argentina.

Entre las críticas reivindicadoras se encuentra una nota titulada “Estuvo en Buenos Aires Jerzy Grotowski”, publicada en Análisis el 14 de noviembre de 1971, página 7, cuyo autor indaga en la proyección social del Teatro Laboratorio, en el rol del espectador y en su concepto de teatralidad, demostrando un exhaustivo conocimiento de sus códigos. Del mismo modo, “La Lección del maestro”, un informe publicado en el mismo semanario el 25 de noviembre, se adentra en la observación del “nuevo método para la formación del actor”, en la idea de un teatro pobre y en la “búsqueda de nuevas libertades de expresión”.

La polémica suscitada en torno a su figura se reaviva en una nota sin firma, “Grotowski: Ni arte ni discípulos” (Confirmado 5 de noviembre de 1971, 46-47). En ella se sintetizan los temas más significativos de su conferencia en Buenos Aires: la modalidad de trabajo del Teatro Laboratorio y la relación actor-espectador. Según el cronista, el rechazo del director a la sistematización de fórmulas o de un método para la actuación “disuelve definitivamente las incesantes tentativas mundiales por tomar sus trabajos escritos y su tarea en el laboratorio teatral que encabeza en Polonia como un sistema o una doctrina artístico-teatral”. El crítico sostiene que, según la concepción grotowskiana, “la experiencia vital y humana” se ubica “por encima de toda visión artística en el sentido puramente estético.” En este caso, el debate se incentiva especialmente a través de un breve texto escrito por la actriz Juana Hidalgo, quien asistiera a la conferencia:

La gente de ultraizquierda que le reprochó a Grotowski el que haya venido a un festival oficial, le cantó loas a Strasberg, que se llevó diez mil dólares. ¿Es que le tenemos miedo a gente que puede provocarnos una revolución constante, en lugar de reiterar, aunque sea con mucha fluidez, lo que hace treinta años se recibió de Stanislavski? La lección principal es: no tener prejuicios, escuchar al otro y después entregarse (21).

Por su parte, Jaime Potenze firma uno de los tantos comentarios acerca de Hacia un teatro pobre que, luego de la visita del director, vuelve a ser objeto de análisis por parte de críticos y teóricos argentinos. Si bien Potenze reconoce que el texto se había convertido en una referencia fundamental para el estudio del teatro, no puede evitar caer, en ocasiones, en ciertos equívocos, como la idea de que Grotowski pretendía desterrar al autor del proceso creativo (Análisis, 13 de enero de 1972, 14).

Es nuevamente Teatro 70 el medio que intensifica la apología de su teatro en una edición completamente dedicada a su praxis artística, el número 31/32 de julio/agosto de 1972. Entre los artículos que lo componían, “Palabras a nosotros mismos” de Renzo Casali rebate, con un tono no exento de ironía, a quienes consideraban que sus experiencias escénicas resultaban extrañas y ajenas a nuestra realidad (25).

Del mismo modo, en “El teatro joven en tierras de Grotowski” (Análisis n° 605, 20 de octubre de 1972, 34) se realiza una síntesis del Festival de Teatros Estudiantiles en Wroclaw, a partir de constantes referencias al Teatro Laboratorio. El cronista alude a la “notable difusión” que había alcanzado en Argentina “la inusitada actividad dramática de uno de los más inquietantes directores del mundo”, que se había convertido en una importante referencia para los nuevos grupos. De la lectura del artículo se desprende la absoluta consagración del maestro polaco, tanto en la escena mundial como en el campo teatral nacional.

Los espectáculos “grotowskianos” del Di Tella

La banalización del teatro de Grotowski no era, evidentemente, algo privativo de la crítica y el teatro argentinos. Él mismo era consciente del condicionamiento que, sin proponérselo, sus actores podían ejercer y del riesgo que suponían las imitaciones y las malas interpretaciones.

Uno de los malentendidos más habituales en el contexto de la neovanguardia argentina fue su asociación con un teatro ritual. Lejos de las visiones simplistas, Grotowski:

se proponía, efectivamente (tal como sostuvo Nietzsche para la tragedia griega), reinstaurar en la escena moderna un espacio y un tiempo definidamente rituales […]. Lo más revelador es que la búsqueda de Grotowski, entendida como proceso iniciático, estaría orientada a la fundación de un axis mundi que permitiera recuperar la experiencia de un tiempo sagrado, trascendiendo con mucho el nivel meramente analógico en que pretende establecerse (Reyes Palacios 14).

La noción de “ritual” aparecía notablemente trivializada en una serie de espectáculos del Di Tella identificados con el teatro de Grotowski, ya sea que pretendieran emular su poética o que lo tomaran como referente, en un intento de romper con las convenciones tradicionales. En ellos se intentaba recrear una dimensión ceremonial por medio de un peculiar uso de los signos escénicos: los actores se cubrían con túnicas, realizaban movimientos exagerados, excesivamente lentos o precipitados, o bien recurrían a acciones estereotipadas basadas en la idea de “trance”, lo cual, sumado a los efectos especiales, el humo, el incienso y la semioscuridad, generaba una atmósfera sugerente y “misteriosa”. Un ejemplo de ello fue el espectáculo Casa. Una hora y ¼, del grupo Tiempo Lobo (1969). La entrada del público se producía en el contexto de un silencio hermético y excesivamente prolongado, en semioscuridad, mientras los intérpretes recorrían con parsimonia todo el espacio. Portando cruces y lanzando gritos de dolor, los actores reproducían estructuras rituales a través de la conformación de un coro que giraba en torno a una pira funeraria. La acción se quebraba en una serie de momentos autónomos que se sucedían a un ritmo sostenido (ver Confirmado, 10 de diciembre de 1969, 29).

Otra muestra de una concepción “ritual” de la escena –esta vez desde un “teatro pobre”– lo constituye Yezidas (1970), producción que el Grupo 67, de Santa Fe, presentó en el Di Tella. Como se aclaraba en el programa de mano del espectáculo, los actores/sacerdotes/yezidas representaban a miembros de una antigua secta caucasiana. Sus creadores pretendían establecer una comunicación más próxima y directa con el espectador, en un espacio ascético que eludía los efectos lumínicos y la música estridente. Los únicos medios de expresión eran, entonces, los cuerpos y las voces de los actores que reproducían sonidos guturales, gemidos y diversas cadencias, reduciendo al mínimo el uso de la palabra. Esta recreación puramente exterior de una dimensión ceremonial, basada en la generación de una determinada atmósfera, perdía de vista el hecho de que el carácter ritual preconizado por Grotowski aparecía como resultado de sus extensas investigaciones prácticas y de las búsquedas personales de sus actores.

A propósito de las concepciones erróneas acerca de las ideas de ritual y ceremonia sagrada que se difundían en la escena mundial, sin duda inspiradas en el teatro de Artaud y Grotowski, plantea Peter Brook:

¿En qué punto la búsqueda de la forma es aceptación de la artificialidad? Éste es uno de los mayores problemas con que nos enfrentamos hoy día, y mientras sigamos creyendo aunque sea de manera oculta que las máscaras grotescas, los maquillajes acentuados, los trajes hieráticos, la declamación, los movimientos de ballet, son de algún modo “ritualistas” por derecho propio y, en consecuencia, líricos y profundos, nunca saldremos de la tradicional rutina del arte teatral (179).

Por otro lado, la definición de la acción física como la base del hecho escénico llevó a confundir lo que Grotowski consideraba como acción eficaz (es decir, aquella acción en la que aparece comprometido todo el cuerpo) con la necesidad de incorporar a la escena una dosis de violencia y agresividad, es decir, con un “hiperactivismo” que apuntaba a producir un “shock” en el espectador.

Grotowski había advertido repetidamente, a propósito de esto, que el acto de autenticidad y entrega demandado al actor no debía conducirlo a una falsa espontaneidad, a la realización de acciones confusas e ininteligibles o a la falta de disciplina, como a menudo podía verse en las puestas del Di Tella. En Hacia un teatro pobre, por ejemplo, definía la tarea del actor como un “acto de extrema sinceridad” que, en tanto “se modela en un organismo vivo, en impulsos, en una manera de respirar, en un ritmo de pensamiento y de circulación de la sangre”, no sucumbe “al caos y la anarquía formal” (Grotowski 86). Las acciones físicas que Grotowski estimulaba en sus actores debían partir de una motivación, de un impulso originado en el interior que involucraba a todo el organismo. Para ello era necesario que el maestro-director guiara al actor en la elaboración de una partitura gestual y vocal: el acto creativo era, para él, una síntesis entre precisión y espontaneidad, que debía canalizar y expresar el “viaje interior” del actor.

Acaso como consecuencia de una sobrevaloración de la acción física, producciones como Mens sana in corpore sano, de Carlos de Peral, con dirección de Norman Briski (1966); Libertad y otras intoxicaciones, de Mario Trejo y el Grupo de la Tribu (1967); Tiempo Lobo, de Carlos Traffic (1968); la ya mencionada Casa. Una hora y 1/4 (1969), y Tiempo de fregar, creación colectiva dirigida por Carlos Traffic (1969), entre otras, se proponían “explotar” al máximo las posibilidades expresivas del cuerpo. Atenuando la capacidad comunicativa de la palabra, se ponía en primer plano un lenguaje físico y material, reforzado por un uso dinámico de la música, los ruidos y los efectos visuales (ver Confirmado, 10 de abril de 1969, p. 28). Como puede suponerse, el énfasis depositado en el nivel sensorial y energético de los signos escénicos redundaba a menudo en un clima de confusión y aturdimiento, que se alejaba notablemente del modelo que sus creadores pretendían emular.

Este tipo de malentendidos condujo, en nuestro campo teatral, a contraponer un “teatro de la palabra” a un “teatro de la imagen”, “de la expresión corporal” o “del gesto”, con los que indefectiblemente se asociaba al Teatro Laboratorio y a las corrientes experimentales.

Debemos destacar, en este mismo sentido, otra práctica habitual de los actores del Di Tella, convertida generalmente en la estrategia compositiva central del espectáculo: nos referimos a la improvisación, que distaba mucho de la noción planteada por Grotowski. Así, por ejemplo, en el programa de mano de Casa. Una hora y ¼ se advertía: “Esto es una experiencia abierta, en construcción, cambiante; y que se integrarán todos los aportes en posteriores funciones hasta decantarlos en un producto cada vez más neto”. Sin embargo, el resultado era una espontaneidad simplista, sin ninguna regulación, en combinación con estructuras pautadas de antemano que pretendían dar la idea de una creación improvisada. Los actores del Teatro Laboratorio, en cambio, recurrían a la improvisación únicamente cuando habían adquirido un completo dominio de sus recursos expresivos. El “azar” formaba parte de un sistema capaz de incorporar los acontecimientos imprevisibles y de estructurarlos a partir de mecanismos concretos.

Por otro lado, como sabemos, el director polaco rechazaba el rol pasivo que el teatro occidental adjudicaba al espectador, del mismo modo que condenaba el afán exhibicionista del actor comercial. Según creía, sólo realizando un auténtico “trabajo sobre sí mismo” el actor podría confrontarse con el espectador y despertar en él una atención y una percepción intensas. A partir de sus investigaciones sobre el vínculo actor-espectador, lo que pretendían los integrantes del Teatro Laboratorio era superar la actitud distante del espectador impactando en sus sentidos, con el fin de acceder a un nivel más profundo de su conciencia e incentivarlo a iniciar un proceso de transformación más duradero. En los primeros espectáculos del Teatro Laboratorio dicho objetivo se concretó aboliendo la separación entre escenario y platea, integrando físicamente al público en el espacio del actor y, en algunos casos, requiriendo una participación física a través de acciones concretas.

Posteriormente, Grotowski se planteó la posibilidad de involucrar al espectador de un modo más auténtico y comprometido, no ya a nivel físico, sino más bien emocional. Para ello, contrariamente a lo que había creído hasta ese momento, se tornaba imprescindible alejarlo del juego escénico. Propone entonces la imagen del “espectador como testigo” (citado en Richards 130) que, como tal, observa con atención y conscientemente, pero manteniendo una cierta distancia de la escena, para poder conservar en la memoria aquello que percibe.

Las puestas experimentales del Di Tella apelaban asiduamente a un compromiso físico directo del espectador que, en muchos casos, derivaba en formas forzadas de participación, carentes de autenticidad y espontaneidad, en ocasiones prefijadas en los textos o guiones, que terminaron convirtiéndose en estereotipos. Libertad y otras intoxicaciones, Tiempo lobo y Tiempo de fregar ofrecen valiosos ejemplos del intento de involucrar al espectador asediándolo con imágenes y sonidos estridentes, para dejarlo en un estado de perplejidad e “hipnosis”, o bien para incitarlo a una determinada reacción emocional. Con respecto al segundo de los espectáculos mencionados, en una crítica titulada “A rey muerto, rey puesto” se afirma:

Hay, fundamentalmente, una agresión constante al espectador, sobre quien llueven caricias –a veces lascivas– amenazas o camisetas sudadas. Se trata de fomentar la participación del público, pero ocurren fenómenos curiosos: ¿por qué los actores no responden a los estímulos de quien contesta a sus balbuceos, les hace preguntas o “entra” en el juego? ¿Qué pasaría si un espectador, de cualquier sexo, apresado por la representación, se lanzara al tablado y, presa de frenesí dionisíaco, se despojara de sus ropas? El grupo Tiempo Lobo practica, por el momento, una participación unilateral y sin alegría, como si los intérpretes se sintieran obligados a arrastrarse entre las butacas y a lamer los dedos de la concurrencia. Tal carencia de espontaneidad es lo que empaña este ensayo (Primera Plana, nº 309, 26 de noviembre de 1968, 30).

Debe reconocerse, sin embargo, que más allá de estos equívocos derivados de una lectura superficial de las propuestas de Grotowski, ciertos elementos de su poética resultaron productivos para los creadores argentinos.

Entre ellos, un uso innovador del espacio que buscaba establecer la mayor variedad posible de relaciones entre actor y espectador, creando estructuras que incluyeran a estos últimos en “la arquitectura de la acción” (Grotowski 14). No puede soslayarse, a propósito de esto, el hecho de que las puestas “grotowskianas” del Di Tella exploraban todos los planos del ámbito escénico, considerándolo como una totalidad unitaria, y valoraban sus múltiples posibilidades dramáticas y espectaculares.

Pero el factor en el que se plasmó la concepción de Grotowski de manera más significativa fue, seguramente, el intento de representar un cuerpo vivo y real por medio de una imagen que encarnara la incompletitud, la imperfección y la metamorfosis. En este sentido, aparecía como una constante, en las experiencias neovanguardistas del Di Tella, la pretensión de alejar la representación corporal de la abstracción y el misticismo y de restituir al cuerpo su dimensión material y sensual, potenciando notablemente los recursos expresivos del actor.

Nuevas lecturas del teatro de Grotowski

La influencia del teatro grotowskiano no se agotó ciertamente en las ideas erróneas que predominaron desde mediados de la década de los años sesenta y en los años setenta. Lejos de ello, “nuestros teatristas supieron hacer que esta revolución llamada Grotowski decantara, dejando las mejores enseñanzas para un grupo de artistas siempre dispuestos a aprender” (Seoane 28).

A partir de la recuperación de la democracia, en 1983, se produjo el retorno a la Argentina de artistas e intelectuales exiliados que habían sido prohibidos durante la dictadura, la reubicación de los teatristas en el campo intelectual y el surgimiento y consolidación de nuevas tendencias.

En este contexto, que generó en el campo cultural un sentimiento de esperanza y optimismo, una serie de grupos, actores y directores reconocen su vinculación con la antropología teatral de Eugenio Barba y, a través de él, reivindican los principios del teatro de Jerzy Grotowski. Podemos mencionar, entre ellos, a Guillermo Angelelli y El Primogénito; el Grupo Teatro Libre, de Omar Pacheco especialmente en su primera fase; José María López y Kumis Teatro; el Teatro Acción, de Eduardo Gilio; Periplo Compañía Teatral; El Baldío Teatro, dirigido por Antonio Célico; Viajeros de la Velocidad, y Daniel Misses, Cecilia Hopkins, Diego Starosta, El Muererío Teatro y los grupos nucleados en la red de teatro El Séptimo. Se trata de poéticas teatrales diversas, cada una con su propia identidad, que sin profesar una ideología unitaria comparten ciertas modalidades de trabajo y una particular concepción del hecho teatral que los vincula profundamente.

 

Indiferentes a lo que constituyera la “moda Grotowski”, los exponentes de esta tendencia supieron leerlo exhaustivamente y poner en práctica sus concepciones estéticas y filosóficas desde un análisis profundo, que rechazaba toda copia exterior y eludía las visiones estereotipadas. Mencionaremos dos ejes a partir de los cuales puede observarse, en estos casos, la productividad de la poética grotowskiana: en primer lugar, el nuevo actor, y luego la formación y el entrenamiento.

a. El “nuevo actor”7

Una de las concepciones más significativas del teatro grotowskiano a la que se adscriben, en los 80, los exponentes de la antropología teatral en Argentina, es la centralidad del actor en el hecho escénico y en el proceso creativo a partir del reconocimiento de su autonomía, no supeditada a elementos exteriores (un texto, las ideas de un autor y/o un director, la psicología de un personaje). Se trata de un “actor santo” que experimenta el acontecimiento teatral como un acto de entrega y total despojamiento, a partir de la integración física y vocal, mental y corporal:

No hay que malinterpretarme: hablo de “santidad” en tanto que no creyente. Si el actor, al plantearse públicamente como un desafío, desafía a otros y a través del exceso, la profanación y el sacrilegio injurioso se revela a sí mismo deshaciéndose de su máscara cotidiana, hace posible que el espectador lleve a cabo un proceso similar de autopenetración. Si no exhibe su cuerpo, si en cambio lo aniquila, lo quema, lo libera de cualquier resistencia que entorpece los impulsos psíquicos, entonces no vende su cuerpo sino que lo sacrifica (Grotowski 28).

En su práctica con los actores del Teatro Laboratorio, Grotowski retoma las últimas investigaciones de Stanislavski –a quien no duda en reconocer como su maestro y referente– sobre las acciones físicas en tanto generadoras del impulso emocional. Sin embargo, mientras que para el director ruso el proceso creativo del actor debía orientarse hacia la configuración del personaje, Grotowski considera al personaje –y, por extensión, al texto– como un “trampolín” (31), como un instrumento para manifestar la vida interior de su intérprete, revelada a través de acciones “auténticas”. Su “teatro de la organicidad” requiere de un actor que se desempeñe conjuntamente desde el intelecto, la afectividad y la acción para llegar a la “verdad escénica”, que surge de su profundo compromiso con lo que realiza en escena. En tanto el teatro es una experiencia física, sensorial y sinestésica, “un acto biológico y espiritual”8 generado “por reacciones humanas e impulsos” (53), se expresa “en los organismos de los actores, frente a otros hombres” (79).

En este sentido, Dubatti observa que:

[…] de sus palabras se desprende que el actor es un campo de acontecimiento ontológico, donde a la vez se observa un cuerpo viviente (cuerpo natural-social) atravesado por un estado o afectación (cuerpo afectado) y que es generador de (y es generado a la vez por) otro cuerpo, el cuerpo poético9 (“Relectura” 57).

Una consecuencia lógica de esta revalorización del cuerpo es el reconocimiento de la relación central y constitutiva del acontecimiento teatral, aquello sin lo cual no es posible el hecho escénico: la “comunión perceptual, directa y viva” entre actor y espectador (Grotowski, Hacia un teatro 13).

Por otro lado, los actores de la antropología teatral a los que nos referimos organizan el proceso creativo a partir de la idea –deudora del Teatro Laboratorio– de una “dramaturgia actoral” (Barba, La canoa de papel 186-206), entendida como la creación, por parte del actor, de su propio material escénico.10 El actor deja de ser un intérprete, un ejecutor, para convertirse en creador de sus propias partituras físicas y vocales de una extrema precisión técnica, conformadas a partir de la combinación de diversos tipos de energía que operan en el equilibrio y en la dinámica de los movimientos. Se presupone que, como sostenía Stanislavski acerca de las acciones físicas, una partitura bien ejecutada generará su propio movimiento interior vinculado con la historia personal de cada actor, con sus asociaciones e imágenes particulares.

Como ejemplo de esta combinación entre precisión formal y organicidad podemos remitirnos a las puestas en escena de Cecilia Hopkins11 –entre ellas, Lunario (1997), Danza de lejos (2000) y La recaída (2003)–. El trabajo de la actriz –fruto, como en todos los casos mencionados, de un riguroso entrenamiento– se centra en la presencia escénica, que hace emerger lo esencial de las acciones y aleja al cuerpo del actor de las técnicas cotidianas. Su búsqueda de respuestas orgánicas a los impulsos, de reacciones físicas “reales” se canaliza en la precisión formal de una estructura que garantiza el fluir de las asociaciones personales.

Por su parte, la efectividad de espectáculos como Asterión (1991), Estigia (1993), Nada y Ave (1996) y Xibalbá (2001), de Guillermo Angelelli,12 radica justamente en su capacidad de construir un cuerpo “escénicamente vivo” a partir de una red exterior de tensiones basada en el trabajo con distintas cualidades de energía, una “composición artificial” que “actúa como un anzuelo” sobre las emociones y el “proceso espiritual” (Grotowski 11). Su concepción de la escena como ámbito sagrado y mágico se plasma cabalmente en sus trabajos. Xibalbá, por ejemplo, surge del descubrimiento de la mitología maya durante un viaje que el actor realizó a México y cuyo punto culminante fue la visita a las ruinas de Yaxchilán, en la frontera con Guatemala. Una experiencia profundamente movilizadora que no sólo redunda en la creación de este espectáculo, sino que adquiere también resonancias en su filosofía teatral.13 Lo divino, lo mágico y lo enigmático se expresan a través de un lenguaje escénico predominantemente físico que, sin embargo, involucra de manera total y profunda a quien actúa, al tiempo que apela a una percepción emocional y sensorial. Asimismo, los elementos visuales y los efectos sonoros se construyen mediante el cuerpo y la voz de los actores, quienes además ejecutan en escena los instrumentos musicales.

Como sucede en las puestas en escena más representativas de este modelo, el personaje deja de ser el principio regulador del proceso creativo del actor para convertirse en el elemento que viene a concluir esa tarea.

Otros ejemplos en este sentido son Genoveva (1996) y Elegía de Lola Mora (2001), dirigidos por Eduardo Gilio y protagonizados por Verónica Vélez, integrante del Teatro Acción.14 En ambos casos, el trabajo creativo de la actriz se basó en una serie de improvisaciones no inspiradas en el texto, sino en asociaciones, imágenes y recuerdos personales, mientras que los personajes aparecían sólo en la instancia del montaje construido por el director.15

 

En estos espectáculos, el uso extracotidiano del cuerpo produce la ruptura de los automatismos y confiere a la presencia escénica del actor la fuerza y la calidad energética necesarias:

Así como el comportamiento extra-cotidiano del actor puede revelar las tensiones escondidas bajo el diseño de movimientos, el espectáculo puede ser la representación, no del realismo de la historia, sino de su realidad, de sus músculos y sus nervios, de su esqueleto y lo que sólo se ve en una historia descarnada: las relaciones de fuerza, los ímpetus socialmente centrífugos y centrípetos, la tensión entre libertad y organización, entre intención y acción, entre igualdad y poder (Barba, La tierra de cenizas 150).

El carácter real –aunque no realista– de las acciones opera profundamente sobre el espectador, de quien se espera que sea capaz de percibir ese proceso íntimo y personal de autorrevelación y estar dispuesto a experimentar una vivencia similar. A propósito de esto, Barba define a la representación grotowskiana como un “acto de transgresión” que “permite derribar nuestras barreras, trascender nuestros límites [...]. El actor se provoca y se desafía a sí mismo y al espectador, violando las imágenes, los sentimientos y los juicios estereotipados y comúnmente aceptados” (46).

b. La formación y el entrenamiento

El otro elemento fundamental a la hora de analizar la productividad de Grotowski sobre estos actores y directores es la creación de una situación de laboratorio para la investigación, la experimentación y el entrenamiento del actor.

Si, a la luz de las experiencias del Di Tella, el concepto grotowskiano de training quedaba reducido a simples prácticas corporales, gimnásticas o acrobáticas que redundaban en el puro virtuosismo y en un exhibicionismo de destrezas corporales, el entrenamiento físico como instrumento de autoconocimiento constituye uno de los pilares fundamentales de los exponentes de la antropología teatral. Se trata de una rigurosa práctica cotidiana con el cuerpo y la voz, que abarca las más diversas disciplinas16 y se elabora en función de las dificultades particulares de cada actor, con miras no sólo a la creación de espectáculos, sino principalmente a su formación, reivindicando de este modo la concepción grotowskiana del “arte como vehículo” (citado en Richards 130).

En función de interrumpir lo que consideraba una falacia en la tarea del actor (esto es, el círculo ensayo-espectáculo que, según él, limitaba su proceso creativo), Grotowski decide dedicar más tiempo a los ensayos y a crear un verdadero espacio pedagógico, una escuela de formación de actores. Encuentra así, en la noción de laboratorio, un ámbito para la experimentación y la investigación interdisciplinaria, una síntesis entre teatro y escuela.17 El entrenamiento de los actores del Teatro Laboratorio adquirió entonces la entidad de una práctica autónoma que, independientemente de la producción de espectáculos, se orientaba a su formación integral. A través de una serie de ejercicios físicos y vocales –relacionados con la respiración, la impostación de la voz, la dicción y los resonadores corporales–18 se buscaba que el actor descubriera sus posibilidades expresivas y transformara su cuerpo cotidiano en un cuerpo-mente escénico.

Los integrantes del Teatro Acción dedican la mayor parte de su tiempo al entrenamiento individual. Siguiendo el modelo del Teatro Laboratorio, crean sus propios ejercicios en vistas, no ya a incorporar conocimientos o recursos técnicos, sino a eliminar las resistencias que impiden el normal desarrollo de la creatividad. En este sentido, el proyecto pedagógico planteado por Eduardo Gilio se propone:

Contribuir a la formación de un actor completo e integral, reconocido como el sujeto creativo más importante del fenómeno teatral a partir de la valoración de sus propias posibilidades expresivas y facilitar al actor el acceso a la “autenticidad” de la interpretación dramática –que, insistimos, no debe confundirse con la mimesis realista– (Gritos y susurros. Periódico del Teatro Acción, junio 1998, 2).

Del mismo modo, las investigaciones de Angelelli vinculadas con el lenguaje teatral y los recursos expresivos, puestas en práctica en el entrenamiento actoral, derivan en la conformación de un lenguaje corporal específico que, tal como proponía Grotowski, contempla al actor en su integridad. Su práctica incluye técnicas de relajación y concentración, de memoria sensorial y afectiva, así como también distintas técnicas de ejercitación del cuerpo y la voz que apuntan a dominar las propias energías y ritmos.

Consideraciones finales

Como vimos, tanto el discurso crítico como los espectáculos neovanguardistas argentinos que, a partir de 1965, tomaron como modelo de referencia al teatro de Grotowski, evidenciaban una falta de información acerca de su filosofía y su modalidad de trabajo, que se manifestaba en la configuración de una serie de estereotipos.

Puede entenderse, entonces, que en un primer contacto del campo cultural argentino con su praxis teatral, los críticos apelaran a conceptos que aparecían totalmente banalizados, como “ritual”, “ceremonia”, “teatro sagrado”, “laboratorio teatral”, “actor santo”, “teatro pobre”. La visita del maestro polaco a Argentina constituyó, en este contexto, un acontecimiento fundamental para que se conocieran los rudimentos de su poética y comenzaran a aclararse los malentendidos. Ello por cuanto sus conferencias y entrevistas brindaron un panorama más certero acerca de su modalidad de trabajo y su modo de entender el teatro, pero también porque su presencia significó un estímulo directo para actores, grupos teatrales y directores que se identificaban con inquietudes artísticas similares.

Fue, sin embargo, en el seno de las nuevas tendencias vinculadas con la antropología teatral que surgen a partir del advenimiento de la democracia, cuando sus concepciones filosóficas y estéticas alcanzaron una mayor organicidad y profundidad.

Resulta interesante observar que, si bien en la actualidad las producciones de los representantes de esta tendencia se han orientado en ciertos casos hacia formas posdramáticas, algunos de ellos continúan profundizando, desde sus propias poéticas y a partir de nuevos propósitos estéticos e ideológicos, en elementos vinculados con el teatro de Grotowski y con la antropología teatral. Entre ellos, Cecilia Hopkins, los actores del Teatro Acción y su director, Eduardo Gilio, cuyas producciones escénicas dejan entrever un interés en el ritmo, la dinámica y el movimiento, siempre en función de un actor-creador que –como sujeto integral– constituye el elemento fundamental del proceso creativo y del hecho escénico. Más allá de sus divergencias, búsquedas y recorridos personales, la pregnancia de estas poéticas puede observarse, además, en la práctica del entrenamiento y en la formación del actor (la de cada uno de ellos y la de sus discípulos, en el caso de Gilio).

 

Pero acaso la impronta grotowskiana que más profundamente opere en ellos es la posibilidad de convertir al teatro en un instrumento de conocimiento, de experiencia y búsqueda espiritual, en un medio de acción real del actor sobre el espectador, del hombre sobre el hombre, a nivel intelectual y emotivo, pero sobre todo a nivel físico-perceptivo (De Marinis 10). Como sostenía Grotowski, en este sentido: “Sólo se posee realmente lo que se ha experimentado, y por tanto (en teatro) lo que se sabe y puede ser verificado en el propio organismo, en la propia, concreta y cotidiana individualidad” (citado en Barba, La tierra de cenizas 148).

Fuentes consultadas

Barba, Eugenio. La canoa de papel. Tratado de Antropología Teatral. Buenos Aires: Catálogos, 2005.

Barba, Eugenio. La tierra de cenizas y diamantes. Mi aprendizaje en Polonia. Seguido de 26 cartas de Jerzy Grotowski a Eugenio Barba. Buenos Aires: Catálogos, 2000.

Brie, César. “Por un teatro necesario”. El tonto del Pueblo. Revista de Artes Escénicas, núm. 0, 1995, pp. 65-80.

Brook, Peter. El espacio vacío. Barcelona: Península, 1994.

Cruciani, Fabrizio. Registi pedaghoghi e comunità teatrali nel Novecento. Roma: Editori & Associati, 1995.

De Marinis, Marco. In cerca dell’ attore. Un bilancio del Novecento teatrale. Roma: Bulzoni, 2000.

Díaz, Silvina. El actor en el centro de la escena. De Artaud y Grotowski a la antropología teatral en Buenos Aires. Buenos Aires: Corregidor, 2010.

Dubatti, Jorge. “Relectura de Hacia un teatro pobre desde la filosofía del teatro (Grotowski en el teatro argentino)”. Grotowski. Miradas desde Latinoamérica, coordinado por Domingo Adame y editado por Antonio Prieto Stambaugh. México: Universidad Veracruzana, 2011, pp. 49-62.

Dubatti, Jorge. Filosofía del teatro I. Convivio, experiencia, subjetividad. Buenos Aires: Atuel, 2007.

Giunta, Andrea. Vanguardia, internacionalismo y política. Arte argentino en los años sesenta. Buenos Aires: Paidós, 2001.

Grotowski, Jerzy. Hacia un teatro pobre. Traducido por Margo Glantz. México: Siglo XXI, 2000.

Hopkins, Cecilia. “La turbulencia de un espacio paradójico. Entrevista con Eugenio Barba”. Teatro al Sur, núm. 6, 1997, pp. 42-51.

Pradier, Jean-Marie. La Scène et la fabrique du corps. Ethnollogie du spectacle vivant en Occident ( siècle av. J.C.- XVIII° siècle). Bordeaux: Presse Universitaires de Bordeaux, 1997.

Pavis, Patrice. Diccionario del teatro. Buenos Aires: Paidós, 2003.

Reyes Palacios, Felipe. Artaud y Grotowski. ¿El teatro dionisíaco de nuestro tiempo? México: Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM/Grupo Editorial Gaceta, 1991.

Richards, Thomas. Al lavoro con Grotowski sulle azioni fisiche. Con una prefazione e il saggio “Dalla compagnia teatrale a l’arte como veícolo”, di Jerzy Grotowski. Milano: Ubulibri, 1993.

Seoane, Ana. “Grotowski en la Argentina: una revolución anunciada”. Cuadernos de Picadero: Presencia de Jerzy Grotowski, núm. 5, 2005, pp. 21-24.

 

Notas

1 Este artículo utiliza información encontrada en mi tesis de doctorado, El actor en el centro de la escena. De Artaud y Grotowski a la antropología teatral en Buenos Aires. Buenos Aires: Corregidor, 2010.

2 A lo largo del texto se mencionan citas de textos publicados en periódicos y revistas de los años 60. Se trataba de breves comentarios, pequeñas crónicas y críticas (en ocasiones sólo breves recuadros) sobre los espectáculos, mismas que aparecían generalmente sin firma de autor y muchas veces sin título. Debido a esto, únicamente aparecerán señaladas dentro del texto.

3 Primera Plana –fundada en 1962 por Jacobo Timerman– y posteriormente Teatro 70 –editada a partir de 1971 por el Centro Dramático de Buenos Aires bajo la dirección de Renzo Casali– sostenían fervientemente la necesidad de difundir las nuevas corrientes artísticas internacionales y de dar visibilidad a las experiencias neovanguardistas nacionales.

4 En Buenos Aires, el Instituto Torcuato Di Tella –que fue inaugurado en 1958 y desarrolló sus actividades hasta 1970, cuando fue clausurado por el gobierno de facto del general Onganía– articulaba el proyecto cultural, político y económico de las capas medias de la sociedad. El Di Tella se constituyó en agente de promoción de los nuevos patrones culturales y estéticos de los centros artísticos mundiales y en uno de los ámbitos privilegiados de las experiencias neovanguardistas y de la avanzada artística de esos años.

5 Uno de los errores en los que incurrió la crítica con mayor frecuencia fue el hecho de considerar a Grotowski como un “profeta” y un teórico del teatro. Sin embargo, su actividad teórica –vertida tanto en sus trabajos escritos como en la enseñanza que impartiera en cursos, cátedras universitarias o conferencias– constituía un modo de reflexionar sobre sus experiencias y de plasmar los resultados de sus investigaciones prácticas sobre los procesos creativos del actor.

6 Esta controversia actualizaba, de algún modo, la tensión entre modelos culturales nacionales y modelos extranjeros, entre contenido y forma, entre existencialismo y estructuralismo, paradigmas de pensamiento aparentemente opuestos que constituyen las “estructuras del sentimiento” de la época (Williams) y evidencian dos rasgos característicos de los años sesenta: la modernización y la revolución (Giunta).

7 El actor al que apelaba Grotowski aparece como resultado de toda una tradición de “directores-pedagogos”, entre quienes se encuentran, además de él, Stanislavski, Artaud, Meyerhold, Brecht y Barba. Más allá de sus evidentes divergencias estéticas e ideológicas, quienes fueron también grandes maestros determinaron la centralidad del actor –considerado como sujeto y objeto de la “acción real”– en el hecho creativo, y convirtieron al teatro en un campo de indagación cognoscitiva y de investigación espiritual que sobrepasa ampliamente el objetivo del divertimento y la evasión (De Marinis 11).

8 El “carácter biológico” del fenómeno teatral supone una experiencia orgánica e integral en la que “el cuerpo mismo, viviente, sexuado, emotivo, pensante, palpitante, despierto, móvil, se transforma en fuente, material, médium y receptor del arte”. El hecho escénico se define entonces como una comunión de cuerpos vivos “presentados para ser vistos en una situación no coactiva y seductora” que induce a una “percepción sensorial total” (Pradier, La Scène 30).

9 El estudio de Dubatti parte del reconocimiento de que: “En Hacia un teatro pobre, Grotowski sienta las bases de una nueva teatrología, que como la Filosofía del Teatro, regresa al pensar ontológico, percibe el teatro como diferencia y saber específico” (59).

10 El director se convierte, entonces, en el “primer espectador”, en el “espectador necesario” del actor (Jerzy Grotowski, Il regista come spetatore di profesione, en Teatrofestival, 3, Roma 1986, 30-31).

11 Cecilia Hopkins (actriz y directora nacida en la década de los años sesenta, que desarrolla desde 1997 trabajos de investigación en el campo de la antropología teatral), como la mayoría de los actores que mencionamos, ha tomado clases con Eugenio Barba e Iben Nagel Rasmussen, del Odin Teatret y, a través de ellos, ha profundizado en las enseñanzas de Jerzy Grotowski.

12 Actor nacido en 1961, fue discípulo de Iben Nagel Rasmussen (actriz del Odin Teatret), e integra, desde 1990, Vindenes Bro, el grupo transnacional que la actriz coordina.

13 Grotowski había tenido vivencias similares en sus búsquedas de un modelo teatral alternativo. India se convirtió, para él, en una fuente de inspiración, y la filosofía hindú le permitió dotar de un contenido extra-artístico a sus investigaciones.

14 Eduardo Gilio (1961), músico, actor y director teatral crea, en 1980, el grupo Teatro Acción, del que forma parte Verónica Vélez, actriz nacida en los años setenta. Gilio reconoce como maestros y referentes fundamentales en su formación, en su modalidad de trabajo y en sus concepciones estéticas e ideológicas, a Jerzy Grotowski y Eugenio Barba.

15 El proceso de disolución del personaje que se verifica a lo largo de la práctica de Grotowski dota al actor de una mayor autonomía, en tanto se independiza de la situación dramática y del texto, que ya no se considera como el punto de partida ni como el referente obligado del proceso de puesta en escena. El primer antecedente de este sentido es El príncipe constante. Como recuerda Richards (1993), Cieslak nunca trabajó con los personajes de la tragedia de Calderón de la Barca, sino únicamente con asociaciones personales.

16 Grotowski rechazaba la “cleptomanía artística” que confluía en la creación de “espectáculos híbridos”, asociados con un “teatro rico”. Sin embargo, para el entrenamiento del actor, y con el objetivo de que alcanzara el dominio absoluto de su cuerpo y su voz, recurría a técnicas provenientes de la danza, el yoga, la música, el canto, así como también a elementos inspirados en las investigaciones de Delsarte, Dullin, Meyerhold, Stanislavski, el Teatro No, el Kathakali.

17 Para los actores a los que aludimos, la relación maestro-discípulo, basada en el modelo del teatro oriental, no se define a partir de un vínculo jerárquico en el que alguien posee el conocimiento y el otro lo recibe pasivamente. Lejos de ello, se trata de una relación de paridad, de profunda colaboración y apertura, en la que ambos individuos crecen y se descubren a sí mismos (Grotowski 20). La tarea del maestro –que se homologa a la del director– consiste, entonces, en “enseñar a aprender”, en guiar al alumno en la búsqueda de un conocimiento que se encuentra en su interior.

18 Las investigaciones del maestro polaco sobre los resonadores corporales lo condujeron a considerar la voz como una prolongación del cuerpo: “El actor que investiga muy de cerca su organismo descubre que el uso del resonador es prácticamente ilimitado; las fases variadas de sus acciones físicas exigen distintos tipos de respiración” (Grotowski 30). Como la mayoría de los exponentes de esta tendencia, Angelelli y los actores del Teatro Acción se entrenan especialmente en lo que denominan “acción vocal”, con el objetivo de alcanzar un registro vocal amplio y producir diversos efectos a través de los resonadores corporales, como puede observarse en sus espectáculos.