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Reseña de libros

Los payasos. Poetas del pueblo. El circo en México

Carlos Gutiérrez Bracho*

* Centro de Estudios, Creación y Documentación de las Artes (cecda), Universidad Veracruzana, México. cagubra@gmail.com

Recibido: 13 de febrero de 2019

Aceptado: 0 de marzo de 2019

De María y Campos, Armando. Los payasos. Poetas del pueblo, edición, apostillas y selección iconográfica de Sergio López Sánchez. Ciudad de México, citru/inba/Secretaría de Cultura, 2018, 416 pp.

A casi 80 años de que Armando de María y Campos escribiera Los payasos. Poetas del pueblo, el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Teatral Rodolfo Usigli (citru), el Instituto Nacional de Bellas Artes (inba) y la Secretaría de Cultura reeditan esta obra, cuya versión original es, como señala Sergio López Sánchez1 en el texto introductorio, “una verdadera rareza localizable sólo en unas pocas bibliotecas públicas y en algunas colecciones bibliográficas privadas” (13). Por lo mismo, dice López Sánchez –quien fue responsable de la edición, apostillas y selección iconográfica de la nueva publicación–, adquirió “una fama casi mítica” y su precio –el de aquella edición original– resulta, hoy en día, “bastante elevado” (ibídem). Sin embargo, la fama y “rareza” de este ejemplar no se debe, únicamente, al valor académico, literario e informativo que la obra en sí misma podría tener, sino porque, en las casi ocho décadas posteriores a su publicación, los estudios académicos en español dedicados al payaso son escasos, lo que es otra “rareza” debido a la aceptación –cada vez más creciente– que esta figura cómica tiene en la formación de artistas escénicos y público en general, no sólo de México, sino de varias partes del mundo.

¿Quién fue Armando de María y Campos? Este escritor, investigador, periodista e historiador nació en la Ciudad de México en 1897 y murió en ese mismo sitio en 1967. En La literatura mexicana del siglo XX, José Luis Martínez escribe que De María y Campos tuvo una enorme vocación por los espectáculos. Desde 1920 y hasta su muerte vio, “sistemáticamente”, teatro, toros y circo, “en todas sus modalidades”, es decir, “‘de género chico’ o de revista y tandas, dramático, de títeres, radioteatro, teleteatro, óperas y conciertos”; también se dio a la tarea de “reunir libretos, programas y documentos [...] y a conocer la vida de toreros, payasos, actores, autores, empresarios, pioneros de la aviación y, sobre todo, a relatar lo mucho que vio, leyó y oyó con soltura y desenfado periodístico” (179). Publicó 81 libros, entre los que hay poesía, novela, biografías, ensayos, antologías y crónicas teatrales. Uno de ellos fue, precisamente, Los payasos, poetas del pueblo, editado en la Ciudad de México, por Editorial Botas, en 1939, cuando De María y Campos tenía 42 años de edad.


En su introducción a la nueva edición de Los payasos, poetas del pueblo, Sergio López Sánchez ofrece un estado del arte sobre los estudios acerca de los espectáculos que se realizaron en la Ciudad de México antes de que De María y Campos escribiera su libro. Se trata de Reseña histórica del teatro en México, de Enrique de Olavarría y Ferrari (1895); Historia del Teatro Principal de Puebla, de Eduardo Gómez Haro (1902); Historia del Teatro Principal de México, publicada por Manuel Mañón (1932), y Reseña histórica del teatro en la ciudad de Guadalajara, Jalisco, de Luis M. Rivera (1935). Tanto para la obra de Olavarría y Ferrari, como para el libro de De María y Campos, hace una aclaración pertinente: aunque ambos hablan de espectáculos realizados “en México”, no se refieren al país, sino a la Ciudad de México. De María y Campos, para este libro, se interesó en “los artistas circenses populares, particularmente los payasos y el uso que hacen ellos del lenguaje español” (17).

En Los payasos, poetas del pueblo, advierte que López Sánchez, que Armando De María y Campos no realizó una investigación con estilo académico. Es descrita por el mismo De María y Campos como un “reportazgo retrospectivo de exploración y aventura del circo en México” (51), integrada por una serie de textos de carácter periodístico, en los que también muestra un marco histórico de la actividad circense a lo largo de la historia, como el nacimiento del circo contemporáneo en el siglo xviii, “por un caballista inglés de nombre Bates” (53). Una novedad para la época en que fue editada la primera edición de Los payasos, poetas del pueblo, de acuerdo con López Sánchez, es el origen de buena parte de la información. De María y Campos usó, escribe, “una fuente de primerísima mano escasamente hasta entonces” (18): las tiras de volantes o programas de mano de los espectáculos de maroma y otros a los que asistió. Como periodista, cronista de toros y de teatro que era, se dedicó a coleccionar estos documentos, los cuales revelan información que de otra manera se hubiera perdido, porque “nunca llegó hasta los periódicos de su tiempo” (ibídem). Sobre su propia labor, De María y Campos escribió:

El material con que he trabajado esta crónica del circo en México lo forman los programas o convites que tan efímera vida tuvieron en su tiempo y que, sin embargo, supieron cautivar el alma del instante fugaz que les dio la vida. Únicamente cuando es indispensable recurro a la hoja periodística, al libro de la época, al testimonio del testigo presencial, como hilo precioso para zurcir los programas, más de un millar, que una paciente y jubilosa búsqueda me ha permitido acumular. A cada hallazgo, en una frase o en una estampa, sentía la emoción de rescatar al pasado un poco de su espíritu, de violar un secreto de la historia, que fue vida, que puede volver a vivir, resucitando, a poco que la caliente uno con su propio calor.

No he desairado ni uno solo de los papeles que pude hallar, porque todos, hasta el más insignificante, conservan una mueca, un ademán, una sonrisa del maravilloso espectáculo que anunciaron (51).

La edición original era de “una factura modesta, pero digna” (14); fue realizada con encuadernado rústico e ilustrada a cuatro tintas. El libro se vendió intonso, es decir, sus pliegos no estaban cortados y cada lector debía separar las páginas con un abrecartas. En su momento, la Editorial Botas publicó los textos de autores fundamentales en la historia de la literatura mexicana, como es el caso de Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Mariano Azuela y Federico Gamboa, por citar algunos. En la edición que ahora ofrece López Sánchez se han agregado un glosario, para que el lector pueda reconocer palabras y términos escénicos/circenses que han quedado en desuso, así como un apartado de fuentes complementarias, en el que se encuentran las que sirvieron a la actual edición.

Además, como las direcciones de los centros de espectáculos de la Ciudad de México en el siglo xix no se corresponden con las actuales, esta nueva edición ofrece una guía de cafés, calles, circos... con el fin de ayudar a reconocer la ubicación de viejos locales de espectáculos en la Ciudad de México de hoy; así, esta obra también muestra una panorámica de la gran cantidad de espacios dedicados a las artes escénicas y circenses de la capital mexicana. Asimismo, es de resaltar la colección de imágenes antiguas de la Ciudad de México, con lo cual se convierte también en un viaje visual al pasado de la metrópoli.

Aunque el texto original de De María y Campos aporta datos para reconocer actividades circenses desde la época prehispánica, hace falta precisión en algunas fuentes de información, lo cual deja dudas sobre su confiabilidad y rigor. Tampoco la nueva edición hace un estudio crítico sobre dichas fuentes y eso se echa en falta. Por ejemplo, basado en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, De María y Campos apunta que, a la llegada de Hernán Cortés, Moctezuma tenía enanos, bufones o payasos dentro de su corte. El texto no dice en qué parte, específicamente, Díaz del Castillo aporta esta información ni si los llamó de esa manera o si se trató de figuras similares a las que había en el Viejo Continente o qué las diferenciaba. De María y Campos también explica que los aztecas “presintieron” el circo como un deporte con significación religiosa; en este caso, se refiere a los “voladores” totonacos del norte veracruzano. Es poco preciso decir que dichos “voladores” hacían actividad circense, porque el circo contemporáneo surgió en el siglo XVIII y no tenía un carácter religioso.

Por otro lado, De María y Campos documenta la conformación del primer circo que se presentó en el Coliseo de la Nueva España. El programa de la primera temporada anuncia “bailarines de cuerda”, que el mismo investigador no sabe si identificar como “equilibristas” y cuya indefinición no le es posible resolver debido a que no encontró ningún dato o referencia sobre su actuación en las gacetas coloniales. Cuenta cómo, en la esquina noroeste del Palacio Nacional y en otros sitios como el Portal de Mercaderes, a finales del siglo xviii, se ponían carteles que anunciaban los espectáculos del Coliseo; ahí acudían los habitantes de la capital de la Nueva España para informarse sobre la programación. Estos carteles solían estar ilustrados con pinturas alusivas a cada espectáculo.

En ese tiempo, escribe De María y Campos, los eventos taurinos comenzaron a ser “invadidos” por actuaciones que eran ajenas a la lidia y que se llevaban a cabo durante el intermedio de la misma. Una de ellas “consistía en que un torero, el precursor del payaso o loco de los toros, llevando el traje que usaban los pobres dementes del Hospital de San Hipólito, provocaba a la fiera y se metía violentamente en una pipa vacía recibiendo ésta la embestida del bravo animal” (136). Asimismo, durante la primera mitad del siglo xix, la antigua plaza de toros de la Alameda se convirtió en circo de equitación, con un espectáculo hípico-mímico-acrobático, donde la figura del payaso –ya indispensable en este tipo de actos circenses– entonaba “una canción popular”.

Una de las presencias fundamentales de la escena circense de la capital mexicana en el siglo xix, que documenta ampliamente el libro de De María y Campos, fue José Soledad Aycardo, “el más popular de todos los payasos mexicanos”, que “resistió serenamente la competencia de otros también famosos payasos mexicanos y cuantos clowns extranjeros excursionaron de los cuarenta a los ochenta por la pista de la maroma mexicana” (94). Aycardo hacía pullas en verso y, en ocasiones, se presentaba con un vestuario ajustado al cuerpo, la cara enharinada y un cucurucho de fieltro en la cabeza. El programa de cada espectáculo de Aycardo era impreso en unas hojas que los asistentes podían recoger en la taquilla y estaba escrito en verso, porque este personaje también era poeta. Aquí un ejemplo:

[...] Un juguete volatín

de esta función es la guía

hasta dar el acto, fin,

que será el trampolín

por toda la compañía.

Mil vueltas darán en él

en distintas posiciones

pasando sobre un corcel

disputándose el laurel

danzantes y figurones.

[...] Escenas más adecuadas

de circo, toman su lleno,

pasando por las espadas

que se le pondrán cruzadas

al jovencito Moreno.

Vicente Torres hará

muchas jocosas posturas,

y a risa provocará

pues las ejecutará

con ridículas figuras [...]

Vengan pues a mi función

damas, jóvenes, ancianos,

niños, niñas, mexicanos,

y los de toda nación.

Los llamo de corazón

y a serviros no me tardo;

no me claven ese dardo

si no me hacen el honor

que os pide su servidor

José Soledad Aycardo (97).

Había otras compañías que competían con Aycardo. Entre ellas, estaba la de Antonio Pérez de Prian, donde se encontraba un gracioso llamado Trinidad Tamayo, quien cantaba poesía acompañado de su guitarra.

La obra de De María y Campos también da cuenta de cómo la vida circense mexicana no fue ajena a los acontecimientos políticos en esa centuria. En algunas ocasiones, como evasión; en otras, como una especie de víctima involuntaria de dichos sucesos. Por ejemplo, por la muerte de Melchor Ocampo, Santos Degollado y Leandro Valle, la sociedad en México vivía triste y aterrorizada, pero el pueblo “que sabe poco de política, engaña su hambre angustiosa concurriendo a funciones de volatín, equilibrios, gimnasia, voladores columpios, volteos y pantomimas” (189). O la lucha entre liberales y conservadores, que “arrancó de la maroma a no pocos maromeros, llevándolos a los campos de batalla” (203). También, cuando el archiduque de Austria aceptó la corona del nuevo Imperio, al Gran Teatro Imperial llegó una nueva compañía de circo integrada por acróbatas mexicanos; asimismo, con la llegada del Imperio, se dio en México una ola de “europeísmo” que invadió toda la metrópoli y desplazó de los teatros, quintas y patios, la maroma y el circo (215).

En 1867, llegó a México el circo europeo de Chiarini, que provocó “una evolución absoluta en la maroma mexicana”, debido a la aparición en la pista mexicana del clown tipo inglés, con “pantalones bombachos, cara enharinada, peluca azafranada con tres cucuruchos de pelo en la frente, tonto de pista a la manera británica” (215). Se dio, pues, un desplazamiento del gracioso mexicano, que sólo aparecía en las funciones que se daban en la plaza de toros. A partir de ese momento, se llevó a cabo una invasión de circos extranjeros en las pistas del país. Es, también, según la explicación de De María y Campos, la presencia de compañías extranjeras la que hizo que el gracioso, paulatinamente, cambiara su nombre y apareciera el nominativo clown, para estas figuras cómicas. Para este investigador era importante reconocer el momento en el que el circo extranjero llegó a México, porque su presencia influyó para que la maroma mexicana perdiera “su fisonomía inconfundible” (229). En este terreno, tuvo un papel fundamental Ricardo Bell, “el gran payaso nacional” (231), quien conjuntó el humor británico y el ambiente mexicano.

A lo largo de las páginas que componen esta obra, se habla, precisamente, de cómo el gracioso mexicano vivió una decadencia física y artística, debido a la llegada del payaso europeo que, “logrando adaptarse al medio mexicano, acaba por ser el payaso nacional” (274). Asimismo, este texto no deja de mirar la conformación de figuras internacionales, como Grock o Chaplin, que también influyeron en la comicidad mexicana. No falta, por supuesto, una mención al que De María y Campos consideraba el “verdadero Polichinela mexicano”: Cantinflas, uno de los máximos representantes de las carpas populares. Finalmente, a pesar de las imprecisiones que parece tener la investigación que realizó en los años 30 del siglo pasado Armando de María y Campos, no deja de ser un texto importante para conocer parte de la historia del humor popular en México, por tratarse, como se dijo al principio, de uno de los pocos textos que dan cuenta de la historia del payaso en México. Además, termina con varios escritos cortos de autores como Francisco Zarco, Fernando Orozco y Berra e Ignacio Manuel Altamirano sobre esta figura que es fundamental para la cultura mexicana del siglo xx.

Fuentes consultadas

Martínez, José Luis. La literatura mexicana del siglo xx. Ciudad de México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), 1995.

Nota

1 Desde el año 2000, López Sánchez es investigador del citru; es, además, licenciado en Artes Escénicas para la Expresión Teatral por la Universidad de Guadalajara y, entre otros, ha publicado los libros Eraclio Bernal: de la insurgencia a la literatura (2012), Teatro Casa de la Paz: mudanzas en el tiempo (2011), y El Teatro Ángela Peralta de Culiacán Rosales: de trenes, tedio y espectáculos a fines del siglo xix (2010).