Testimonio

 

"Alerta sísmica": teatro y heterotopías

 

Patricio Villarreal Ávila*

 

* Integrante del colectivo Teatro Ojo, México, patrocloherido@gmail.com

 

Recibido: 13 de mayo de 2016
Aceptado: 07 de febrero de 2017

 

El 20 de octubre de 2016, el colectivo mexicano Teatro Ojo participó en la segunda edición del coloquio "Indagaciones multidisciplinarias en las prácticas de investigación en artes y ciencias sociales" con un laboratorio llamado "Alerta sísmica". El laboratorio —al igual que el resto del coloquio— se llevó a cabo en el salón Panorama del Centro Cultural de España (cce), ubicado entre las calles República de Guatemala y Donceles, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Esas condiciones fueron esenciales para su desarrollo conceptual, estético, narrativo y práctico, gracias a que el salón funciona como terraza y mirador, desde donde se puede observar una parte importante de la capital mexicana. También es relevante porque esa zona es lugar de constantes descubrimientos arqueológicos, mismos que atraviesan gran parte de la producción del colectivo, como se verá más adelante.

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Para retomar el ya largo trabajo que el colectivo lleva a cabo en torno a la ciudad y el arte público (desde su creación en 2002), la idea que presentaba "Alerta sísmica" no era sólo un nombre divertido y gratuito, sino una forma de dar lugar a algo que nombraré aquí como un "sedimento anímico-psíquico" alrededor del siempre posible advenimiento del sismo en nuestro país.1 Esa alta probabilidad del retorno del sismo organiza, por una parte, una serie de comportamientos urbanos y civiles incorporados por las propias instituciones, pero, por otra, tiene la capacidad de disparar estados individuales y colectivos que van de la angustia al instinto de sobrevivencia y que, algunas veces, pueden desbordar las reacciones ante el fenómeno telúrico. A veces tales reacciones aparecen en forma de lo insospechado y no sólo son una respuesta inmediata ante el temblor, sino también un escape de lo que el constante vaivén telúrico acumuló en cada persona durante un tiempo determinado, como si un pulso salido de las capas geológicas bajo la tierra marcara el ritmo de múltiples formas de vida y existencia que van más allá de lo humano.

El sismo ocurrido en la Ciudad de México el 19 de septiembre de 1985 provocó, por una parte, miles de pérdidas humanas y un inabarcable cálculo de devastaciones materiales, además de que dio pie al derrumbe de la figura presidencial —así como del Estado al que pertenecía— gracias a su lamentable actuación. Sin embargo, hizo aparecer una solidaridad y organización ciudadana de dimensiones rara vez vistas en la ciudad. Luego de dicho suceso, una cultura cívica en torno al terremoto dio inicio, junto con la cual se gestó toda una gramática simbólica y social para prevenir los peores desastres.

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Posicionado en un lugar radicalmente distinto al lenguaje explícito utilizado para comunicar la prevención frente al temblor, el ejercicio del laboratorio —que no era otra cosa sino una posible estrategia artística para abordar y repensar procesos de trabajo grupal— consistía en abrir una interrogante sobre aquello interiorizado por los integrantes del grupo a partir de la experiencia misma del terremoto y que, podríamos decir, funciona como parte de una memoria corporal y anímica que nos conecta con el afuera, la ciudad y el espacio público.

A través del constante desplazamiento de preguntas, formas estéticas y diversas estrategias, Teatro Ojo ha buscado, en los distintos lugares y momentos en que ha llevado a cabo su trabajo escénico, primero el rastro y después el registro de ciertas vibraciones —consecuencia discontinua de los movimientos tectónicos— cuyas sacudidas hayan dejado traza en entidades diversas, lo que las transforma en fuente de creación y producción para el grupo. Entidades como la materialidad pétrea y ruinosa hallada en las paredes de edificios emblemáticos para la historia moderna mexicana; en la agitación provocada por múltiples timbres de voces afectadas por las distintas formas de violencia propias de estos últimos años, los cuales fueron esparcidos dentro y fuera de algún teatro; en la circulación volátil y eléctrica lanzada a través de micro-videos cargados de presente que interrumpen la programación de canales específicos de televisión e internet; en el hedor melancólico emanado de piezas plásticas producidas para convertirse en basura, y que en el viaje que hacen por la ciudad intentan ser recuerdo y extrañamiento de algún acontecimiento de la historia.

Esas entidades, marcadas por alguna huella vibrátil que hace detener la mirada, no podrían agruparse en categoría alguna que no sea la del deseo compartido; existen desperdigadas en y alrededor de esto que llamamos ciudad. Para el grupo, algunas veces parecen grietas que dejó el último temblor, pero otras son fallas de las que vendrá el siguiente. Estimulados por la figura del sismógrafo proveniente de los mundos imaginados por el historiador de arte Aby Warburg (como expone Didi-Huberman en La imagen superviviente), la articulación que el grupo hace de los lugares que aproxima —y del momento que estos atraviesan— consiste en la búsqueda de aquello que ha quedado inscrito por las vibraciones que derrumban, perturban, transforman y dan origen a un sinnúmero de comportamientos integrados al espacio urbano.

Si consideramos que el trabajo artístico podría ser una forma de inscripción hacia otro tipo de conocimiento, el laboratorio se pensaba como el despliegue plástico, narrativo y performativo de la espera constante del próximo temblor. Un nuevo sismógrafo. En ese sentido, no se trataba de abordar la sintaxis explícita de su prevención, sino de acceder a un orden más bien implícito en la estructura psíquica que involucra fuerzas premonitoras, más próximas al presentimiento y la predicción de su inminente llegada. Presentir, mejor que prevenir, y así desatar la imaginación. De este modo, cabía la posibilidad de imaginar el sismo como un movimiento que se extiende más allá de la tierra, hacia el ambiente y el cielo, hacia el tiempo y la historia, hacia el deseo y la memoria. Memoria de la gente, pero también de las cosas.

El ejercicio escénico del laboratorio consistió en abordar el conjunto "ciudad-temporalidad-proyectos artísticos", a través de materiales impresos (fotografías, recortes de periódico, entro otros) dispersándose por todo el salón. Desparramadas unas sobre otras, encima de una larga mesa, las imágenes se pegaron en las ventanas del salón Panorama, haciendo una referencia más bien discontinua y desorganizada de la geografía urbana específica que se relataba in situ por los integrantes del grupo. Cada una de estas referencias se pensaba como el entrecruce de lugares y acontecimientos específicos, a los cuales nosotros imaginábamos como el origen de aquellos temblores cuya fuerza se ha inscrito en los propios integrantes hasta transformarse en un proyecto artístico.

En un trabajo sobre la producción arcaica del mito, Hans Blumenberg dice que, en el tránsito constitutivo de la caverna a la sabana, el ser humano, ante el advenimiento de una siempre latente catástrofe proveniente del horizonte infinito, desarrolló una "angustia vital y anticipatoria", productora de abigarradas formas estéticas que mediaban entre los humanos y su entorno (El trabajo 14). Es una forma de leer el absoluto de la naturaleza y el mundo y poco a poco dibujar nuestra propia inscripción psíquica sobre lo manifiesto.

Así fue como la antigua figura del templum latino se impuso con fuerza. Un rectángulo trazado por un augur, después de calcular el punto exacto entre la tierra y el cielo, era la bisagra para erigir un templo sagrado, fuente de augurios. Respecto al método que los romanos usaban para adivinar el futuro, la respuesta al augurio era el vuelo de los pájaros en algunos relatos, y en otros el paso resplandeciente del relámpago. Para el laboratorio, la referencia al templum se daba al mirar por las ventanas de aquel salón del cce como un singular ejercicio adivinatorio vinculado a algún acontecimiento pasado, pero que mantiene toda la fuerza de manifestarse e irrumpir en el presente.

Dado que el recorrido narrativo del laboratorio abordaba una trayectoria no-lineal de casi quince años de experimentación escénica, vinculada al templum como artefacto premonitor, la imagen de una mantis religiosa empezó a invadir el primer recuerdo de Teatro Ojo. Una mantis religiosa hembra que decapita al macho en el momento mismo del apareamiento era el centro de la primera puesta en escena de Teatro Ojo: Salomé o el pretérito imperfecto. Roger Caillois nos recuerda que en el nombre de la llamada "mantis" subyace la figura, la presencia de una profetisa: un ser de la adivinación y de la premonición (El mito 43). Una figura femenina con el poder de anticipar el futuro. Acaso esa actitud anticipatoria produjo una infinitud de mitos en torno a la figura de la mantis misma. Figura sagrada, diabólica, familiar, siniestra, sumamente mágica y poderosa.

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Salomé o del pretérito imperfecto tuvo lugar en 2003 en el patio del Centro Cultural de España, justo cinco pisos debajo del salón donde se llevó a cabo el laboratorio "Alerta sísmica". No sabíamos entonces que unos metros debajo de nosotros se escondían las piedras de lo que en otro tiempo fuera la cima de la escuela o monasterio de la nobleza mexica: el Calmécac. Bajo la fachada del edificio de esta cooperativa española, dedicada a la exposición y desarrollo de las artes, hoy está ya descubierto un fragmento del lugar destinado al desarrollo del arte de gobernar la ciudad sagrada: sacerdotes, guerreros, científicos, economistas, nigromantes se formaban en ese lugar.2 Organizado en los llamados amoxtli o libros sagrados, todo el conocimiento de lo venidero constituía las formas de vida de una ciudad que subyace hoy bajo esta otra ciudad que habitamos.

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Es la memoria del subsuelo de la Ciudad de México, es la memoria de innumerables piedras que permanecen ahí, como sostén y amenaza de la ciudad actual, piedras que se mueven y chocan entre sí. Amenaza de nuevos temblores que, a través de aquello que derrumban, nos devuelven otra imagen de lo que también somos: un constante hundimiento entre el lodo que nos rodea; un continuo abrir de grietas entre las que aparecen otras piedras. Pues un terremoto, sacude, derrumba. Frente al temblor de su propio cuerpo, que anunciaba su próxima muerte, Jacques Derrida dijo: "la sacudida sísmica y sus réplicas pueden convertirse en metáforas para designar toda mutación perturbadora (social, psíquica, política, geopolítica, poética, artística) que obliga a cambiar de terreno brutalmente, es decir, imprevisiblemente." ("¿Cómo no temblar?" 23).

¿Qué mutación perturbadora e imprevisible tuvo el terreno de esta ciudad —o de esta nación— cuando en 1790 reapareció, a unos pasos de aquí, en la Plaza de la Constitución, la primera piedra que al desatar innumerables fuerzas religiosas y culturales evidenciaba el origen de esa entidad nacional llamada México como la construcción de una historia en profunda disputa? Esa primera piedra era el monolito de la Coatlicue: diosa madre de dioses, origen de la tierra. Una piedra viva y no una mera representación escultórica de la diosa.

Las palabras de Roger Caillois en su trabajo sobre las piedras son elocuentes: "Ciertas piedras son divinas, imágenes o habitáculos de los dioses, diosas por sí mismas" (Piedras 35). El laboratorio lanzaba esas preguntas sobre la coincidencia de tiempos rotos, rasgados, discontinuos. ¿Por qué coincidió la fecha de reaparición de la Coatlicue, el 13 de agosto de 1790, con la de la caída de Tenochtitlán, pero 269 años después?

Desde el Museo de Antropología e Historia de la Ciudad de México —donde está instalada—, la Coatlicue nos devuelve sus atributos que recuerdan la forma acuosa, llena de lodo y pantanosa que todavía es este lugar, pues es la diosa de la falda de serpientes. En esa falda aparecen también surcos de agua y tierra que permiten imaginar la vida de otro tiempo, así como otros posibles recorridos, derivas y pasajes de nuestra ciudad actual, al igual que todas las posibles formas de supervivencia que se asoman desde las grietas que va dejando cada sismo. Pero, también, el lugar donde estamos parados, cierta medida de cómo sentimos los temblores actualmente.

Durante el laboratorio, en el recuento que Teatro Ojo hace de sus propios proyectos, se suelen confundir las piedras y los movimientos ligados a ellas; se borran las sanas diferencias entre las capas tectónicas y esas piedras otrora sagradas, devenidas hoy en objetos culturales para la contemplación turística. Presentir el terremoto no está alejado del recuerdo de otros sismos que pertenecen a la historia.

Pascal Quignard afirma que cuando dos civilizaciones antagónicas rozan sus bordes, producen sacudidas sísmicas para la historia, como fue el encuentro de los mundos griegos y latinos hace veinte siglos (El sexo 7-10). Hace cinco, en esta geografía, una sacudida de civilizaciones sumamente violenta tuvo lugar dando origen a un cúmulo de mundos entrelazados como una maraña, inconmensurable sacudida con réplicas y réplicas. Pero ¿por qué coinciden terriblemente —algunas veces— las fechas del calendario? ¿Es señal de la importancia que tienen los aparatos de sabiduría predictiva? ¿Son el recuerdo de la fuerza condensada que produjo artefactos tan dispares como el templum, la oniromancia, la mantis religiosa o el tonalpohualli?3

Once meses después del laboratorio "Alerta sísmica", y 32 años después del terremoto de 1985 —exactamente en la misma fecha de aquel devastador sismo—, otro temblor tomó por sorpresa el centro de la República Mexicana, provocando el derrumbe de nuevos edificios y cobrando nuevas vidas bajo los escombros. Aunque de una magnitud menor a lo padecido en el año 85, este terremoto desató todo un abanico de emociones, pensamientos, comportamientos y enunciaciones que, desbordados, inundaron el espacio de la ciudad, dando lugar a otra gramática desordenada. Ese fatal encuentro entre suelo y temblor desarticula la prevención que aprendimos como medida de protección, todo se vuelve puro presente suspendido entre lo trágico y el horror. Por un instante derrumba el trayecto de nuestro tiempo moderno y acontece un aliento apenas para presentir la distancia por donde hizo su tránsito la muerte. Con suerte no se detuvo todo aquí, con suerte no hay que empezar totalmente de nuevo. Seguimos sobre una terraza —como nuevos animales del aire— mirando la ciudad como foco de atracción o como pieza artística a la escucha de lo que relatan los artistas de Teatro Ojo.

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Envueltos en esa atmósfera, olvidándonos de que el temblor llega siempre como llega lo más inesperado. La espera infinita de lo inesperado. Pero, desafortunadamente, ese día no fue así. Ese día el sismo nos alcanzó y, tras él, el comienzo de todas las nuevas premoniciones para intentar —en medio de la desdicha— adivinar e imaginar la futura forma de lo que viene.

 

Bibliografía

Blumenberg, Hans. El trabajo sobre el mito. Barcelona: Paidós, 2003.

Caillois, Roger. Piedras. Madrid: Siruela, 2011.

Caillois, Roger. El mito y el hombre. Buenos Aires: Sur, 1939.

Derrida, Jacques. "¿Cómo no temblar?". Trad. Esther Cohen. Acta Poetica, vol. 30, núm. 3, 2009, pp. 19-34.

Didi-Huberman, Georges. La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg. Madrid: Abada, 2009.

Forssmann, Alec. "Hallan calaveras de mujeres y niños en el Gran Tzompantli de la antigua Tenochtitlán". National Geographic, 4 de julio de 2017, en línea. Consultado el 10 de octubre del 2017.

Gruzinski, Serge. La colonización de lo imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el México español. Siglos xvi-xviii. México: Fondo de Cultura Económica, 1991.

Quignard, Pascal. El sexo y el espanto. Barcelona: Minúscula, 2005.

 

Notas

1 Un año después, en septiembre del 2017, dos fuertes terremotos impactaron la región centro-sur de México, resultando en cerca de 500 decesos, decenas de miles de personas damnificadas y edificios destruidos. El autor se refiere al segundo de estos sismos al final del presente artículo [N. del Ed.]

2 Habría que agregar que después del hallazgo del Calmécac en esa zona se excavó, durante los días del coloquio, para descubrir lo que en meses posteriores se supo que era el Gran Tzompantli de la ciudad sagrada. Véase la nota de Alec Forssmann (2017), publicada en la revista National Geographic respecto a este hallazgo ("Hallan calaveras").

3 El tonalpohualli, o calendario adivinatorio, fue un artefacto nahua para predecir el transcurso de los días en una compleja relación entre tiempo humano y tiempo mítico (Gruzinski 1991, 25).